—Por lo general, sí —admitió cortésmente el conde du Chazal—. Pero con toda seguridad que no es ese el único motivo. A mi entender, lo esencial de la cuestión radica en que el hombre no representa nada más ni nada menos que un objeto semiacabado, destinado a convertirse también él en un mecanismo de relojería; como prueba de ello puede tomarse el hecho de que ciertos instintos nada marginales, como por ejemplo el que conduce a elegir la consorte adecuada a fin de mejorar la especie, se han visto relegados a la condición de procederes automatizados, que terminan por producir el milagro de que la máquina sea considerada su verdadero vástago y heredero, y bastardo el hijo de su carne.
»Si las mujeres se avinieran a parir bicicletas o pistolas de repetición en vez de niños, puede usted estar seguro de que ninguna se quedaría sin marido… Así es… En la edad de oro en que los hombres estaban menos evolucionados sólo creían en aquello en que era posible
pensar,
con el tiempo llegó la era en que sólo creían en lo que podían
comer
… en tanto que ahora llegan a la cumbre de la perfección creyendo solamente en la realidad de lo vendible.
»Dan por sentado, dado que el cuarto mandamiento dicta que se ha de honrar al padre y a la madre, que las máquinas que producen y alimentan con aceites de primera calidad, mientras que por su parte ellos se conforman con margarina, les van a retribuir con creces los esfuerzos que cuesta su creación, regalándolos con montones de dicha y prosperidad; pero mientras tanto parecen ignorar que también las máquinas pueden convertirse en hijos desagradecidos.
»En sus confiados delirios se conforman con pensar que las máquinas no son sino objetos muertos que de ningún modo están en condiciones de obrar por su propia cuenta y que pueden ser desechados en cuanto ya no se los necesita más… ¡¡¡Ah, se van a dar de narices!!!
»¿Ha observado usted alguna vez un cañón, mi estimadísimo? ¿Se atrevería usted a decir que ese también es un objeto "muerto"? ¡Yo le puedo asegurar que ni a un general lo cuidan tanto! Un general puede estar atacado de catarro y a nadie le importa un comino, pero a los cañones se los tapa bien tapaditos para que no se "oxiden" (que para ellos sería lo mismo que resfriarse) y se les coloca un sombrero para que no les llueva adentro.
»Está bien, podría argumentarse que los cañones sólo rugen cuando están repletos de pólvora y se ha dado señal de fuego, ¿pero acaso un tenor no empieza a chillar recién cuando se le da el pie y cuando está bien repleto de notas musicales? Vuelvo a repetirle: en todo el orbe no hay un solo objeto que esté realmente muerto.
—¿Pero nuestra querida patria, la luna, no es un cuerpo celeste muerto? —trinó tímidamente el doctor Haselmeyer.
—No está muerto —lo siguió adoctrinando el señor conde—, es solamente el rostro de la muerte. Es (cómo decirlo), la lente condensadora, que al igual que una linterna mágica que invierte los efectos vitales de los rayos de ese maldito y arrogante sol, embruja la aparente realidad mediante unas cuantas imágenes mentales de los seres vivientes, y hace crecer o florecer el fluido venenoso de la muerte en múltiples formas y manifestaciones. Es curioso (¿no le parece también a usted?) que de todos los astros sea justamente la luna la que más amor ha merecido por parte de los hombres; hasta los poetas le cantan —menos mal que tienen fama de videntes— y le brindan sus mejores suspiros y ojos en blanco, sin que a ninguno se le ocurra espantarse de sólo pensar que hace millones de años, mes a mes, un cadáver cósmico exangüe ronda la tierra. No cabe duda de que los perros son mucho más inteligentes… los negros más que ninguno… ya que a da vista de la luna esconden la cola y le aúllan.
—¿Pero, no me escribió usted recientemente, estimado conde, que las máquinas son criaturas que descienden directamente de la luna? ¿Cómo ha de entenderse semejante afirmación? —quiso saber el doctor Haselmeyer.
—Lo que sucede es que usted entendió mal —lo interrumpió el señor conde—. La luna no hizo más que preñar con su aliento venenoso el cerebro del hombre con ideas, y las máquinas son los vástagos visibles nacidos de ese proceso.
»El sol ha sembrado en el alma de los mortales el deseo de ser cada vez más ricos en placeres, legándoles también la maldición final de crear con el sudor de su frente obras perecederas y destruirlas después… pero la luna, fuente secreta de todas las formas, les enturbió tales deseos a través de un vidrio distorsionante, de modo que se perdieran en falsas imaginaciones y trasladaran hacia afuera, a lo palpable, lo que debieron haber contemplado desde adentro.
»Consecuencia de ello es que las máquinas se han convertido en cuerpos titánicos visibles, nacidos de la mente de héroes degenerados.
»Y dado que comprender o crear algo no significa otra cosa que dar al alma la forma de aquello que se ve o que se crea para convertirla en eso mismo, los hombres se encuentran desvalidos camino a transformarse poco a poco en máquinas también ellos, hasta que un día se verán desnudos y convertidos en un machacante mecanismo de reloj que ya no podrá pararse nunca más; o sea en aquello que siempre quisieron inventar: un triste
perpetuum mobile.
»Pero nosotros, los hermanos lunares, nos convertiremos entonces en los herederos del ser eterno, de la conciencia única e inalterable que nunca dice vivo sino soy, y que luego sabe: aunque el universo se desmorone yo perduro.
»Porque, si las formas no fuesen solamente sueños, ¿cómo sería posible que podamos cambiar en todo momento y según nuestra voluntad nuestro cuerpo por otro y aparecer entre los hombres con formas humanas, entre los fantasmas como sombras, entre los pensamientos como idea, gracias a nuestra secreta capacidad de desprendernos de nuestra propia forma como si fuesen un juguete elegido mediante un sueño? Como cuando una persona adormilada adquiere de pronto la conciencia de que está soñando y traslada el concepto engañoso del tiempo a un presente nuevo, dándole así al derrotero del sueño una dirección deseada por él: es
cuasi
como saltar con ambas piernas en la funda de un cuerpo nuevo, ya que sabemos muy bien que el cuerpo no es en el fondo otra cosa que un estado letárgico propio del éter, afectado por la ilusión del hermetismo… y que, en resumidas cuentas, es el único capaz de penetrar el todo…
—¡Excelentemente expresado! —festejaba el doctor con su dulce voz cantarina—; ¿pero por qué no hacer participar a los terráqueos de la dicha de la transfiguración? ¿Sería malo eso?
—¿Malo? ¡Sería algo de consecuencias imprevisibles! ¡Horroroso! —exclamó el señor conde—. ¡Imagínese usted: el hombre dotado con la capacidad de producir cultura en todo el cosmos!
»¿Se da cuenta del aspecto que tendría la luna a las dos semanas? En todos los cráteres construirían velódromos y alrededor un campo de regadío para desagotar las aguas de las cloacas.
»Suponiendo que antes no hayan tratado de imponer el arte dramático, cerrándole así para siempre el camino a todas las posibilidades vegetativas.
»¿O acaso usted está deseando que llegue el momento en que los planetas estén comunicados entre sí mediante líneas telefónicas para poder intercambiar informaciones bursátiles, o que las estrellas dobles de la vía láctea tengan que presentar partidas de matrimonio debidamente legalizadas? No, no, mi querido amigo, por ahora el universo tendrá que arreglárselas con la vieja rutina de siempre.
»Y pasando ahora a un tema más edificante: debo comunicarle, mi nunca bien estimado doctor, que ya se está acercando para usted el momento de menguar, digo, de viajar; será entonces, hasta más ver en lo del magistrado Wirtzigh, en agosto de 1914; que ahí será el comienzo del fin, y me imagino que vamos a festejar debidamente esta catástrofe de la humanidad, ¿o no?
Unos segundos antes de que el señor conde pronunciara las últimas palabras, yo ya me había metido nuevamente en mi librea para ir a ayudar al doctor Haselmeyer a empacar su maleta y acompañarlo hasta la puerta del castillo. Un instante después ya me hallaba apostado en el corredor. Pero, ¿qué veían mis ojos? el señor conde estaba totalmente solo al abandonar la biblioteca, y en la mano traía el jubón, los escarpines, el calzón de seda y el sombrero de copa del doctor Haselmeyer, en tanto que éste… había desaparecido. El señor conde se encaminó, cargado de ese modo insólito, y sin dirigirme una sola mirada, hasta su dormitorio cerrando la puerta detrás suyo.
Bien sé que una de las obligaciones de todo buen sirviente es la de no asombrarse de nada de lo que sus señores consideren correcto hacer, claro que no por eso me negué el derecho de mover dubitativamente la cabeza, como tampoco pude evitar que pasara un largo rato antes de que lograra conciliar el sueño.
Ahora voy a saltearme muchos años.
Han transcurrido monótonamente y quedaron anotados en mi memoria, amarillentos y llenos de polvo, como fragmentos de un viejo libro que habla de acontecimientos que alguna vez hemos leído con la mente afiebrada, de modo que apenas los hemos entendido y apenas si nos acordamos de ellos.
Pero hay una cosa que recuerdo con toda claridad: durante la primavera del año 1914 el señor conde me comunicó abruptamente:
—Dentro de pocos días saldré de viaje; a… a Mauritius —al decir estas palabras me miró muy fijo a los ojos— y deseo que entres al servicio de mi amigo el magistrado Peter Wirtzigh, en Wernstein junto al Inn. ¿Me has entendido bien, Gustav? Por lo demás, ya sabes que no tolero que me contradigan.
Yo incliné respetuosamente la cabeza y no dije una sola palabra.
Cierta mañana, y sin haber tomado ninguna de las medidas habituales en estos casos, el señor conde había abandonado el castillo; de lo que saqué en conclusión que ya no volvería a verlo más y que en la cama con dosel que él acostumbraba usar Para dormir, ahora dormiría otro.
Ese otro resultó ser, como me explicaron más tarde en Wernstein, el magistrado Peter Wirtzigh.
Cuando llegué a la propiedad del magistrado, desde donde se podían contemplar las aguas espumosas del Inn, que corría mucho más abajo, puse inmediatamente manos a la obra para sacar el contenido de las cajas y baúles que había traído conmigo y repartirlo en los armarios y cajones correspondientes.
Cuando estaba a punto de guardar una lámpara muy extraña y muy antigua que tenía la forma de una deidad japonesa transparente, sentada sobre sus propias piernas (la cabeza estaba constituida por una esfera de vidrio opalino), en cuyo interior se veía una serpiente, que movida por un mecanismo de reloj mantenía erguida la mecha con su boca, pude ver para mi espanto, en el momento mismo de abrir la puerta del armario gótico donde pensaba colocarla, que en el interior de éste colgaba el cadáver del doctor Sacrobosco Haselmeyer.
Del susto casi dejo caer la lámpara, pero por suerte pude reconocer a tiempo que se trataba solamente de las ropas del doctor y que lo demás había sido eso que llaman una ilusión óptica.
Sea como fuere, lo ocurrido me dejó muy impresionado y con la sensación de que algo terrible estaba por suceder; era como un presentimiento que no me abandonaba ni a sol ni a sombra aunque los meses siguientes transcurrieran en la mayor de las calmas.
A pesar de que el magistrado Wirtzigh era siempre muy bondadoso conmigo y de que su trato era por demás cordial, el hecho de que se pareciera tanto en tantas cosas al doctor Haselmeyer, hacía que cada vez que lo tenía delante de mi vista recordara —juro que me era imposible evitarlo— el episodio con el armario gótico. Su cara era tan redonda como la del doctor, pero un tanto… obscura para mi gusto —casi como la de un moro—; según él estos eran los resabios de una dolencia hepática parecida a la ictericia, sólo que en vez de tornarse amarillento, el paciente quedaba ennegrecido. Si uno se hallaba un poco alejado de él y en la habitación no había mucha luz, sucedía que no se podían distinguir sus rasgos, y la barba angosta y platinada que se extendía por debajo del mentón de oreja a oreja, se destacaba nítidamente de su rostro como si de ella emanara una tenue y espeluznante luz propia.
La rara ansiedad que constantemente pesaba sobre mí recién cedió cuando en el mes de agosto se supo la nueva del estallido de una terrible guerra.
Yo me acordé inmediatamente de lo que hacía años le había escuchado decir al señor conde acerca de una catástrofe que acechaba a la humanidad, y será por eso que me resultaba tan difícil unirme de buen grado a las manifestaciones hostiles de los lugareños hacia los países enemigos; a mí se me antojaba que detrás de todo eso se alzaba el odio de ciertas fuerzas naturales que manejaban a los hombres a su antojo como si fuesen marionetas.
El magistrado Wirtzigh permanecía totalmente inalterado, como alguien que ya había previsto todo con mucha anterioridad.
Fue recién el 4 de setiembre que yo noté en él una leve intranquilidad. Para esa fecha me llamó, y abriendo una puerta que hasta entonces siempre había permanecido cerrada, me condujo a un salón abovedado de paredes azules que tenía una sola ventana circular en el techo. De abajo de ésta y de manera que la luz le diera en forma directamente perpendicular, había una mesa redonda de cuarzo negro, ahuecada en el centro de modo tal que se formaba una suerte de batea. A su alrededor se hallaban colocadas cuatro sillas doradas finamente talladas.
—¿Ves este hueco? —dijo por fin el magistrado—, pues bien, quiero que esta noche, antes de que salga la luna, lo llenes con agua clara y fría del pozo. Espero visita que llega de Mauritius, y cuando oigas que te llamo, tomas la lámpara japonesa que tiene la serpiente adentro y la enciendes… espero que la mecha no arda demasiado —agregó como para sus adentros— y te colocas en el nicho aquél con ella en la mano, como quien sostiene una antorcha.
Ya hacía buen rato que era de noche; habían dado las once, las doce… y yo esperando.
Nadie podía haber entrado en la casa, eso lo sé con absoluta certeza, pues la puerta de calle estaba cerrada con llave y yo tenía que notar necesariamente si alguien la abría; pero hasta el momento no se había escuchado un solo ruido.
Alrededor reinaba un silencio de muerte, a tal punto, que el latido de mis sienes terminó por parecerme rumor de tormenta.
Por fin se hizo oír la voz del magistrado que me llamaba por mi nombre… como si el llamado viniera de muy lejos, o mejor dicho, como si su voz hubiese salido de mi propio corazón.
Con la lámpara —que apenas esparcía un leve resplandor— en la mano, y como mareado por una inexplicable somnolencia que antes nunca había conocido, me dirigí por el corredor en sombras hacia el salón de paredes azules y me paré en el nicho.