El aire está preñado por su asfixiante y espectral presencia; el crujido de las maderas del entarimado suena como provocado por el paso de sus pies; no logran espantarla ni el calor ni el frío, ya sea en otoño o en los gélidos días de invierno, aunque sople la brisa suave de la primavera, todo no hace más que rozar la superficie, no hay estación del año ni transformación externa que pueda borrarla, ahuyentarla; su búsqueda en pos de una imagen nítida, corpórea, es ininterrumpida, su meta es hacerse visible, hallar una forma concreta y perdurable.
Leonhard está íntimamente convencido —y siente ese peso como el de una roca inmensa— de que esta aspiración de su madre muerta se verá cumplida un día, aunque no pueda imaginar cómo ni cuándo habrá de ser.
Sólo su propio corazón puede darle la ayuda que pide ya que, así por fin lo ha entendido, el mundo exterior está confabulado con ella. Pero la semilla que alguna vez su padre intentara sembrar en su alma parece haber marchitado; el breve momento de alivio y sosiego que sintiera entonces ya no se vuelve a repetir nunca más; por mucho que se esfuerza en revivir aquel estado de ánimo, sólo consigue convocar sensaciones banales e insípidas que son como flores de papel que carecen de perfume y se sostienen sobre horribles tallos de alambre.
Leonhard intenta insuflarles vida leyendo libros que puedan anudar el lazo espiritual que lo une con su padre; pero los ecos que él aguarda siguen callados, todo continúa siendo nada más que un laberinto de conceptos.
Escarbando con el viejo jardinero bajo el montón de tomos apilados cae en sus manos una serie de extraños objetos: pergaminos cubiertos con escrituras cifradas, imágenes que representan un macho cabrío con cara de hombre y cuernos de diablo y caballeros con capas blancas, las manos juntas, como en oración, cubriéndoles el pecho una cruz, cuyas extremidades representan cuatro piernas humanas, que con las rodillas formando el vértice de un ángulo recto, parecen estar corriendo en la misma dirección que las agujas del reloj. «Es la cruz satánica perteneciente a la orden del Temple», le explica de mala gana el jardinero; un pequeño retrato borroneado por el tiempo mostrando a una matrona con un vestido muy pasado de moda y que según reza el nombre que se halla bordado con cuentas de colores, es su abuela… con dos niños sentados en su regazo, un niño y una niña, cuyos rasgos son tan extrañamente familiares que no puede apartar por largo tiempo la mirada de ellos, y entonces nace en él la vaga sospecha de que deben ser sus propios padres aunque toda evidencia indique que se trata de hermanos.
El súbito desasosiego en el rostro del anciano, el modo en que esquiva su mirada y simula no haber oído la pregunta acerca de quiénes son esos dos niños, refuerzan en Leonhard la sospecha de que está a punto de descubrir un secreto que le atañe a él directamente.
En el mismo estuche del retrato encuentra también un atado de cartas amarillentas; Leonhard se apodera de ellas y resuelve leerlas ese mismo día.
Es la primera noche, después de mucho tiempo, que pasa sin Sabina; ella se siente demasiado débil, prefiere estar sola, se queja de dolores.
Leonhard se pasea en la estancia en que murió su padre, camina impaciente de un rincón a otro; las cartas están sobre la mesa… quiere comenzar a leerlas…, pero hay algo, no sabe qué, que lo decide a postergar el temible momento una vez más.
Lo estrangula una angustia nueva e incierta, y es como si alguien estuviera detrás de él amenazándolo de muerte; sabe que esta vez no es la presencia intangible y fantasmal de su madre la que le hace brotar de sus poros el sudor del miedo… son las sombras de un pasado lejano que está íntimamente ligado a esas cartas y que ahora lo acechan para arrastrarlo a él también hasta las profundidades de su reino.
Se acerca a la ventana, mira hacia afuera: todo es silencio de muerte alrededor; dos estrellas están muy juntas en la parte sur del cielo, su aspecto le resulta particularmente extraño, lo excita y no sabe por qué… es como un presentimiento de que algo muy grave está por ocurrir de un momento a otro; esas dos estrellas se le antojan las puntas luminosas de dos dedos dirigidos hacia él.
Se vuelve nuevamente hacia el interior de la habitación, las llamas de las dos velas que están sobre la mesa aguardan inmóviles cual dos amenazadores mensajeros procedentes del más allá; parecería que su resplandor viniera de muy lejos… de un lugar en que ninguna mano mortal podría haberlas colocado; imperceptiblemente se va acercando la hora, y en silencio, como cae la ceniza, las agujas del reloj siguen girando.
Leonhard cree haber oído un grito proveniente de la parte baja del castillo; escucha: el silencio es total.
Lee las cartas: delante de él se va desarrollando la vida de su padre; es la lucha de un espíritu indomable que se rebela contra todo lo que es ley; Leonhard descubre a un titán que no tiene ninguna semejanza con el anciano quebrantado en su silla de ruedas; lo que puede ver ahora es la figura de un hombre capaz de pasar por encima de cadáveres si fuese necesario, y que al igual que todos sus antepasados, se ufana de ser un caballero de los templarios legítimos que ensalzan a Satanás como al verdadero creador del universo y que consideran la sola palabra «misericordia» como un oprobio irreparable. Entremezcladas con las cartas hay páginas de un diario que describen los tormentos de un alma sedienta y que insinúan la impotencia de un espíritu vacilante roído por las polillas de la vida cotidiana, y que ve una única salida: tomar el camino de regreso por una senda que conduce hacia la obscuridad total pasando por todos los abismos hasta terminar fatalmente en locura, y que, por consiguiente, niega toda tentativa de
retorno.
A través de todo ello puede seguirse, como trazada por un hilo rojo, la huella dejada por todo un linaje, que en este caso ha sido hostigado durante siglos hasta llegar a cometer crimen tras crimen… un legado siniestro que va pasando de padres a hijos y que los condena a no tener paz interior, nunca, pues siempre habrá una mujer, ya sea la madre, la esposa o la hija, ya sea como víctima de un hecho de sangre o como instigadora del mismo, que obstruirá el camino que conduce al reposo espiritual; mas también siempre habrá momentos, después de períodos de honda desesperación, en que brille la esperanza con la misma luminosidad de una estrella invencible: «A pesar de todo sabemos que habrá uno de nuestra casta que permanecerá erguido, que pondrá fin a esta maldición y que merecerá el titulo y la corona de Maestro».
Con la sangre atropellándosele en las venas, Leonhard se va enterando de la gran pasión de su padre por… su propia hermana y de episodios que le permiten descubrir que él, Leonhard, es fruto de esa unión, y no solamente él… ¡también Sabina!
Ahora entiende cómo es posible que Sabina no sepa quiénes son sus padres, y el hecho de que no exista indicio alguno que delate su verdadero origen; ve cómo el pasado va cobrando vida y comprende: es su mismo padre quien trata de protegerlo al disponer que Sabina se eduque como una simple campesina —como una sierva de la condición más baja—, para que ambos, hijo e hija, no corran nunca el peligro de saberse producto de un incesto, aun en el caso en que se repitiera en ellos la maldición de sus mayores y se unieran, a su vez, como marido y mujer.
A Leonhard le es revelado todo, palabra por palabra, a través de una carta de su padre, quien lleno de temor le escribe a su futura esposa para instarla a que no delate su secreto y tome todos los recaudos necesarios para impedir cualquier descubrimiento futuro, y que por lo tanto queme esa carta.
Conmovido, Leonhard intenta apartar sus ojos pero algo lo obliga a seguir leyendo, lo atrae como un imán… presiente que aún le quedan cosas por saber que, según teme, se asemejan a los hechos que sucedieron en la capilla y que van a conducirlo hasta los extremos mismos del espanto cuando se entere de ellas. Súbitamente, con la claridad que produce el rayo que rasga las tinieblas, se le revela a través de todo lo sabido la perfidia de una fuerza enorme y demoníaca, que oculta tras la máscara de un destino implacable, se ha propuesto destrozar metódicamente su vida disparando una flecha envenenada tras otra desde un escondrijo invisible hasta que caiga vencido, quebrada ya la última fibra de su confianza y de su espíritu, sin otra alternativa que la de someterse al mismo destino de sus antepasados. Un sentimiento bestial lo invade, hace presa de él, sostiene la carta en la llama de la vela hasta que la última particula de papel amenaza con quemarle la yema de los dedos, y en sus entrañas lo quema un rencor salvaje e irreconciliable contra el monstruo satánico en cuyas manos se halla la dicha y la desgracia de los seres. En sus oídos resuena el milenario grito de venganza lanzado por tantos linajes sucumbidos bajo el golpe del destino, cada uno de sus nervios se convierte en un puño, su alma es un solo grito de combate.
Siente que debe realizar algo enorme que estremezca cielo y tierra, siente que tras suyo se halla apostado un infinito ejército de muertos, las miríadas de ojos clavados sobre él, a la espera de un solo movimiento de su mano: para seguirlo a él que está vivo y que es el único que los puede conducir a la batalla para derrotar al enemigo común.
Tambaleando bajo los golpes de esa oleada de fuerza que se arroja sobre él, se levanta, mira a su alrededor: ¿qué, qué, qué hacer primero? ¿Incendiar la casa, despedazar su propio cuerpo, salir cuchillo en mano y derribar todo lo que se cruce en su camino?
Cualquiera de estas acciones se le antoja diminuta; la conciencia de su propia pequeñez lo abruma, pero se rebela contra ella con juvenil obstinación, intuye una mueca burlona que lo observa desde todos los lugares de aquella estancia y que lo aguijonea y estimula nuevamente.
Intenta hacer gala de sensatez ante sí mismo… emula el gesto del guerrero experto y prudente; se llega hasta el arcón del dormitorio, llena sus bolsillos con oro y joyas, toma su capa y su sombrero, sale y atraviesa la niebla de la noche sin una sola despedida, el pecho invadido por planes confusos e infantiles: irá sin meta por el mundo para retar y vencer al amo del destino.
El castillo desaparece a sus espaldas entre las brumas blanquecinas; quiere evitar pasar delante de la capilla pero no puede, el hechizo que ejerce sobre él la maldición que pesa sobre todo su linaje no lo suelta… lo intuye, lo presiente; se obliga a sí mismo a seguir siempre derecho hacia adelante, durante horas, pero el espectro del recuerdo se mantiene a su lado, paso a paso; el negro follaje de los árboles se alza y vuelve a caer, aquí y allá, lo mismo que la puerta trampa; de pronto se atormenta pensando en la suerte de Sabina: sabe que es lazo maldito que le tiende la sangre materna —la misma que recorre sus propias venas— el que pretende frenar sus ímpetus y apagar el joven fuego de su entusiasmo bajo una gris ceniza insípida; se defiende con todas sus fuerzas, sigue caminando a tientas, de tronco a tronco, hasta que a lo lejos divisa una luz que oscila en el aire a la altura del tamaño de un hombre, corre hacia ella, la pierde de vista, la ve otra vez brillar entre la niebla, cada vez más cerca, con la seducción de un fuego fatuo; es como una senda que lo obliga a seguir su trazo, zigzagueando de izquierda a derecha.
Un grito apagado y misterioso, apenas perceptible, atraviesa trémulo la noche.
Súbitamente, se alzan ante Leonhard altos y negros muros en medio de las sombras, ve una ancha puerta abierta y reconoce… su propia casa.
Todo no ha sido más que una larga caminata en círculo alrededor del castillo, en torno al punto de partida.
Entre exhausto y vencido, baja el pomo de la puerta que conduce al cuarto de Sabina, y de pronto lo atrapa la gélida, mortal e incomprensible certidumbre de que en esa habitación está su madre en persona, de carne y hueso, un cadáver devuelto a la vida que allí lo está esperando.
Quiere volverse, refugiarse nuevamente en la obscuridad de la noche, no puede: una fuerza irresistible lo obliga a abrir la puerta.
Adentro yace Sabina, desangrada, con los ojos cerrados, blanca como un lienzo, y delante de ella se agita el cuerpo desnudo de una criatura recién nacida —una niña— con la cara arrugada y la mirada vacía e inquieta; en su frente hay una señal sangrienta… es, rasgo por rasgo, el vivo retrato de la mujer asesinada en la capilla.
Maese Leonhard ve a un hombre corriendo por los campos con la ropa desgarrada por espinas: es él mismo, tal como se lo viera huyendo horrorizado del castillo, arrojado de su propia casa por la firme mano del destino… exento ahora del vanidoso deseo de realizar grandezas…
En su memoria, la mano del tiempo va construyendo una ciudad tras otra: obscuras y luminosas, grandes y pequeñas, insolentes y timidas, y una tras otra las vuelve a demoler; ahora aparecen ríos semejantes a largas serpientes plateadas, y grises estepas, y un traje de arlequín hecho de campos cultivados, verdes, marrones y morados; carreteras polvorientas, álamos puntiagudos, praderas aromáticas, animales que pastan y perros que mueven felices la cola; Cristos en los cruces de los caminos, blancos mojones; gentes, jóvenes y viejos; lluvias, los brillos del rocío, los ojos dorados de un sapo que se asoma desde un charco, herraduras con clavos oxidados, cigüeñas de una sola pata, cercos descascarados, flores amarillas, cementerios y nubes de algodón, el vapor de las alturas y el fuego de las fraguas; imágenes que vienen y se van —como el día y la noche— desapareciendo en el olvido y volviendo a aparecer como niños jugando al escondite… cada vez que un olor, un eco o una voz muy queda las reclama…
Junto a Leonhard van pasando países, fortalezas y castillos, lo acogen cordialmente, el nombre de su linaje es bien conocido, lo tratan con amistad y con recelo.
Habla con los habitantes de las villas, con los vagabundos, buhoneros, soldados y sacerdotes; dentro suyo, la sangre de su madre lucha con la sangre de su padre; lo que hoy lo llena de maravillado asombro reflejando la cola multicolor de un pavo real hecha de miles de particulas de cristal, se le antoja mañana gris y vano, según cual de sus padres obtenga su respectiva victoria temporaria… después retornan otra vez las espantosas horas en que ambas corrientes de vida se confunden y le permiten revestirse nuevamente con su propio yo, y entonces surgen otra vez los antiguos terrores que alberga su memoria y él vuelve a seguir —sordo, ciego y mudo— su camino, paso tras paso, envuelto en las marañas del pasado… entonces puede ver, Reflejada entre pupila y párpado, la cara anciana de la recién nacida, las inmóviles y vigilantes luces de aquellas dos estrellas que estaban esa noche tan juntas en el cielo, la carta, el castillo huraño y sórdido, Sabina muerta y sus blanquísimas manos cadavéricas, oye el balbuceo de su padre moribundo, el rumor de la seda del vestido de su madre y el crujir de un cráneo que se parte.