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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (15 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—¿Al médico? —le había respondido al pobre, enfurecida—. ¿Y qué debo decirle? Sí, doctor, creo que es mi corazón. Me aqueja una absurda nostalgia de tres personas que han desaparecido dentro de un libro. ¿No tendrá usted alguna píldora contra eso?

Como es natural, Darius no replicó. Se limitó a depositar en silencio junto a su cama, entre las montañas de libros que se apilaban sobre su mesilla de noche, el té —con miel y limón, como a ella le gustaba— que le había traído, y volvió a bajar, con tal expresión de pesadumbre que Elinor sintió unos remordimientos terribles. A pesar de todo, no se levantó.

Se quedó en la cama tres días más, y al cuarto, cuando, arrastrando los pies, entró en su biblioteca todavía en bata y camisón para avituallarse con nuevas lecturas, sorprendió a Darius sujetando en la mano la hoja que había llevado a Orfeo al lugar en el que seguramente Resa, Meggie y Mortimer continuaban.

—¿Qué haces? —preguntó Elinor atónita—. Nadie toca esa hoja, ¿entendido? ¡Nadie!

Darius devolvió la hoja a su sitio y limpió con la manga una mancha en la vitrina.

—Sólo estaba mirándola —dijo con su voz meliflua—. La verdad es que Orfeo no escribe mal, ¿no crees? A pesar de que recuerda mucho a Fenoglio.

—Por lo que apenas cabe calificarlo de escritor —afirmó Elinor con desprecio—. Es un parásito. Un piojo en la piel de otros escritores, sólo que no se alimenta de su sangre, sino de sus palabras… Hasta su nombre se lo robó a otro escritor. ¡Orfeo!

—Sí, acaso tengas razón —opinó Darius volviendo a cerrar la vitrina con sumo cuidado—. Pero quizá debieras denominarlo más bien falsificador. Copia con tamaña perfección el estilo de Fenoglio que a primera vista apenas se nota la diferencia. Sería interesante ver cómo escribe cuando tenga que trabajar sin modelo. ¿Sabe dibujar sus propias imágenes? Unas imágenes que no se parezcan a las de ningún otro.

Darius miró las palabras bajo el cristal como si éstas pudieran contestarle.

—¿Y a mí qué me importa eso? Espero que esté muerto y pisoteado —Elinor se acercó con gesto hosco a las estanterías y sacó media docena de libros, vituallas para otro descorazonador día en la cama—. ¡Sí, pisoteado! Por un gigante. O mejor no, espera. Todavía mejor… espero que su hábil lengua le cuelgue, azulada, fuera de la garganta porque le hayan ahorcado.

Esa perspectiva hizo aflorar como por arte de magia una sonrisa a la cara de buho de Darius.

—Elinor, Elinor —le dijo—. Creo que darías miedo incluso al mismísimo Cabeza de Víbora, a pesar de que Resa no se cansaba de decir que nada le hacía temblar.

—¡Pues claro que se lo daría! —contestó Elinor—. ¡Comparadas conmigo, las Mujeres Blancas son un grupo de ancianitas inofensivas! Pero estaré hasta el final de mi vida metida en una historia en la que no hay otro papel para mí que el de vieja ridícula.

Darius no replicó. Pero cuando Elinor volvió a bajar por la noche a buscar otro libro, se lo encontró nuevamente delante de la vitrina contemplando la letra de Orfeo.

DE NUEVO AL SERVICIO DE ORFEO

Acércate y contempla las palabras. Cada una tiene mil caras secretas bajo el rostro neutral y te pregunta, indiferente a tu respuesta, ya sea mísera o espantosa: ¿Has traído la llave?

Carlos Drummond de Andrade
,
A la búsqueda de la poesía

Como es natural, la puerta de la ciudad de Umbra estaba cerrada cuando Farid condujo por fin a su testarudo borrico por la última curva de la carretera. Una luna delgada brillaba por encima de las torres del castillo y los centinelas se distraían tirando piedras a los huesos que se bamboleaban en los patíbulos emplazados delante de la muralla de la ciudad. Pardillo había ordenado colgar los esqueletos, aunque los patíbulos ya no se utilizaban por consideración a su delicado olfato. Seguramente opinaba que un patíbulo completamente vacío era una visión demasiado tranquilizadora para sus súbditos.

—¿Eh, quién viene por ahí? —gruñó uno de los guardianes, un tipo alto y enjuto que se agarraba a su lanza como si sus piernas no pudieran sostenerlo—. ¡Caramba con el morenito! —exclamó sujetando con rudeza las riendas de Farid—. ¡Cabalgando por ahí en plena noche, más solo que la una! ¿No temes que Arrendajo te birle el burro debajo de tus escuálidas posaderas? Al fin y al cabo, hoy ha tenido que abandonar su caballo arriba, en el castillo, de manera que no le vendría mal un asno. ¡Y a ti te entregaría como pienso al oso del Príncipe Negro!

—He oído decir que el oso sólo se come a los miembros de la Hueste de Hierro, por lo bien que crujen entre los dientes —la mano de Farid se deslizó con gesto previsor hacia su cuchillo.

Estaba muy cansado para mostrarse sumiso, y a lo mejor también el hecho de que Arrendajo hubiera conseguido regresar sano y salvo del castillo de Pardillo aumentaba su temeridad. Sí. Para entonces, también él llamaba cada vez más con ese nombre a Lengua de Brujo. A pesar de que Meggie se enfadaba mucho cada vez que lo pillaba haciéndolo.

—¡Jajaja, escucha lo que dice este muchachito, Rizzo! —gritó un centinela a otro—. Seguro que ha robado el burro para malvendérselo a los salchicheros de la calle de los carniceros… antes de que el pobre animal se desplome muerto debajo de él.

Rizzo se aproximó con una sonrisa maligna y enarboló su lanza hasta que la fea punta señaló justo el pecho de Farid.

—Conozco a este muchachito —anunció. La falta de dos dientes delanteros le hacía sisear como una serpiente—. Lo he visto escupir fuego un par de veces en el mercado. ¿No eres el que aprendió el oficio con el Bailarín del Fuego?

—Sí, ¿y qué? —el estómago de Farid se contrajo como cada vez que alguien mencionaba a Dedo Polvoriento.

—¿Y qué? —Rizzo le tocó el pecho con la punta de la lanza—. Desmonta de tu pollino achacoso y distráenos un rato. Quizá luego te dejemos entrar en la ciudad.

Al final le abrieron la puerta… tras obligarlo durante casi una hora a convertir la noche en día para ellos y a hacer florecer el fuego, como había aprendido de Dedo Polvoriento. Farid seguía amando las llamas, aunque sus voces chisporroteantes le recordaban con dolor al que le había enseñado todo sobre ellas. Pero ya no las hacía bailar en público, sino únicamente para sí mismo. Las llamas eran lo único que le había quedado de Dedo Polvoriento, y a veces, cuando lo añoraba tanto que su corazón se entumecía por la nostalgia, escribía su nombre con fuego en algún muro de Umbra y contemplaba las letras hasta que se extinguían dejándolo solo, igual que había hecho Dedo Polvoriento.

Por la noche, desde que había perdido a sus hombres, Umbra solía estar silenciosa como un camposanto. Pero esa noche Farid volvió a caer varias veces en medio de un grupo de soldados. Arrendajo los había movilizado, y todavía zumbaban iracundos en su guarida como un enjambre de avispas que pretendiera obligar a retroceder al descarado intruso. Con la cabeza gacha, Farid pasó a su lado tirando de su montura y se alegró al encontrarse por fin ante la mansión de Orfeo.

Era un edificio espléndido, uno de los más suntuosos de Umbra, y el único en esa noche agitada por cuyas ventanas salía la luz de velas. Junto a la entrada ardían antorchas —Orfeo tenía un miedo sempiterno a los ladrones— y con su luz convulsa despertaban a la vida a las máscaras de piedra situadas sobre la puerta. Farid siempre se estremecía al ver cómo lo miraban fijamente desde arriba con sus ojos saltones, sus bocas muy abiertas y las aletas de la nariz infladas, como si fueran a resoplarle en la cara. Él intentaba adormecer a las antorchas con un susurro, imitando a Dedo Polvoriento, pero el fuego no le obedecía. Eso sucedía cada vez con más frecuencia… como si quisiera recordarle que un discípulo cuyo maestro había muerto seguiría siendo un simple aprendiz para siempre.

Qué cansado estaba. Los perros le ladraron cuando condujo al burro a la cuadra atravesando el patio. De vuelta. De vuelta al servicio de Orfeo. Habría preferido con creces reposar la cabeza en el regazo de Meggie o sentarse junto al fuego con su padre y el Príncipe Negro. Sin embargo regresaba allí una y otra vez por Dedo Polvoriento. Una y otra vez.

Farid dejó que Furtivo saliera de la mochila y trepase sobre sus hombros y alzó la vista hacia las estrellas, como si pudiera encontrar allí arriba el rostro lleno de cicatrices de Dedo Polvoriento. ¿Por qué no se le aparecía en sueños y le revelaba el modo de traerlo de vuelta? ¿No hacían eso a veces los muertos por aquellos a los que querían? ¿O quizá Dedo Polvoriento, cumpliendo su promesa, sólo visitaba a Roxana y a su hija? No, si a Brianna la visitaba un difunto, sería Cósimo. Las otras criadas decían que ella susurraba su nombre en sueños y que a veces alargaba la mano hacia él, como si yaciera a su lado.

«A lo mejor no se me aparece en sueños porque sabe que me aterrorizan los espíritus», pensó Farid mientras subía las escaleras de la puerta trasera, pues como es natural la entrada principal del edificio, que daba directamente a la plaza junto a la que se alzaba, estaba reservada al propio Orfeo y a sus finos clientes. Los criados, titiriteros y proveedores tenían que abrirse camino entre el estiércol del patio y tocar la campanilla junto a la modesta puerta oculta en la cara posterior.

Farid llamó tres veces, pero nada se movió. Por todos los demonios del desierto, ¿dónde se habría metido Montaña de Carne? No tenía otro quehacer que abrir una puerta de vez en cuando. ¿Estaría roncando como un perro delante de la habitación de Orfeo?

Pero cuando por fin descorrieron el cerrojo, no fue Oss quien apareció, sino Brianna. La hija de Dedo Polvoriento llevaba varias semanas trabajando para Orfeo, pero seguramente Cabeza de Queso ni se imaginaba de quién era hija la que le lavaba la ropa y fregaba los pucheros. Qué ciego estaba Orfeo.

Brianna mantuvo la puerta abierta sin decir palabra y Farid pasó a su lado, también en silencio. Entre ellos no había palabras, sólo las que no se pronunciaban:
Mi padre murió por ti. Por ti nos dejó solos, sólo por ti.
Brianna lo culpaba de cada lágrima que su madre había derramado, según le confesó en susurros el primer día que pasaron juntos al servicio de Orfeo.

—¡De cada una de sus lágrimas!

Y esta vez también Farid creyó percibir su mirada como una maldición en la nuca cuando le dio la espalda.

—¿Dónde te has metido tanto tiempo? —Oss lo agarró justo cuando se disponía a bajar a hurtadillas a su lecho en el sótano. Furtivo bufó y se alejó de un salto. Con su última patada, Oss casi le rompió las costillas a la marta—. ¡Ha preguntado cien veces por ti! Me ha hecho recorrer las malditas calles en tu busca. ¡Llevo toda la noche sin poder dormir por tu culpa!

—¿Y qué? Bastante duermes ya.

Montaña de Carne le soltó una bofetada.

—No seas tan descarado. Vamos, tu señor te espera.

Al subir por la escalera salió a su encuentro una de las criadas. Se ruborizó cuando se estrechó al pasar junto a Farid. ¿Cómo se llamaba? ¿Dana? Era simpática, ya le había proporcionado algún que otro delicioso trozo de carne cuando Oss le había birlado la comida, y por ello Farid la había besado un par de veces, en la cocina. Pero no era ni la mitad de guapa que Meggie. O Brianna.

—Espero que me permita zurrarte un poco la badana —le dijo Oss en voz baja antes de llamar a la puerta del escritorio de Orfeo.

Orfeo había bautizado con ese nombre a la cámara, aunque la utilizaba con mucha mayor frecuencia para meter las manos debajo de las faldas de una criada o atiborrarse con las opíparas comidas que obligaba a la cocinera a prepararle a cualquier hora del día o de la noche. Pero esa noche se sentaba de verdad a su pupitre, la cabeza muy inclinada sobre una hoja de papel, mientras sus hombrecillos de cristal discutían con voz queda si era mejor remover la tinta a la derecha o a la izquierda. Ambos eran hermanos, Jaspe y Hematites, y tan distintos como el día y la noche. A Hematites, el mayor, le gustaba aleccionar y dar órdenes a su hermano menor. Por esa razón a Farid le habría gustado en ocasiones retorcer su cuello cristalino. El mismo tenía dos hermanos mayores, que fueron una de las razones por las que se escapó de casa para unirse a los bandidos.

—¡Callaos! —bufó Orfeo a los hombrecillos de cristal que discutían—. ¡Sois unas criaturas ridículas! ¡Que si a la derecha, que si a la izquierda! Más os valdría procurar no salpicarme otra vez todo el pupitre mientras removéis la tinta.

Hematites lanzó a Jaspe una mirada acusadora… ¡Claro! Si alguien había salpicado tinta sobre el escritorio de Orfeo, sólo podía haber sido su hermano pequeño… y se sumió en un silencio enfurruñado mientras Orfeo colocaba de nuevo la pluma sobre el papel.

«Farid, tienes que aprender a leer»
—cuántas veces se lo había repetido Meggie.

Y ella también le había enseñado con esfuerzo algunas letras: la B de bandidos, la R de Roxana («¿Lo ves, Farid? Esa letra también está en tu nombre»), la M de Meggie, la F de fuego (¿no era maravilloso que su nombre comenzase por la misma letra?) y la D… la D de Dedo Polvoriento. El resto siempre las confundía. Y es que ¿cómo podía uno recordar esas cosas extrañas con sus miembros garabateantes que se estiraban en todas direcciones? AOUIKTNP… Sólo con mirarlas le entraban dolores de cabeza, ¡pero tenía que aprender a leerlas! ¿Pues de qué otro modo iba a averiguar si Orfeo intentaba de veras escribir para traer de regreso a Dedo Polvoriento?

—¡Recortes, meros recortes! —con un juramento, Orfeo apartó de un empujón a Jaspe cuando el hombrecillo de cristal se le acercó para esparcir arena sobre la tinta fresca. Con expresión furiosa, rompió en mil jirones la hoja escrita.

Farid estaba acostumbrado a esa escena. Orfeo rara vez se sentía satisfecho con lo que trasladaba al papel. Arrugaba, rasgaba, lanzaba entre imprecaciones al fuego lo que había escrito, amenazaba a los hombrecillos de cristal y bebía en exceso. Pero cuando algo le salía bien, era aún más insufrible. Entonces se inflaba como una rana toro, paseaba muy ufano por Umbra igual que un rey recién coronado, besaba a las criadas con sus labios húmedos, pagados de sí mismos, y proclamaba que no había nadie como él.

—¡Que llamen Tejedor de Tinta al viejo! —gritaba entonces por toda la casa—. Sí, el apelativo le pega, pues es un simple artesano. Yo, empero, soy un mago. Mago de Tinta, sí, así deberían llamarme. Y así me llamarán algún día.

Pero esa noche parecía que de nuevo le salían mal los encantamientos.

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