Murciélagos (13 page)

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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

BOOK: Murciélagos
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«V-I-V-O»
[2]
, o sea, «sigo viviendo», así me explicaron, cuando siendo aún muy pequeño, fui llevado por vez primera a visitar la tumba de mi abuelo; y el significado de esta inscripción quedó tan hondamente grabada en mi alma como si el mismo muerto la hubiese dictado desde su sepultura.

Vivo
—sigo viviendo—: ¡extraña inscripción para una lápida! Aún hoy llevo dentro de mí el eco de su sonido, y cada vez que pienso en ella me siento como aquel día en que supe por primera vez su significado: veo a mi abuelo —a quien no he llegado a conocer— yaciendo ahí abajo, intacto, las manos plegadas y los ojos abiertos e inmóviles, claros y transparentes como el cristal; como alguien que se mantiene incólume en el reino de la corrupción, aguardando paciente y serenamente el instante de su resurrección.

He visitado los cementerios de muchas ciudades, siempre llevado por el mismo propósito de volver a encontrar inscripta en alguna de sus lápidas la misma palabra, pero este deseo que secretamente guiaba mis pasos sólo se vio cumplido en dos oportunidades: —una en Danzig y la otra en Nüremberg—, y en ambos casos el nombre del muerto había sido borrado por la mano del tiempo, pero la palabra
«vivo»
se mantenía clara y fresca como si cada una de sus letras estuviera llena de vida.

Siempre había dado por sentado que mi abuelo —como ya lo había oído decir cuando era niño— no dejó una sola línea escrita por su mano, tanto más me sorprendió, pues, encontrar no hace mucho tiempo una serie de anotaciones de las que no me cabe la menor duda que son de su puño y letra, ocultas en un compartimento secreto de mi escritorio, una vieja reliquia de la familia que ahora, desde hace poco, me pertenece.

Estaban cuidadosamente ordenadas en una carpeta caratuladas con esta frase asombrosa: «¿Cómo habría de escapar un hombre a la muerte, a no ser que no espere nunca nada de nada?». Inmediatamente volvieron a resurgir ante mí las llameantes letras en cruz de la palabra
«vivo»
que me habían estado acompañando a lo largo de toda mi vida como una luz que de tanto en tanto se echaba a dormir para volver a despertar, siempre de nuevo, tanto en momentos de su sueño como de vigilia. Si hasta entonces había creído que podía ser casualidad que aquel
vivo
estuviese grabado en la lápida que cubría la tumba de mi abuelo —una inscripción que había dependido de la azarosa voluntad del sacerdote— estaba convencido ahora, después de leer la frase que encabezaba sus escritos, que debía tratarse de algo mucho más importante, cuyo significado signara tal vez toda su existencia.

Y lo que luego fui leyendo, página tras página, me iba convenciendo cada vez más.

Su contenido se refiere demasiado a circunstancias privadas como para darlo a conocer a un público totalmente extraño, de modo que me voy a limitar a mencionar solamente aquello que se relacione con los hechos que me llevaron a conocer a Johann Hermann Oberheit y con la visita que éste hiciera a las tempijuelas.

Como se puede entender a través de sus escritos, mi abuelo pertenecía a la sociedad de los «Hermanos de Filadelfia», una orden cuyos orígenes conducen hasta el antiguo Egipto y que tiene como fundador, dicen, al legendario Hermes Trimegisto. También estaban detalladamente explicados los «gestos» con que sus miembros se reconocían entre sí.

Aparecía muchísimas veces el nombre de Johann Hermann Oberheit, un químico muy amigo de mi abuelo y que debió haber vivido en Runkel; y como a la sazón yo estaba profundamente interesado en conocer más detalles acerca de la vida de mi antepasado y de la obscura filosofía que se desprendía de cada línea, decidí trasladarme a Runkel y averiguar allí mismo si era posible dar con algún descendiente del mencionado Oberheit o si existía una crónica familiar que pudiera consultar.

Uno no puede imaginarse nada más digno de haber salido de un ensueño que aquella ciudad diminuta que parece un trocito de la Edad Media enclavada al pie del castillo montañés de Runkelstein, que fuera residencia permanente de los príncipes von Wied, atravesada por sus callejuelas torcidas de empedrado jiboso, totalmente despreocupada del paso del tiempo.

En las primeras horas de la mañana me dirigí al pequeño cementerio, y toda mi juventud pareció revivir como por encanto mientras me encaminaba bajo los rayos del sol de un montículo florido a otro, leyendo mecánicamente los nombres de aquéllos que dormían para siempre debajo de las cruces.

De lejos pude reconocer la reluciente inscripción que adornaba la tumba de mi abuelo.

Delante de la misma estaba sentado un anciano de cabello totalmente blanco, sin barba, de rasgos muy marcados y el mentón apoyado en la empuñadura de marfil de su bastón, que me contemplaba con ojos particularmente vivaces, como alguien que comienza a reavivar un sinfín de recuerdos a la vista de un rostro conocido.

Vestia de un modo anticuado, casi al estilo
biedermeier
[3]
, con alzacuello tiesamente almidonado y ancha corbata de seda negra, lo que lo hacía parecer el retrato de su propio antepasado.

Quedé tan sorprendido por su aspecto anacrónico y absolutamente ajeno a nuestra época, y estaba, además, tan ensimismado a raíz de los recuerdos que el lugar me traía, que debo haber pronunciado en voz alta el nombre «Oberheit».

—Efectivamente, mi nombre es Johann Hermann Oberheit— dijo el anciano caballero sin demostrar el menor asombro.

Casi me quedo sin aliento, y lo que pude saber a través del diálogo que entablamos a continuación no me serviría para salir del estado de extrañeza en que me sentía envuelto, resulta ya de por sí extraño encontrarse con alguien que no aparenta ser mucho mayor que uno pero que ya lleva a sus espaldas un siglo y medio de vida; casi me siento como un jovenzuelo —a pesar de mis ya numerosas canas— cuando, mientras íbamos caminando, me hablaba de Napoleón y otras personalidades históricas, que él había conocido personalmente, como se habla de alguien que ha muerto hace poco.

—En la ciudad me toman por algo así como mi propio nieto —dijo señalando sonriente una lápida cuya fecha de muerte rezaba: 1798—; bueno, en realidad, yo debería estar enterrado aquí; le hice grabar esa fecha, porque no quiero ser admirado en público como un Matusalén moderno. La palabra
vivo
— agregó, como si hubiese podido leer mis pensamientos— será agregada recién cuando esté realmente muerto.

Pronto nos hicimos grandes amigos, y él insistió en que me hospedara en su casa.

Así transcurrió casi un mes, durante el cual nos quedábamos muchas, veces conversando hasta muy entrada la noche, pero siempre cambiaba de tema cuando yo insinuaba querer conocer el significado de la frase que servía de carátula a los escritos de mi abuelo: «Cómo habría de escapar un hombre a la muerte, a no ser que no espere nada de nada». Cierta noche, sin embargo, la última que pasábamos juntos (nuestra conversación trataba de los procesos a las brujas de la Antigüedad, y yo opinaba que debían haber sido mujeres histéricas), él me interrumpió bruscamente:

—¿Usted no cree que el hombre puede abandonar su cuerpo y volar, digamos, hasta una montaña?

Yo me limité a mover negativamente la cabeza.

—¿Quiere que le haga una demostración? —preguntó simplemente mirándome a los ojos.

—Estoy dispuesto a reconocer —traté a mi vez de suavizar la tensión que se había producido—, que mediante el uso de ciertos narcóticos las tales brujas entraban en un estado de éxtasis que les permitía creer a pie juntillas que volaban por los aires montadas en una escoba.

Pareció meditar mis palabras largo rato.

—Claro, diga yo lo que diga, usted seguirá pensando que todo no es más que el fruto de mi imaginación —observó muy quedamente, y se sumió otra vez en sus cavilaciones. De pronto se puso de pie y retiró un cuaderno de uno de los anaqueles de su biblioteca—. Pero tal vez le interese saber qué escribí en estas páginas cuando, hace años, hice el experimento. Debo agregar que por aquel entonces era todavía un hombre joven y lleno de ilusiones —en su mirada podía verse que había retrocedido con la mente a tiempos muy lejanos— que creía en eso que los hombres llaman vida, hasta que llegaron los golpes, uno tras otro: perdí aquello que uno más ama en esta tierra, mi mujer, mis hijos… todo. Fue entonces que el destino hizo que conociese a su abuelo, y él me enseñó a comprender qué son los deseos, qué es la espera, qué son las ilusiones, cómo se enmarañan entre sí y cómo hay que hacer para arrancarles la máscara a todos esos fantasmas. Nosotros les dimos el nombre de «tempijuelas», porque del mismo modo en que las sanguijuelas nos chupan la sangre, éstas nos chupan el tiempo, el verdadero jugo de la vida. Aquí, en esta misma habitación, fue que me enseñó a dar los primeros pasos en el camino por el cual se puede vencer a la muerte y triturar las víboras de la esperanza… Y a partir de entonces —pareció dudar por un instante—, sí, a partir de entonces fui como de madera, como el leño que no siente cuando se lo acaricia o cuando se lo parte con una sierra, ni cuando se lo arroja al fuego o al agua. Desde entonces he quedado vacío por dentro; desde entonces no necesité buscar consuelo. ¿Para qué habría de buscarlo? Yo sé: soy, y recién ahora vivo. Hay una diferencia muy sutil entre vivir y estar vivo.

—¡Usted lo expresa todo con tanta sencillez, siendo en realidad algo tan terrible! —lo interrumpí profundamente conmovido.

—Sólo lo parece —me tranquilizó con una sonrisa—, de la inmovilidad del corazón puede surgir un sentimiento de felicidad que usted ni se imagina. Es como una melodía muy dulce que canta «soy» y que una vez iniciada no podrá acallarse nunca más, ni en sueños ni cuando nuestros sentidos despiertan nuevamente a la realidad… ni con la muerte.

—¿Quiere que le diga por qué los hombres mueren tan temprano y no viven 1000 años, como los patriarcas de la Biblia? Porque son como esas verdes y tiernas hojas de un árbol que brotan raudamente con las lluvias de primavera… se olvidan que son parte de un tronco y por eso se caen con la llegada del otoño. Pero lo que en realidad quería contarle es cómo fue que por primera vez abandoné mi cuerpo.

»Existe una doctrina secreta y muy antigua, tan antigua como el género humano, que se ha ido transmitiendo de boca en boca hasta nuestros días, pero que sólo muy pocos conocen. Nos enseña los medios para cruzar los umbrales de la muerte sin perder el conocimiento, y aquél que lo logre, será de ahí en más dueño de sí mismo: habrá adquirido un yo nuevo, y lo que hasta entonces le pareció que era su yo se habrá convertido en un simple instrumento, del mismo modo que son nada más que instrumentos nuestros pies y nuestras manos.

»Cuando el espíritu recién descubierto se va, nuestro corazón y nuestro aliento se paralizan como los de cualquier cadáver, pero
nosotros
nos vamos con él como se fueron los israelitas de Egipto, y las aguas se abrirán a nuestro paso y permanecerán erguidas como muros de piedra. He tenido que ensayarlo muchas veces, sufriendo grandes tormentos hasta que por fin logré separarme de mi cuerpo. Al principio me sentía como si estuviese flotando, y era una sensación muy parecida a la que tenemos en sueños cuando creemos volar, quedaba con las rodillas encogidas y mi cuerpo se me antojaba algo extremadamente leve, pero de pronto fui arrastrado por una corriente negra que iba de Sur a Norte —en nuestro idioma la llamamos la corriente ascendente del Jordán—, y el rumor de sus aguas sonaba como a veces nos suena nuestra propia sangre en los oídos. Una multitud de voces exaltadas, cuyos dueños no podía ver, me instaban a que regresara, hasta que me acometió un fuerte temblor y el miedo me indujo a nadar hasta una roca que apareció ante mi vista. A la luz de la luna pude ver que en la costa había un ser de la contextura de un adolescente, totalmente desnudo y sin ninguno de los atributos del sexo; poseía un tercer ojo en medio de la frente, igual que Polifemo, y señalaba inmóvil tierra adentro.

»Luego caminé por entre espesos follajes, tomando por una senda muy lisa y muy blanca, a la que no podía sentir bajo mis pies, y cuando trataba de asir las ramas y las hojas que me rodeaban por doquier, entre éstas y mis dedos siempre se interponía una fina capa de aire imposible de atravesar. El contorno de las cosas que divisaba parecía blando, inconsistente y grotescamente agrandado. Pájaros jóvenes e implumes de mirada insolente, gordos e hinchados como patos cebados, se acurrucaban en un nido gigantesco y largaban agudos chillidos a mi paso; un cervatillo que apenas sabía caminar, pero del tamaño de un animal ya totalmente desarrollado, sentado pesadamente entre las hierbas, giró perezosamente la cabezota hacia mí.

»En cada ser que veía se podía percibir la misma pereza y pesadez.

»Paulatinamente fui comprendiendo dónde me encontraba: en un país que parecía el calco del nuestro, pero que era, sin embargo, totalmente diferente: era el reino de los sosias fantasmales que se nutren de la energía de sus semejantes terrenales, y en tanto saquean a sus arquetipos, van creciendo en la medida en que a los otros los consumen las esperas e ilusiones vagas; aguardando siempre la felicidad. Cuando en la tierra a un cachorro le matan a su madre y el desgraciado se queda esperando lleno de confianza que le alcancen alimentos… mientras se muere de hambre, en esta maldita isla de fantasmas nace su sosias y comienza a chuparle la poca savia que le queda: la fuerza que se agota en la esperanza adquiere aquí forma y se convierte en maleza, en plantas parásitas que brotan y crecen sin cesar… el suelo está preñado por la savia fertilizante del tiempo que se pierde en aguardar el cumplimiento de quimeras. Y al seguir caminando llegué a una ciudad que estaba llena de seres humanos, muchos de los cuales me eran conocidos en la tierra, de los cuales Podía recordar muy bien sus rostros demacrados y cansados a consecuencia de tantas esperanzas fracasadas, y podía recordarlos vencidos y agachados sin atinar a arrancar los vampiros de sus corazones —sus propios yos endemoniados—, que les chupaban el tiempo y la vida. Aquí podía verlos convertidos en monstruos hinchados como esponjas, panzones, con los ojos vidriosos perdidos entre los pliegues inflamados de su cara.

»Sobre la puerta de un negocio de lotería había un cartel que rezaba:

CASA FORTUNA

cada billete gana el premio mayor

y de allí salía una multitud apopléjica y sonriente, arrastrando detrás suyo sacos repletos de oro, hombres y mujeres que no eran otra cosa que los fantasmas grasientos y gelatinosos de todos aquellos que en la tierra vegetan aguardando los frutos del azar.

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