—Así es.
—¿Qué ocurriría si el Patriarca se enterara?
—Sería la guerra —respondió el kzin—. Una flota bien aprovisionada atacaría los mundos de los titerotes tras una travesía de dos años. Es posible que la humanidad se uniera a la expedición. Los titerotes os han ofendido tan gravemente como a nosotros.
—No cabe duda. ¿Y luego?
—Luego los herbívoros exterminarían a mi especie hasta el último cachorro. Luis, no pienso decir ni media palabra a nadie sobre los señuelos para atraer a los vástagos de las estrellas y los planes de reproducción selectiva de los titerotes. ¿Te avendrías a guardar igualmente silencio?
—Puedes contar conmigo.
—¿A esto te referías cuando hablabas de erigirme en dios ante mi especie?
—A esto y a algo más —dijo Luis—. El «Tiro Largo», ¿continúas decidido a apoderarte de él?
—Aún no lo sé —respondió el kzin.
—No lo conseguirías —dijo Luis—. Pero supongamos que sea posible. ¿Qué ocurriría entonces?
—Entonces el Patriarca poseería un hiperreactor de quantum II.
—¿Y luego?
Prill parecía comprender que se estaba debatiendo algo crucial. Les miraba atentamente y parecía dispuesta a interrumpir una pelea en cuanto ésta se produjera.
—Pronto dispondríamos de naves de guerra capaces de recorrer un año luz en un minuto y cuarto. Dominaríamos el espacio, esclavizaríamos a todas las especies a nuestro alcance.
—¿Y luego?
—Luego no hay más. Ésa es nuestra última ambición, Luis.
—No. Continuaríais la conquista. Con un motor de esas características, os iríais expandiendo en todas direcciones, os dispersaríais, os apoderaríais de cuantos mundos hallaseis. Conquistaríais más de lo que seríais capaces de administrar... y en el ámbito de ese espacio tan enorme sin duda os toparíais con algo realmente peligroso. La flota de los titerotes. Otro Mundo Anillo, pero en su momento de máximo apogeo. Bandersnatch provistos de manos, grogs con pies, kdatlynos armados...
—Meras fantasías.
—Has visto el Mundo Anillo. Has visto los mundos de los titerotes. En un espacio como el que podríais cubrir con el hiperreactor de los titerotes, debe haber necesariamente otros mundos parecidos.
El kzin se quedó callado.
—Piénsalo con calma —continuó Luis—. Reflexiona. De todos modos, tampoco conseguirías apoderarte del «Tiro Largo». Todos moriríamos si lo intentaras.
Al día siguiente, el «Improbable» cruzó una larga fosa completamente recta abierta por un meteorito en su caída. Torcieron rumbo a antigiro y enfilaron directamente hacia el Puño-de-Dios.
La montaña del Puño-de-Dios había ido creciendo sin que pareciera estar más próxima. Mayor que cualquier asteroide, de forma aproximadamente cónica, recordaba un pico nevado ampliado a unas dimensiones de pesadilla. Y la pesadilla continuaba, pues el Puño-de-Dios seguía aumentando de tamaño.
—No lo entiendo —dijo Prill. Se la veía desconcertada y un poco preocupada—. No conocía esta formación. ¿Por qué debieron construirla? En los bordes del Anillo ya hay montañas de estas dimensiones, igualmente decorativas y además muy útiles, pues sirven para impedir que se escape el aire.
—Exactamente lo que había pensado yo —dijo Luis Wu. Y no quiso añadir nada más.
Encontraron el «Embustero» tal como lo habían dejado: boca arriba sobre una superficie libre de rozamiento. Mentalmente, Luis decidió aplazar los festejos. Aún no podían considerarse a salvo.
Finalmente, Prill tuvo que mantener el «Improbable» en una curiosa posición a fin de que Luis pudiera pasar directamente a la nave desde la rampa de aterrizaje. Localizó los controles necesarios para abrir los dos portillos de la compuerta al mismo tiempo. Sin embargo, no pudieron evitar que el aire zumbara a su alrededor durante el tiempo que tardaron en trasladar el cuerpo de Nessus. No podían reducir la presión de la cabina sin ayuda de Nessus, y éste estaba muerto, a todos los efectos.
Sin embargo, le trasladaron al médico automático. Era un ataúd en forma de titerote, especialmente adaptado al cuerpo de Nessus, y bastante grueso. Los cirujanos y mecánicos titerotes debían de haberlo programado para que fuera capaz de hacer frente a cualquier eventualidad. Pero ¿habrían pensado en la decapitación?
Lo habían previsto. El médico automático iba provisto de dos cabezas de recambio, y otras dos con sus correspondientes cuellos, y suficientes órganos y partes del cuerpo para construir varios titerotes completos. Probablemente, habían sido producidos a partir del propio organismo de Nessus; los rostros de las cabezas tenían un aire familiar.
Prill subió a bordo y cayó de cabeza. Pocas veces había visto Luis tal reacción de sorpresa. No le había explicado que la nave iba provista de gravedad inducida. Cuando se levantó, tenía el rostro tan inexpresivo como de costumbre, pero su actitud... Había quedado muda de asombro.
En medio del silencio fantasmagórico que acompaña todo retorno al hogar, se oyó de pronto el grito de guerra de Luis Wu.
—¡Café! —aulló—. ¡Agua caliente! —Irrumpió en el camarote que había compartido con Teela Brown. Segundos más tarde, asomaba la cabeza para gritar— ¡Prill!
Prill acudió a su llamada.
A Prill el café le pareció detestable. En su opinión, Luis debía de estar loco para tomarse ese amargo brebaje, y así se lo dijo.
En cambio, en cuanto Luis le explicó cómo funcionaban los mandos, apreció la ducha como un lujo largo tiempo perdido y terriblemente añorado.
Las placas sómnicas la entusiasmaron.
Interlocutor estaba celebrando el retorno a su manera. Luis no conocía todos los detalles de su camarote. Sin embargo, tenía la certeza de que el kzin se estaría dando un hartazgo.
—¡Carne! —le oyeron exclamar gozoso—. Ha sido un sacrificio tener que comer carne muerta de varios días.
—Eso que estás comiendo ahora ha sido reconstituido.
—Sí, ¡pero sabe a carne fresca!
Esa noche, Prill se acostó en un diván de la sala de estar. El campo sómnico le gustaba, pero no para dormir. Sin embargo, Luis Wu pudo dormir sin gravedad por primera vez en los últimos tres meses.
Durmió diez horas, y cuando se despertó se sentía como un tigre. A sus pies resplandecía la mitad del disco solar.
Se trasladó otra vez al «Improbable» y empleó su linterna de rayos láser para desenganchar el cabo del alambre de las pantallas. Cuando hubo terminado la operación, aún quedaban adheridos a éste algunos restos de plástico electrocoagulado.
No intentó llevarlo hasta el «Embustero». El alambre negro era demasiado peligroso y el suelo del Anillo resbaladizo en exceso. Luis avanzó a cuatro patas sobre la superficie sin rozamiento, arrastrando el cabo detrás suyo.
Vio a Interlocutor que le observaba desde la compuerta.
Luis subió hasta la compuerta por la escalera de Prill, apartó al kzin sin darle explicaciones y continuó hacia popa. Interlocutor seguía observándole.
El conducto situado más hacia popa en lo que quedaba del «Embustero» era del tamaño de un muslo humano. A través de él pasaban los cables que conectaban la maquinaria situada en el ala de la nave, cuando ésta aún tenía un ala. Ahora la abertura estaba sellada con una placa de metal. Luis levantó la placa, introdujo el cabo del alambre a través de ella y lo dejó colgando fuera.
Luego avanzó hacia proa. De vez en cuando comprobaba la posición del alambre cortando una rodaja de una salchicha jinciana obtenida de la cocina de la nave. Luego señalaba el lugar exacto con pintura amarilla fosforescente. Terminada la operación, una línea de puntos amarillos atravesaba el «Embustero» señalando la trayectoria del alambre prácticamente invisible.
Al tensarse, el alambre cercenaría sin duda algunas de las paredes divisorias de la nave. Gracias a la pintura amarilla, Luis pudo estudiar la dirección de estos cortes y asegurarse de que el alambre no dañara ninguna parte del sistema de supervivencia. Pero la pintura también serviría de advertencia y les ayudaría a mantenerse apartados del alambre.
Luis cruzó la compuerta, esperó a que Interlocutor saliera tras él. Luego cerró el portillo exterior.
Por fin, Interlocutor preguntó:
—¿Es ésta la razón de que viniéramos hasta aquí?
—Enseguida te lo explicaré —respondió Luis.
Se dirigió a la popa del fuselaje de Productos Generales, cogió el cabo con ambas manos y le dio un ligero tirón. El alambre no se movió. Se volvió de espaldas a la nave. Tiró con todas sus fuerzas. El alambre no se movió en absoluto. La puerta de la compuerta lo mantenía en su sitio.
—Imposible someterlo a una prueba con mayor tracción. No estaba seguro de que la puerta de la compuerta quedase lo suficientemente ajustada. Tampoco sabía si el fuselaje de Productos Generales resistiría el roce del cable. Aún no puedo asegurarlo con toda certeza. Pero, sí, por esto hemos venido.
—¿Qué haremos ahora?
—En primer lugar, tenemos que abrir el portillo de la compuerta. —Así lo hizo—. Ahora dejaremos que el alambre se deslice a través del «Embustero» y transportaremos otra vez el cabo hasta el «Improbable» y volveremos a unirlo a la pared.
Así lo hicieron.
El alambre que había servido para unir las pantallas cuadradas se perdía en la distancia en dirección a estribor. Lo habían arrastrado miles de kilómetros detrás del «Improbable», porque no había forma posible de subirlo a bordo del edificio volante. Tal vez llegaba hasta la maraña de cables enredados en torno a los edificios de la Ciudad Bajo el Cielo; una maraña de alambre que parecía una nube de humo y podía contener millones de kilómetros de ese material.
Ahora el alambre entraba por la doble compuerta del «Embustero», cruzaba el fuselaje de la nave, salía por el conducto de los cables y acababa en un pegote de plástico electrocoagulante adherido a la base del edificio volante.
—De momento todo ha salido según lo previsto —comentó Luis—. Ahora necesitaré a Prill. No, ¡nej! Lo había olvidado. Prill no tiene traje de presión.
—¿Traje de presión?
—Vamos a subir en el «Improbable» hasta la cumbre del Puño-de-Dios. El edificio no es hermético. Tendremos que dejarla aquí.
—Hasta la cumbre del Puño-de-Dios —repitió Interlocutor—. Luis, una sola aerocicleta no es lo suficientemente potente para remolcar el «Embustero» hasta ahí arriba. Si además quieres sobrecargar el motor con la masa adicional de un edificio flotante.
—No tengo intención de remolcar el «Embustero». Arrastraré el alambre hasta la cumbre. Dejaremos que se deslice libremente a través del «Embustero». Nada lo detendrá hasta que le ordene a Prill que cierre la compuerta.
Interlocutor pareció pensarlo.
—Creo que saldrá bien, Luis. Si la aerocicleta del titerote no resulta lo bastante potente, siempre podemos desprendernos de parte del edificio para reducir el peso. Pero, ¿para qué? ¿Qué esperas encontrar ahí en la cumbre?
—Podría resumírtelo en una sola palabra; y te reirías ante mis narices. Interlocutor, te juro que, si me equivoco, nunca lo sabrás —dijo Luis Wu.
Mientras tanto pensaba: «Debo explicarle a Prill lo que debe hacer. Y taponaré el conducto con plástico. No impedirá el paso del cable, pero el «Embustero» quedará casi herméticamente cerrado».
El «Improbable» no era una nave espacial. Su fuerza elevadora era de carácter electromagnético y se sustentaba en la estructura básica del propio Anillo. Y en el Puño-de-Dios esta estructura básica formaba una ladera inclinada; pues la montaña estaba hueca. Naturalmente, el «Improbable» tendría tendencia a volcar, a caer hacia atrás bajo el impulso de la aerocicleta del titerote.
Interlocutor ya había hallado una solución a ese problema.
Se enfundaron sus trajes de presión ya antes de iniciar el viaje propiamente dicho. Mientras sorbía una papilla a través de un tubo, Luis recordó con añoranza la carne asada con la linterna de rayos láser. Interlocutor estaba sorbiendo sangre reconstituida, absorto en sus propios pensamientos.
La cocina sin duda era innecesaria. Se deshicieron de esa parte del edificio y con ello disminuyó su tendencia a volcar hacia atrás.
También se deshicieron del equipo de aire acondicionado y de los controles policíacos. Sin embargo, no arrojaron por la borda los generadores que destruyeron sus aerocicletas hasta asegurarse de que eran independientes de los motores elevadores. Luego derribaron algunas paredes, dejando las necesarias para protegerse de los rayos directos del sol.
Cada día les acercaba un poco más al cráter del Puño-de-Dios, un cráter capaz de tragarse casi cualquier asteroide. El reborde del cráter no le recordaba a ninguno de los que había visto Luis. Unos salientes semejantes a puntas de lanza de obsidiana formaban un anillo dentado. Puntas de lanza que por sí solas tenían las dimensiones de una montaña. Localizaron una hendidura entre dos de esos picos. Podrían pasar por allí...
—Imagino que deseas penetrar en el cráter —dijo Interlocutor.
—Así es.
—En ese caso, es una suerte que hayamos encontrado ese cañón. A partir de allí la ladera se hace demasiado empinada para nuestro motor. Pronto llegaremos al cañón.
Interlocutor pilotaba el «Improbable» a base de variar la tracción de la aerocicleta. Habían tenido que dirigirla así desde que se desprendieron del mecanismo estabilizador, en un último intento de aligerar el peso del edificio. Luis ya se había acostumbrado al extraño aspecto del kzin: los cinco globos transparentes concéntricos de su traje de presión, el casco en forma de pecera con su maraña de controles para la lengua que casi le ocultaban todo el rostro, la enorme mochila.
—Llamando a Prill —dijo Luis por el intercom—. Llamando a Halrloprillalar. ¿Estás ahí, Prill?
—Aquí estoy.
—No te muevas. Dentro de veinte minutos estaremos al otro lado.
—Me alegro. Ya ha durado bastante.
El Arco parecía despedir llamas sobre sus cabezas. A mil quinientos kilómetros por encima de la superficie del Mundo Anillo, llegaban a divisar el lugar donde el Arco se confundía con los muros exteriores y el paisaje plano. Se sentían como el primer hombre que viajó al espacio, haría de eso un millar de años, y al mirar hacia la Tierra comprobó que, por Jehová, realmente era redonda.
—Cómo íbamos a adivinarlo —dijo Luis, muy quedo. Sin embargo, Interlocutor levantó la vista de lo que estaba haciendo.
Luis no advirtió la mirada extrañada del kzin.