Murciélagos (11 page)

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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

BOOK: Murciélagos
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El Dr. Paupersum solamente había llegado a entender las últimas palabras.

—¿Qué disparate está diciendo? —lo increpó; malhumorado—. ¡Primero dice que el lisiado es un caballero anciano y luego pretende haberlo presentado como un bebito belga!

—¡Pero si eso es precisamente lo que le presta encanto a la situación —le contradijo el empresario—; yo afirmo simplemente que envejeció así de rápido después de la impresión que le causó ver como un sargento prusiano devoró a su madre mientras aún estaba viva.

El académico comenzó a sentirse inseguro; el cinismo del otro era desconcertante.

—Está bien, sea. Pero, ante todo, dígame: ¿Cómo piensa presentarme en público mientras me van creciendo la trompa, los pies, etc., etc.?

—¡Más sencillo imposible!… Primero lo escamoteo con un pasaporte falso por la frontera suiza, y de Suiza a París. Allí lo meto en una jaula, y a usted lo único que le queda por hacer es bramar cada cinco minutos como un toro salvaje y comer tres veces por día algunas culebritas (ya verá que puede, la cosa suena mucho peor de lo que es). Por la noche es la función de gala: un turco muestra cómo lo enlazó en las selvas vírgenes de Berlín, y en el cartel de afuera dice: «Garantizamos que este es un académico alemán auténtico (que sería la pura verdad; yo nunca me presto para embustes). ¡El primer ejemplar de su especie que es traído vivo a Francia!»… etc., etc. Por lo demás, estoy seguro que mi amigo d'Annunzio se va a mostrar encantado de redactar el texto, él le va a dar el necesario tono poético, ya verá.

—¿Y qué pasa si entretanto se termina la guerra? —se permitió dudar el académico—. Usted sabe, con esta mala suerte mía…

El empresario sonrió:

—No se preocupe, mi queridísimo doctor: el tiempo en que un francés ponga en duda algo que habla mal de los alemanes no llegará nunca. Ni que pasen mil años.

¿Qué fue eso… un terremoto? No, había sido el camarero que iniciaba el turno de la noche con un preludio musical de copas rotas.

El Dr. Paupersum miró asustado a su alrededor. La diosa invulnerable del sofá había desaparecido y su lugar estaba ocupado ahora por un viejo e incorregible crítico de teatro, que seguramente estaría destrozando
in mente
una función de estreno que iba a tener lugar la semana entrante; mojaba el dedo índice con la punta de la lengua, luego alzaba con la yema de ese mismo dedo unas migas de pan que habían quedado olvidadas sobre el mantel, se las metía en la boca, las trituraba minuciosamente con sus incisivos y ponía cara de hurón.

El Dr. Paupersum se fue dando cuenta paulatinamente de que se encontraba sentado de espaldas al local y que, según las apariencias, había estado en esa posición durante todo el tiempo; de lo que cabía inferir que las cosas que había presenciado con su vista le habían llegado por medio del enorme espejo que se hallaba frente a él, y en el que ahora se reflejaba su propia cara que lo contemplaba dubitativamente… El hombre de mundo seguía ahí, y estaba comiendo realmente pescado frío —con cuchillo—, pero estaba en el rincón más lejano del local y no aquí sentado a su mesa.

«¿Cómo habré llegado hasta el Stefanie?», se preguntaba el académico.

No podía recordarlo.

Pero poco a poco fue reconstruyendo los detalles: «Esto viene de tanto pasar hambre y de ver a otro comer pescado y beber vino. Mi yo se desdobló por un rato. Es una vieja historia esa del desdoblamiento, y bastante natural por otra parte; en tales casos nos convertimos en espectadores, como en el teatro, y somos al mismo tiempo protagonistas en el escenario. Y los papeles que interpretamos se componen de cosas que hemos leído o escuchado alguna vez y que secretamente… despertaron en nosotros alguna esperanza. ¡Sí, sí, así es, la esperanza suele ser un poeta extremadamente cruel! Nos hace imaginar diálogos de los que creemos estar participando, nos vemos a nosotros mismos realizando determinados gestos… hasta que el mundo exterior, ya totalmente raído gracias a nuestra imaginación, se va plasmando en formas ilusorias. Incluso las frases que nacen en nuestro cerebro ya no son iguales a las que pensamos siempre; surgen acompañadas por observaciones marginales, igual que en las novelas… ¡Qué cosa tan curiosa es el "yo"! Puede llegar a abrirse y separarse como un atado de varillas del que no se hizo más que desatar la cuerda…» y nuevamente el Dr. Paupersum se sorprende a sí mismo murmurando: «¿Cómo habré llegado hasta el Stefanie?».

Un grito de júbilo barrió de pronto toda tribulación:

—¡Pero si he ganado un marco jugando al ajedrez! ¡Un marco entero! Ahora está todo bien: mi niña podrá sanar. Una botella de buen vino y otra de leche, y…

Con salvaje excitación comenzó a revolver en todos sus bolsillos, pero entonces su mirada cayó sobre la franja negra cosida alrededor de una de sus mangas, y la desnuda, atroz realidad estalla en su interior: ¡su hija había muerto ayer por la noche!

Se tomó la cabeza con las manos, ¡sí, sí, estaba muerta! Ahora creía saber cómo llegó al Stefani desde el cementerio, después del entierro. La enterraron esta tarde. Rápidamente, con indolencia y mal humor, porque llovía tanto.

Y después había estado corriendo por las calles horas enteras, apretando los dientes, sin oír otra cosa que el monótono golpetear de sus zapatos, mientras seguía contando, siempre contando, del uno al cien, una y otra vez, para no volverse loco, loco de miedo de sólo pensar que sus pasos pudieran llevarlo contra su voluntad a casa, a su cuarto desnudo con el miserable lecho en el que ella había muerto… dejándolo vacío para siempre. Y de alguna manera tiene que haber sido que llegó hasta aquí. De alguna manera…

Se sostuvo al borde de la mesa para no desmoronarse. De pronto, incoherentemente, su cerebro de académico fue atravesado por un nuevo pensamiento: «Claro, lo que yo tenía que haber hecho es pasarle, por medio de una transfusión, toda la sangre de mis venas; transferirle sangre, claro, sangre de mis venas…», repetía mecánicamente hasta que otra idea repentina lo volvió violentamente en sí: «¡Pero no puedo dejar a mi hijita sola en esta noche de lluvia!», quiso ser un grito y sólo pudo ser un sollozo apagado saliéndole del pecho.

—Rosas, su último deseo fue un ramo de rosas… y ahora podré comprárselo, ya que gané un marco jugando al ajedrez… —revolvió otra vez en sus bolsillos y salió corriendo, olvidándose el sombrero, detrás de una última, pequeñísima quimera.

A la mañana siguiente lo hallaron sobre la tumba de su hija. Muerto. Con las manos profundamente metidas en la tierra. Se había cortado las venas y su sangre se había filtrado hasta llegar a la que yacía abajo.

Pero su rostro estaba iluminado por esa paz orgullosa que ninguna esperanza puede turbar.

AMADEO KNODLSEDER, EL INCORREGIBLE BUITRES DE LOS ALPES

—¡Knodlseder, hazte a un lado! —ordenó Andreas Humplmeier, el águila real, apoderándose bruscamente del trozo de carne que la mano dadivosa del guardián había arrojado a través de las rejas.

—Porquería de animal, ojalá se muera —protestaba indignadísimo el anciano buitre de los Alpes, que en los largos años de encierro se había vuelto terriblemente corto de vista y no podía soportar que se aprovecharan de una manera tan irrespetuosa de su inferioridad; voló hacia una de las barras y desde ahí escupió finalmente con la esperanza de dar en su adversario.

Pero Humplmeier no se turbó en absoluto; con la cabeza metida en un rincón devoró impasible la carne recién hurtada limitándose tan sólo a levantar despectivamente las plumas de su cola mientras se mofaba: —¡No te pongas belicoso, que te doy una cachetada!

¡Y esta ya era la tercera vez que Amadeo Knodlseder se quedaba sin cenar!

—¡Esto no puede seguir así —rezongaba cerrando los ojos para no tener que ver la sonrisa desvergonzada que le dirigía el marabú de la jaula vecina y que quietecito en su rincón aparentaba estar «dando gracias a Dios», una actividad a la que su condición de pájaro sagrado parecía obligarlo sin darle casi ningún descanso—, esto no puede seguir así!

Knodlseder dejó que los acontecimientos de las últimas semanas volvieran a sucederse en su memoria: tenía que reconocer que al principio la conducta indudablemente original del águila real le había causado cierta gracia; especialmente en aquella oportunidad en que a la jaula vecina habían traído dos pajarracos delgadísimos —zancudos igual que las cigüeñas— y tremendamente petulantes; cuando hicieron su entrada, el águila exclamó:

—¡Epa, epa, qué es esto! ¿Qué clase de bichos son?

—Somos grullas vírgenes —fue la respuesta.

—Para quien se lo quiera creer —había respondido el águila real para regocijo de todos los presentes; pero lástima que pronto el carácter zumbón de este muchacho también se volvió contra él, y fue así que un día se puso secretamente de acuerdo con un cuervo, que hasta entonces había sido un compañero bastante agradable, y aprovechando el hecho de que una niñera se había acercado imprudentemente al enrejado con su cochecito de bebé, le sustrajeron la goma de una de las ruedas; luego colocaron el caño de goma en el comedero de la jaula y el águila real había tenido el tupé de señalarlo con el pulgar diciendo:

—Amadeo, ahí tienes un chorizo. —Y él, que hasta el momento había sido el orgullo del Jardín Zoológico, él, el venerado buitre de los Alpes… se lo creyó: se apoderó del caño de goma y lo llevó en rápido vuelo hasta su barra, donde comenzó a tironear y tironear hasta que el caño se fue haciendo cada vez más largo y finito, rompiéndose por fin arrojándolo hacia atrás con violencia, de modo que, por primera vez en su vida, cayó al suelo provocándose una dolorosa torcedura en el cogote. Inconscientemente, Knodlseder se estaba tanteando ahora, al recordarlo, la parte lastimada. Y de nuevo lo acometió un ataque de furia, pero se dominó rápidamente para no darle al marabú la ocasión de una nueva burla. Echó una rápida mirada hacia abajo: no, por suerte el antipático animalejo no había notado nada y seguía tranquilamente hincado «dando gracias a Dios».

«Esta noche se concreta una huida», resolvió el buitre de los Alpes tras largo cavilar; «prefiero la libertad con su lucha por la vida, antes que permanecer un sólo día más con ese ser indigno». Un breve ensayo le confirmó que las bisagras de la puerta de la jaula seguían oxidadas —un secreto que ya conocía desde hace mucho tiempo y que guardaba celosamente para sí—, lo que facilitaba considerablemente sus planes.

Consultó su reloj de bolsillo: ¡Las nueve! ¡Pronto sería de noche!

Esperó una hora más y comenzó a empacar silenciosamente su maleta. Un camisón, tres pañuelos (se los acercó uno por uno a los ojos: ¿llevaban las iniciales A. K.?, sí, eran los suyos), su libro de misa con el trébol de cuatro hojas guardado cuidadosamente entre las gastadas páginas, y por fin —una lágrima nostálgica mojó sus párpados— el viejo y querido braguero, pintado amorosamente para simular un cuero de víbora, que su dulce madrecita le había regalado para Pascuas pocos días antes de que manos humanas lo secuestraran… y con el que tanto le había gustado jugar.

Bueno, ya estaba todo listo. La maleta cerrada y la llave bien guardada en su buche.

«Casi me convendría», pensaba Knodlseder, «esperar a que el señor Director me diera un certificado de buena conducta. Nunca se puede saber…»; pero desechó este pensamiento casi de inmediato; no sin razón, se dijo que a pesar de su proverbial ingenuidad, la dirección del Jardín Zoológico podría no estar de acuerdo con su partida. «No, creo que me conviene más dormir una horita.»

Ya estaba a punto de cobijar la cabeza bajo el ala, cuando lo sobresaltó un ruido sospechoso. Aguzó el oído. No era nada de importancia: el marabú, que secretamente era un gran adicto a los juegos de azar, estaba jugando al «par o impar bajo palabra de honor» consigo mismo a la tenue luz de la luna. Y lo hacía de la siguiente manera: tragaba un puñado de piedritas y volvía a escupir algunas: si el número que resultaba de esta operación era impar, había «ganado». El buitre de los Alpes lo estuvo observando durante un buen rato divirtiéndose de lo lindo al ver que el marabú perdía a cada rato, hasta que un nuevo ruido —proveniente esta vez de la construcción de cemento que embellecía el interior de la jaula— distrajo abruptamente su atención. Era un cuchicheo y estaba dirigido a él: «Pst, señor Knodlseder».

—¿Qué hay? —contestó el buitre de los Alpes con el mismo tono de voz y bajó volando suavemente de su barra.

Era un erizo, que si bien era un bávaro de nacimiento igual que el águila real, se diferenciaba fundamentalmente de éste por su carácter apacible y bonachón, enemigo declarado de las bromas pesadas.

—Usted está por huir —comenzó diciendo mientras señalaba la maleta. Por un instante el buitre de los Alpes pensó terminar con esta intromisión cerrando la boca del erizo para siempre —por pura cautela, se entiende—, pero la confiada mirada de su interlocutor lo desarmó por completo—. ¿Conoce usted bien los alrededores de Munich, señor Knodlseder?

—No —tuvo que reconocer sorprendido el buitre de los Alpes.

—Ya me parecía. Yo le puedo ser de utilidad. Bueno, primero: en cuanto salga, doble hacia la izquierda y se mantiene sobre su mano derecha. Después usted mismo se va a dar cuenta. Y después… —el erizo hizo una pausa para aspirar con admirable rapidez una pizquita de rapé—, y después sigue volando derechito para adelante. Y mucha suerte en el viaje, señor vecino —cerró el erizo su locución y desapareció.

Todo resultó a las mil maravillas. Antes de que amaneciera, Amadeo Knodlseder había logrado abrir silenciosamente la puerta de la jaula, y después de haberse apoderado del sombrerito tirolés y los tiradores bordados propiedad de Humplmeier, que a la sazón roncaba como un aserradero, tomó su maletita y ahuecó el ala puntualmente. Y aunque toda esta actividad logró sacar al marabú de su sueño siempre tan liviano, nada desagradable sucedió, ya que el muy beato se creyó nuevamente obligado a colocarse en su rincón para «dar gracias a Dios».

—¡Uf, cuánta chatura! —protestaba el buitre de los Alpes a la vista de la ciudad sumida en sueños, tal como se le mostraba a la primera luz rosada del día mientras volaba hacia el Sur— ¡y a esto lo llaman metrópolis del arte!

Acalorado por el esfuerzo desacostumbrado, pronto se sintió sediento, y al divisar un pueblito que le pareció simpático se decidió a bajar y regalarse con una buena medida de cerveza.

Comenzó a pasearse muy orondo por las calles dormidas. A esa hora parecía no haber ninguna taberna abierta. La única tienda que ofrecía una excepción a esta inactividad mortal era una cuyo cartel rezaba: «Almacén de Ramos Generales, de Bárbara Muschelknaus».

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