Murciélagos (8 page)

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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

BOOK: Murciélagos
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—Me temo que se ha enterado de alguna noticia desagradable sobre nuestro colega Skoper —le cuchicheó al oído un caballero de barba afeitada a un anciano profesor de ondulante melena leonina, director como él en el Museo de Ciencias Naturales, que se había quitado los lentes y observaba con profundo interés el insecto metido en el frasquito.

Era aquél un recinto muy particular, en el que los señores —seis en total, y todos ellos investigadores científicos de la vida de los lepidópteros y coleópteros— se hallaban sentados alrededor de una ancha y larga mesa.

La mezcla de los olores de alcanfor y sándalo acentuaba ese clima extrañamente mortuorio que se desprendía de los diodones que pendían de cuerdas fijadas en el cielorraso y que, con sus ojos vidriosos y saltones parecían las cabezas truncadas de espectadores fantasmales, las máscaras diablescas de salvajes tribus insulares, los huevos de avestruz, las bocazas de tiburón y los dientes de narval, los monos derrengados y de otras mil formas y figuras grotescas provenientes de zonas muy lejanas.

De las paredes —colgados sobre los marrones armarios carcomidos que tenían algo de monacal bajo el sol del atardecer que jugueteaba con las plantas del jardín y las combadas rejas de la ventana pendían, amorosamente enmarcados en oro y semejantes a retratos de venerables antepasados, cuadros a todo color de escarabajos en proporciones gigantescas.

Con una de sus manos extendida en un gesto cordial, una tímida sonrisa rodeándole los ojitos redondos y la nariz en forma de botón, con el alto sombrero de copa de uno de los señores disectores sobre su cabeza y el porte de un alcalde de aldea que se hace fotografiar por primera vez en la vida, un lirón se asomaba obsequiosamente desde un ángulo del aula, en el que también se balanceaban unos cuantos cueros de víbora.

La cola oculta entre las sombras más lejanas del corredor y las partes más nobles de su cuerpo a punto de recibir una nueva mano de esmalte —para dar cumplimiento de este modo al deseo expreso del señor Ministro de Enseñanza—, el orgullo de todo el Instituto, un cocodrilo de doce metros de largo, espiaba por la puerta entreabierta. El profesor Goclenius había tomado asiento, desatado la cinta que mantenía atadas las hojas manuscritas y pasado rápidamente la mirada sobre las primeras líneas acompañándose con un murmullo inteligible.

—Esto está fechado en Butan, en el sudeste del Tíbet, el 19 de Julio de 1914, o sea cuatro semanas antes del estallido de la guerra; de lo que se infiere que esta carta tardó más de un año en llegar a nuestras manos —y agregó luego de una pequeña pausa—: Nuestro colega Johannes Skoper escribe aquí, entre otras cosas, lo siguiente: «En otra oportunidad les relataré más detalladamente el rico botín que pude obtener durante mi largo viaje por tierras fronterizas chinas, pasando por Assam hasta llegar a Bután, país todavía inexplorado; hoy sólo quiero referirme lo más sucintamente posible a las circunstancias asombrosas a las que debo el descubrimiento de un grillo blanco, como verán, totalmente nuevo» —el profesor Goclenius señalaba mientras leía estas últimas palabras al insecto que estaba en el frasco— «y que los chamanes utilizan para fines religiosos bajo el nombre de
Phat,
una palabra que les sirve a la vez de insulto para todo lo que se parezca a un europeo o individuo de raza blanca.

»Pues bien: cierta mañana me entero —por intermedio de unos peregrinos lamaístas que se dirigían a Lhasa— que cerca de mi campamento se encontraba un alto exponente de los Dugpas, algo así como sacerdotes del diablo temidos en todo el territorio del Tíbet, reconocibles por sus gorros escarlatas, y que afirman ser descendientes directos del demonio de los hongos. Lo cierto es que estos Dugpas pertenecen a la antiquísima religión tibetana de los lamaístas y chamanes de la cual conocemos poco
y
nada, y son hijos de una raza extraña cuyos orígenes se remontan hasta la noche de los tiempos. Este Dugpa —me decían los peregrinos mientras hacían girar furtiva y supersticiosamente su molinillo de oraciones— es un Samtche Mitchebat, un ser que ya no debe ser designado como hombre, que puede «ligar y desligar», alguien que, para decirlo en pocas palabras, gracias a su facultad de ver más allá del tiempo y del espacio, puede realizar todo lo que se proponga en esta tierra. Existen, así me dijeron, dos caminos para alcanzar esas alturas que sobrepasan todos los poderes humanos: uno, que es el de la «luz» —la compenetración con Buda— y otro opuesto: el «camino de la mano izquierda», al que solamente tiene acceso un Dugpa de nacimiento… y que viene a ser un camino espiritual lleno de horror y de espanto. Estos Dugpas «natos» pueden aparecer —aunque muy raras veces— en cualquiera de los puntos cardinales y son casi siempre hijos de padres sumamente religiosos. «Parecería», opinaba el peregrino que me confesaba todas estas cosas, «que la mano del señor de las sombras colocara en estos casos una rama emponzoñada en el árbol de la santidad.» Resulta ser que existe un solo medio para saber si un niño se halla o no espiritualmente vinculado a la liga de los Dugpas, de ser así, el remolino de cabello que todos tenemos en la coronilla debe girar de izquierda a derecha en vez de hacerlo en dirección inversa.

»Yo expresé inmediatamente —por pura curiosidad— mi deseo de conocer personalmente al Dugpa de alto rango que se hallaba por los alrededores, pero el jefe de mi caravana, que también es un tibetano oriental, se negó terminantemente.

»—¡Son puras tonterías! —gritaba—, en todo el territorio de Bután no hay un sólo Dugpa; sin contar que ningún Dugpa, y mucho menos un Samtche Mitchebat, se avendría a mostrar sus artes a un ser de raza blanca!

»La oposición demasiado enfática de este hombre despertó en mí sospechas cada vez mayores a medida que el se desgañitaba, y después de un larguísimo y astuto interrogatorio pude sonsacarle que él mismo practicaba la religión de los Bonzos y que estaba perfectamente enterado —por el tinte rojizo de los vapores que despedía la tierra, eso es lo que me quiso hacer creer— que había un Dugpa en las cercanías del campamento.

»—Pero nunca consentiría en ofrecerte una muestra de sus artes —seguía repitiendo sin cesar.

»—¿Por qué no? —seguí preguntando.

»—Porque no asumiría la… responsabilidad.

»—¿Qué clase de responsabilidad? —quise saber.

»—Sucede que las perturbaciones que con ello ocasionaría en el reino de las causas lo lanzarían nuevamente en la vorágine de las reencarnaciones, si es que no ocurre algo muchísimo peor.

»Yo estaba interesado en saber más acerca de la misteriosa religión de los Dugpas, por lo que le pregunté:

»—¿Tiene el hombre, según tu religión, un alma?

»—Sí y no.

»—¿Cómo es eso?

»Por toda respuesta el tibetano arrancó de la tierra una brizna de hierba y le hizo un nudo:

»—¿Tiene esta brizna un nudo?

»—Sí.

»Desató el nudo.

»—¿Y ahora?

»—Ahora ya no lo tiene.

»—De ese mismo modo tiene el hombre un alma y no la tiene —afirmó con toda llaneza.

»Traté de encarar la cosa de otro modo para llegar a tener una idea más clara acerca de su manera de pensar:

»—De acuerdo, supongamos ahora que al cruzar aquel desfiladero tan terriblemente peligroso te hubieras caído al abismo, ¿tu alma habría seguido viviendo o no?

»—¡Yo no me habría caído!

»Haciendo una nueva tentativa le mostré mi revólver:

»—Y si ahora te mato de un tiro, seguirías viviendo o no?

»—Tú no me puedes matar.

»—¡Claro que puedo!

»—Bueno, entonces trata de hacerlo.

»¡Ni loco! pensé para mis adentros, ese sí que sería un buen enredo… andar por este ilimitado terreno montañoso sin un jefe de caravana… Él pareció haber adivinado mis pensamientos y sonrió no sin cierto sarcasmo. Era desesperante. Me quedé callado por un buen rato.

»—Lo que sucede, es que no puedes querer —dijo retomando la palabra—. Detrás de tu voluntad hay una infinita cantidad de deseos, algunos que conoces y otros que no conoces, y todos ellos son más fuertes que tú.

»—¿Qué es entonces el alma según tu religión? —le pregunté enojado—; ¿tengo yo, por ejemplo, un alma?

»—Sí.

»—¿Y si me muero mi alma sigue viviendo?

»—No.

»—¿Pero la tuya, después de tu muerte, sí?

»—Sí. Porque yo tengo un nombre.

»—¡Yo también lo tengo!

»—Sí, pero no conoces tu nombre verdadero, por lo tanto no lo tienes. Eso que consideras tu propio nombre no es más que una palabra hueca inventada por tus padres. Cuando duermes te lo olvidas, yo no me olvido de mi nombre cuando duermo.

»—¡Pero cuando estés muerto tampoco podrás saberlo! —repliqué.

»—No. Pero el maestro lo conoce y no lo olvidará jamás, y cuando él me llame por mi nombre verdadero, volveré a levantarme; solamente yo y ningún otro, porque yo soy el único que lleva mi nombre. Nadie más que yo lo tiene. Eso que tú dices que es tu nombre lo tienen muchos otros en común contigo… igual que los perros —terminó murmurando con desprecio. Y si bien entendí perfectamente sus últimas palabras, dejé que creyera que no había sido así.

»—¿Y qué es lo que tú entiendes por
maestro?
—le pregunté con la mayor naturalidad.

»—El Samtche Mitchebat.

»—¿El que ahora es casi nuestro vecino?

»—Sí, pero es sólo su reflejo el que se encuentra ahora cerca de este campamento; aquél que él es en realidad está en todas partes. Y puede no estar en parte alguna si quiere.

»—¿Eso quiere decir que puede volverse invisible? —tuve que sonreír a pesar mío—, ¿quieres insinuar acaso que a veces está dentro del mundo en que vivimos y a veces fuera de él; que a veces está y otras veces no?

»—Un nombre también está sólo cuando se lo pronuncia, y cuando no se lo pronuncia no está más —fue la respuesta del tibetano.

»—¿Y puedes tú, por ejemplo, convertirte también en un maestro?

»—Sí.

»—De modo que entonces habría
dos maestros,
¿no es así?

»Yo me sentía triunfante, ya que, para decirlo abiertamente, la arrogancia del tipo me estaba fastidiando; ahora lo tenía bien agarrado en la trampa (mi próxima pregunta sería: ¿si uno de los maestros quiere que brille el sol y el otro quiere hacer que llueva, cuál de los dos gana?); tanto más perplejo me dejó lo que tuve que oír a continuación:

»—Si yo llego a ser maestro alguna vez, seré el Samtche Mitchebat. ¿O acaso crees que puede haber dos cosas que sean totalmente semejantes entre sí sin que sean la misma cosa?

»—Digas lo que digas, en tal caso serían dos y no uno; si yo me cruzara con vosotros, serían dos las personas que yo vería y no uno solo —le contradije.

»El tibetano se agachó, eligió entre los cristales de calcita que estaban esparcidos por el suelo uno de especial transparencia y me dijo con sorna:

»—Coloca esto delante de tu ojo y mira el árbol aquél; lo ves doble, ¿no es cierto? ¿Pero acaso se han convertido por eso en dos árboles en vez de uno?

»En el momento no supe qué contestarle, tampoco me hubiera sido fácil expresarme en el idioma de los mongoles —que era el único que podíamos usar para nuestro mutuo entendimiento— con la soltura y lógica necesarias para abordar un tema tan intrincado como éste; por lo tanto tuve que dejarlo creer que la victoria era suya. Pero interiormente estaba asombrado a más no poder por la agilidad espiritual de ese ser semi-salvaje, con sus ojos oblicuos de calmuco y vestido con aquella sucia piel de cordero. Hay algo extraño en estos asiáticos de las montañas, por fuera parecen animales, pero a poco que uno les toque su almita, aparece el filósofo.

»Volví al punto de partida:

»—¿Tú crees entonces que el Dugpa se negaría a mostrarme sus artes porque rechaza la responsabilidad?

»—No, seguro que no lo haría.

»—¿Pero si soy yo quien asume toda responsabilidad?

»Por primera vez, desde que lo conocía el tibetano se desconcertó. Su rostro fue invadido por una inquietud tan grande, que no le fue posible disimularla. Una expresión de crueldad salvaje, para mí inexplicable, se alternaba con otra de hondo regocijo. En todos estos meses que anduvimos juntos hemos pasado semanas enteras corriendo peligro de muerte, hemos cruzado abismos que llenarían de pánico a cualquiera, pasando sobre puentes de bambú de apenas un pie de ancho, y a mí más de una vez me pareció que se me paralizaba el corazón; hemos cruzado desiertos y casi nos hemos muerto de sed, y él nunca perdía, ni por un solo minuto, su equilibrio interior. ¿Y ahora? ¿Cuál podía ser la causa que le hacía ponerse tan fuera de sí? Con sólo mirarlo me bastó para saber que en su mente las ideas se agitaban en loco torbellino.

»—Condúceme hasta el Dugpa, yo te recompensaré holgadamente —intenté de nuevo.

»—Quiero pensarlo —me contestó por fin.

»Todavía era de noche cuando entró en mi carpa para despertarme. Ya se había decidido, me dijo, y estaba dispuesto.

»Había ensillado dos de nuestros hirsutos caballos mongoles, cuya altura no es mucho mayor que la de un perro grande, y nos internamos en la obscuridad de la noche. Los hombres de mi caravana seguían profundamente dormidos alrededor de las casi extinguidas fogatas diseminadas por el terreno.

»Pasaron horas sin que cambiáramos una sola palabra; ese peculiar aroma del almizcle que las estepas tibetanas exhalan durante las noches de julio y el monótono rumor de las retamas al ser barridas por las patas de nuestros caballos, casi me llegan a embriagar de tal manera, que para poder mantenerme despierto, me vi obligado a no quitar mi vista de las estrellas, que aquí, en esta tierra salvaje, tienen algo de llameantes, como si se tratase de trozos de papel encendidos. De ellas se desprende un influjo excitante que le inquieta a uno el corazón.

»Cuando las primeras luces del alba comenzaron a trepar por detrás de las cimas de las montañas, pude notar que los ojos del tibetano se mantenían totalmente abiertos, sin pestañear, con la mirada siempre fija en un solo punto del cielo. Observé que estaba como ausente.

»Le pregunté varias veces si conocía tan bien el lugar donde hallar al Dugpa como para no prestarle ninguna atención al camino, pero no recibí respuesta alguna.

»—Él me atrae como la piedra magnética atrae el hierro —balbuceó por fin, como saliendo de un sueño muy profundo.

»Ni al llegar el mediodía nos tomamos un descanso; siempre mudo, mi acompañante volvía a apresurar el paso de su caballo cada vez que éste se mostraba un poco más lento. Yo me vi obligado a comer mi ración de carne de cabra sentado en la montura. Poco antes del anochecer paramos —doblando al pie de un cerro totalmente desnudo— cerca de esas fantásticas carpas que a veces se pueden ver en Bután. Son negras, hexagonales abajo y puntiagudas arriba, de bordes combados, y se hallan paradas sobre una suerte de zancos, de modo que se parecen a enormes arañas que tocan el suelo con sus vientres.

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