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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (6 page)

BOOK: Muerte de tinta
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Meggie lo miró sin comprender… y en ese mismo instante se sintió tonta hasta decir basta.

—¿Hermano o hermana? ¿Qué preferirías? —Mo parecía tan feliz de repente—. Pobre Elinor. ¿Sabes que llevaba esperando esa noticia desde que nos mudamos a su casa? Y ahora nos hemos llevado al niño a un mundo diferente.

Hermano o hermana… Cuando Meggie era pequeña, durante una temporada se comportó como si tuviera una hermana invisible. Le preparaba té de margaritas y galletas de arena.

—Pero… ¿cuánto hace que lo sabéis?

—Procede de la misma historia que tú, si es a eso a lo que te refieres. De la casa de Elinor, para ser exactos. Un niño de carne y hueso, no de palabras, ni de tinta y papel. A pesar de que… quién sabe. A lo mejor simplemente hemos pasado de una historia a otra. ¿Tú qué crees?

Meggie miró a su alrededor, contempló la mesa, las herramientas, la pluma y las ropas negras de Mo. Todo eso estaba hecho de palabras, ¿no? Las palabras de Fenoglio. La casa, la granja, el cielo, los árboles, las piedras, la lluvia, el sol y la luna. «Sí, ¿y nosotros qué?», pensó Meggie. «¿De qué estamos hechos Resa, yo, Mo y el niño que vendrá?» Ya no sabía la respuesta. ¿La había sabido alguna vez?

Parecía como si las cosas que la rodeaban susurrasen todo lo que sería y todo lo que había sido, y cuando Meggie se miró las manos, le pareció como si pudiera leer letras, unas letras que decían:
Y entonces nació un nuevo retoño.

FENOGLIO SE LAMENTA

«¿Qué es?», preguntó con voz temblorosa.

«¿Esto? Se llama
pensadero»,
explicó Dumbledore. «A veces me parece, y estoy seguro de que tú también conoces esa sensación, que tengo demasiados pensamientos y recuerdos metidos en el cerebro.»

J. K. Rowling
,
Harry Potter y el cáliz de fuego

Fenoglio yacía en la cama, hecho harto frecuente durante las últimas semanas. ¿O eran meses? Daba igual. Malhumorado, alzó la vista hacia los nidos de hada situados por encima de su cabeza. Casi todos estaban abandonados excepto uno, del que brotaban incesantes parloteos y risitas contenidas. Brillaba tornasolado como una mancha de aceite sobre el agua. ¡Orfeo! En ese mundo las hadas eran azules, ¡diantre! Eso había que leerlo al pie de la letra. ¿Cómo se le había ocurrido a ese mentecato teñirlas de todos los colores del arco iris? Pero aún había algo peor: dondequiera que se instalaban, expulsaban a las azules. Hadas de colores, duendes moteados, por lo visto también correteaban por ahí unos cuantos hombres de cristal de cuatro brazos. A Fenoglio recordarlo le provocaba dolor de cabeza. Y apenas transcurría una hora sin hacerlo, sin preguntarse qué estaría escribiendo Orfeo en ese momento en su enorme y elegante mansión en la que mantenía una corte, como si fuera el hombre más importante de Umbra.

Casi todos los días enviaba allí a Cuarzo Rosa para espiar, pero el hombre de cristal no demostraba demasiado talento para esa tarea. No, desde luego que no. Además Fenoglio sospechaba que Cuarzo Rosa, en lugar de ir a casa de Orfeo, prefería vagabundear por la calle de las modistillas persiguiendo a sus congéneres femeninas. «Bueno, Fenoglio», pensó malhumorado, «deberías haber imbuido a esos cabezas de cristal algo más de sentido del deber en sus tontos corazones. Por desgracia no se trata de tu único error…».

Alargaba ya la mano hacia el jarro de vino tinto que estaba junto a su cama, para consolarse de ese deprimente reconocimiento, cuando una figurita algo sofocada apareció arriba, en la claraboya. ¡Al fin! Los miembros de Cuarzo Rosa, por lo general de un color rosa pálido, tenían una tonalidad carmesí. Los hombres de cristal no podían sudar. Cuando se esforzaban mucho, cambiaban de color (como es natural, también esa regla la había establecido él, aunque ni con su mejor voluntad acertaba a precisar por qué), pero ¿a santo de qué trepaba también por los tejados ese loco? ¡Qué imprudencia con unos miembros que se hacían añicos en cuanto esos bobos se caían de la mesa! Cierto, un hombre de cristal no era sin duda el protagonista ideal de un espía, aunque por otra parte su tamaño los hacía sumamente discretos… y, a pesar de poseer miembros muy frágiles, su transparencia era a buen seguro una cualidad muy sobresaliente para llevar a cabo sus pesquisas secretas.

—¿Y bien? ¿Qué escribe él? ¡Vamos, suéltalo de una vez! —Fenoglio cogió el jarro y se dirigió hacia el hombre de cristal caminando pesadamente con los pies descalzos.

Cuarzo Rosa exigía un dedal de vino tinto como pago por su labor de espionaje, que, no se cansaba de resaltar, no figuraba en modo alguno entre las tareas clásicas de un hombre de cristal y por tanto debía recibir una remuneración adicional. El dedal no era un precio demasiado elevado, debía reconocer Fenoglio, pero hasta entonces Cuarzo Rosa tampoco había averiguado gran cosa. Además, el vino no le sentaba bien. Sólo lo enojaba más… y lo obligaba a eructar durante horas.

—¿Puedo recuperar el aliento antes de presentar mi informe? —preguntó, mordaz.

¡Vaya! Lo enojaba más… ¡Con lo deprisa que se ofendía siempre!

—Estás respirando, hombre. Y es evidente que también puedes hablar —Fenoglio cogió al hombre de cristal de la cuerda que había sujetado en la claraboya para que se descolgara desde allí y lo trasladó hasta la mesa barata que había comprado hacía poco en el mercado—. Te lo preguntaré de nuevo —dijo mientras le servía un dedal del jarro de vino—. ¿Qué escribe?

Cuarzo Rosa olfateó el vino y arrugó la nariz teñida de color rojo oscuro.

—El vino también es cada día peor —constató con voz ofendida—. ¡Debería exigir otro pago!

Fenoglio, irritado, le arrebató el dedal de sus manos cristalinas.

—Todavía no te has ganado ni éste —se enfureció—. Admítelo. Otra vez que no has averiguado nada, ni lo más mínimo.

—¿Conque no, eh? —replicó el hombre de cristal cruzándose de brazos.

Era para volverse loco, pues ni siquiera podía sacudirlo, por miedo a partirle un brazo o incluso la cabeza.

Fenoglio depositó el dedal encima de la mesa con expresión sombría.

Cuarzo Rosa sumergió el dedo dentro y se lo chupó.

—Ha vuelto a conseguir un tesoro con la escritura.

—¿Otro? ¡Diablos, necesita más plata que Pardillo!

A Fenoglio aún le reconcomía que nunca se le hubiera ocurrido esa idea. Por otra parte, habría necesitado un lector para transformar sus palabras en monedas tintineantes, y no estaba seguro de que Meggie o su padre le prestaran su lengua para objetivos tan prosaicos.

—De acuerdo, un tesoro, ¿y qué más?

—Oh, escribe algunas cosas, pero al parecer se conforma con poco. ¿Te he contado ya que ahora trabajan para él dos hombres de cristal? Por lo visto al de cuatro brazos, con el que se pavonea por todas partes… —Cuarzo Rosa bajó la voz como si fuera demasiado terrible para contarlo—…lo tiró de rabia contra la pared. Todos en Umbra se enteraron, pero Orfeo paga bien —Fenoglio ignoró la mirada cargada de reproche que le dirigió el hombre de cristal mientras lo comentaba—. Y por eso ahora trabajan para él esos dos hermanos, Jaspe y Hematites. El mayor es un demonio, él…

—¿Dos? ¿Para qué necesita dos hombres de cristal ese cenutrio? ¿Es que usurpa con tanta avidez mi historia que ya no le basta uno para afilarle las plumas?

Fenoglio percibía cómo la furia le agriaba el estómago. No obstante, era una buena noticia que el hombre de cristal de cuatro brazos hubiera abandonado el mundo terrenal. A lo mejor Orfeo comprendía poco a poco que sus creaciones no valían el papel sobre el que las escribía.

—Bien. ¿Algo más?

Cuarzo Rosa calló, cruzándose de brazos, ofendido. No le gustaba que lo interrumpiesen.

—¡Por los clavos de Cristo, no te pongas así! —Fenoglio le acercó el vino—. ¿Y qué es lo que está escribiendo? ¿Nuevas y exóticas piezas de caza para Pardillo? ¿Perritos con cuernos para las damas de la corte? ¿O acaso ha decidido que a mi mundo le faltan enanos moteados?

Cuarzo Rosa volvió a sumergir los dedos en el vino.

—Tienes que comprarme unos pantalones nuevos —afirmó—. Con todo este infame trajín me los he roto. Además están gastados. Tú puedes ir por ahí como te plazca, pero yo no vivo entre los humanos para ir peor vestido que mis primos del bosque.

Oh, algunos días a Fenoglio le habría encantado partirlo por la mitad.

—¿Tus pantalones? ¿Qué demonios me importan a mí tus pantalones? —le espetó, enfurecido, al hombre de cristal.

Cuarzo Rosa dio un profundo sorbo del dedal… y escupió el vino sobre sus pies cristalinos.

—¡El vinagre sabe mejor que esto! —puso el grito en el cielo—. ¿Por esto he permitido que me arrojaran huesos? ¿Por esto me he deslizado entre palominas y tejas rotas? ¡Sí, no me mires con tanta incredulidad! El tal Hematites me arrojó huesos de pollo cuando me sorprendió con los papeles de Orfeo. ¡Intentó tirarme por la ventana de un empujón!

Se limpió el vino de los pies suspirando.

—De acuerdo. Había algo sobre jabalíes con cuernos, pero apenas logré descifrarlo, después no sé qué sobre peces cantarines, bastante ridículo, he de reconocer, y luego algunas cosas sobre las Mujeres Blancas. Según parece Cuatrojos sigue recopilando todo lo que los juglares cantan sobre ellas…

—¡Ya, ya, eso lo sabe toda Umbra! ¿Y para esto te has pasado tanto tiempo fuera? —Fenoglio hundió la cara entre sus manos. La verdad es que el vino no era bueno. La cabeza parecía pesarle con el transcurso de los días. Maldición.

Cuarzo Rosa dio otro sorbo, con pesar, y torció el gesto. ¡Mentecato de cristal! Mañana a más tardar sufriría otro cólico.

—Bueno, sea como fuere, ¡éste es mi último informe! —anunció entre dos eructos—. No pienso volver a ejercer de espía. No mientras el tal Hematites siga trabajando allí. Es fuerte como un duende y dicen que ya ha partido los brazos a dos personas de cristal por lo menos.

—Bien, bien, vale. Eres un espía más bien lamentable —murmuró Fenoglio mientras regresaba con paso vacilante a su cama—. Reconócelo, te apasiona más acechar a las mujeres de cristal en la calle de las costureras. ¡No creas que no lo sé!

Con un gemido se tendió sobre su jergón de paja y clavó los ojos en los nidos de hada vacíos. ¿Había una existencia más lastimosa que la de un escritor al que se le habían agotado las palabras? ¿Había un destino peor que verse obligado a contemplar cómo otro tergiversaba tus propias palabras y emborronaba el mundo que habías creado con colores de pésimo gusto? Ninguna estancia más en el castillo, ningún arca llena de trajes elegantes ni ningún caballo propio para el señor poeta de la corte, sino de nuevo solamente el desván de Minerva. Y era un milagro que ella hubiera vuelto a admitirle, después de que sus palabras y canciones se habían encargado de que ella ya no tuviera ni esposo ni un padre para sus hijos. Sí, toda Umbra conocía el papel que había desempeñado Fenoglio en la guerra de Cósimo. Era asombroso que aún no lo hubieran sacado fuera de la cama y matado a golpes, pero seguramente las mujeres de Umbra bastante tenían con no morirse de hambre.

—¿Adónde irás si no? —se limitó a preguntar Minerva cuando él apareció delante de su puerta—. En el castillo ya no necesitan poetas. Sin duda allí cantarán en lo sucesivo las canciones de Pífano.

Como es lógico, ella tenía razón. A Pardillo le gustaban los versos cruentos de Nariz de Plata, cuando no era él mismo el que trasladaba al papel unas líneas mal rimadas sobre sus aventuras cinegéticas.

Por fortuna, Violante aún llamaba a Fenoglio de vez en cuando. Como es natural, sin figurarse que él le llevaba palabras robadas a poetas de otro mundo. Pero al fin y al cabo la Fea tampoco pagaba muy bien. La hija de Cabeza de Víbora era más pobre que las damas de honor del nuevo gobernador, así que Fenoglio tenía además que trabajar de escribano en el mercado, lo que, como es natural, inducía a Cuarzo Rosa a contar a todo el que quisiera oírle lo bajo que había caído su señor. Pero ¿quién prestaba atención a la voz de grillo de un hombre de cristal? ¡Que ese ceporro transparente hablase lo que se le antojara! Y por más que con gesto desafiante le colocase todas las noches un pergamino vacío sobre la mesa, Fenoglio había abjurado de las palabras para siempre jamás. No escribiría una sola más, excepto las que robaba a otros, y las sandeces secas y exánimes que tenía que llevar al papel o a pergamino en testamentos, documentos de venta y naderías similares. La época de las palabras vivas había pasado, pues eran traicioneras y criminales, monstruos negros como la tinta, chupadores de sangre que únicamente alumbraban desgracias. El ya no contribuiría a eso, faltaría más. Tras un paseo por las calles sin hombres de Umbra necesitaba un jarro entero de vino para disipar la tribulación que desde la derrota de Cósimo le arrebataba la alegría de vivir.

Muchachos imberbes, ancianos achacosos, tullidos y mendigos, vendedores ambulantes que todavía no se habían enterado de que en Umbra no había ni una mísera moneda de cobre que conseguir, o que hacían negocios con las sanguijuelas del castillo, eso era todo lo que uno se encontraba en las calles, antaño tan animadas. Mujeres con ojos enrojecidos por el llanto, niños sin padre, hombres del otro lado del bosque que confiaban en encontrar una viuda joven o un taller abandonado… y soldados. Sí. Los soldados ciertamente abundaban en Umbra y tomaban lo que les apetecía, día tras día, noche tras noche. Ninguna casa estaba a salvo. Ellos lo llamaban deudas de guerra, y… ¿acaso no tenían razón? Al fin y al cabo Cósimo había sido el agresor; Cósimo, su más bella e inocente criatura (al menos eso creía él). Ahora yacía muerto en el sarcófago que el Príncipe Orondo había mandado construir para su hijo, y el muerto con la cara quemada que había yacido en él hasta entonces (seguramente el primer Cósimo, el auténtico) había sido enterrado entre sus súbditos en el cementerio situado por encima de la ciudad; no era un mal sitio en opinión de Fenoglio, al menos ni la mitad de solitario que la cripta emplazada debajo del castillo. Aunque Minerva dijese que Violante bajaba allí a diario, oficialmente para llorar a su marido muerto, en realidad (eso al menos se cuchicheaba) lo hacía para reunirse allí con sus confidentes. Se decía que la Fea ni siquiera tenía que pagar a sus espías. El odio a Pardillo los atraía a docenas. Bastaba con mirar a ese tipo, a ese perfumado verdugo de pecho de gallina, gobernador por la gracia de su cuñado. Un huevo al que se le pintara una cara guardaba en el acto un enorme parecido con él. ¡No, Fenoglio no lo había inventado! Pardillo era un producto exclusivo de la historia.

BOOK: Muerte de tinta
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