Murciélagos (6 page)

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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

BOOK: Murciélagos
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De tanto en tanto vuelve a hacer presa de él el temor de estar caminando —como aquella otra vez— en círculo… Todo bosque que conoce en el extranjero amenaza con convertirse en el parque
familiar,
detrás de cada muro puede hallarse su propia casa, las caras con que se cruza se parecen cada vez más a las de los criados y criadas de su juventud; se refugia en las iglesias, pernocta al aire libre, deambula detrás de procesiones, se emborracha en tabernas junto a prostitutas y ladrones, con el intento siempre de ocultarse de los ojos acechantes del destino para que nunca más lo pueda encontrar. Resuelve convertirse en monje: el abate del monasterio se escandaliza cuando oye su confesión y el nombre de su casta, sobre la que pesa la maldición de los Caballeros del Temple; se arroja de cabeza en el torbellino de la vida, pero ésta lo rechaza; sale en busca del diablo; el mal está en todas partes pero no le es imposible hallar a su instigador; lo busca en su propio yo, y en ese mismo instante su propio yo desaparece… sabe: tiene que estar en alguna parte ya que él no deja de sentirlo en ningún momento, aquél que busca es otro cada día, es como un arco iris que se deshace en el aire en cuanto trata de atraparlo con la mano.

Donde quiera que mire ve la sombra de la cruz de Satanás formada por cuatro piernas humanas que corren: en todas partes los seres procrean sin sentido, lo mismo crecen y sin sentido mueren; siente que el seno del que surge ese padecimiento interminable podría hallarse oculto detrás de ese molino de viento que se mueve eternamente, pero la ceniza en torno de la cual giran sus aspas permanece inasible para él, cual si fuere un mero punto geométrico.

Por el camino ve un fraile mendicante, Leonhard se le une; ora con él, ayuna con él y es casto como él; los años van cayendo como las cuentas de un rosario, nada cambia, ni por dentro ni por fuera, pero el sol parece más opaco.

Como siempre, a los pobres se les quita y a los ricos se les da; cuanto mayor la vehemencia con que mendiga pan, más son las piedras que le brinda el día… los cielos permanecen duros como el acero azul.

El viejo e indoblegable odio hacia ese enemigo invisible de los hombres que logra disponer de sus destinos, vuelve a estallar en Leonhard.

Escucha al fraile predicar acerca de la justicia y de los tormentos del infierno que sufren los condenados para siempre: le suena a canto de gallo endemoniado… lo oye encolerizarse contra la impía Orden del Temple, que habiendo sido quemado mil veces en la hoguera, mil veces alza —inmune a la muerte— su cabeza y se extiende —tenaz y secreto— por el mundo entero, continuando su existencia inacabable.

Es la primera vez que Leonhard se entera de algo más preciso sobre la fe de los templarios: tienen dos dioses, uno superior, alejado de los seres, y uno inferior, Satanás, que a cada hora vuelve a crear el universo para llenarlo cada vez con más horrores y hacerlo más abominable cada día, hasta que el mundo quede ahogado finalmente en su propia sangre; sobre esos dos dioses se alza un tercero— en Baphomet— un ídolo de cabeza dorada y tres semblantes.

Estas palabras se graban en él como si fuesen lenguas de fuego las que hablaran.

Le es imposible poder llegar hasta las profundidades sobre las que el sentido de tales palabras se tiende como una oscilante alfombra de musgo, pero sabe —siente— con certeza inquebrantable, que este es el único camino que debe seguir para escapar de sí mismo: el Orden del Temple le tiende los brazos… es la herencia de los antepasados a la que ningún hombre puede sustraerse.

Abandona al monje.

Otra vez lo rodean las legiones de muertos que le gritan un nombre hasta que sus propios labios lo repiten y él logra entenderlo —sílaba por sílaba— tal como lo pronunciara su boca… es como si naciera, igual que un árbol, desde el fondo de su corazón, un nombre que le resulta totalmente extraño y que, no obstante, está íntimamente ligado con todo su ser, un nombre que viste de púrpura y lleva corona, que lo obliga a repetirselo a sí mismo constantemente en voz baja, del que no se puede defender, cuyo ritmo: Ja-co-bo-de-Vi-tria-co marca el paso de sus pies caminando sobre el suelo.

Poco a poco ese nombre se convierte para él en una suerte de guía fantasmal que lo precede, ora como legendario Gran Maestre de los Caballeros del Temple, ora como una informe voz interior.

Del mismo modo en que una piedra lanzada al aire cambia de pronto su recorrido para caer al suelo con velocidad creciente, así, de súbito, ese nombre significa para Leonhard un cambio de todos sus deseos, y es entonces que lo comienza a devorar, la poderosa, inexplicable necesidad de conocer a su dueño, y es al cumplimiento de ese único deseo ineludible que ahora se dirigen todos sus pensamientos, todas sus acciones.

A veces podría jurar que el nombre le resulta totalmente nuevo, hasta que poco más tarde cree recordar con toda claridad que lo ha encontrado escrito en un libro de su padre, donde figura como cabeza suprema de la Orden; de nada sirve que se repita una y otra vez que es inútil preguntar en esta tierra por el Gran Maestro de Vitriaco, quien debió pertenecer a otro siglo y sus huesos deben estar pudriéndose desde hace mucho en una fosa; pero la razón ya no tiene poder alguno sobre el ansia de encontrar: la cruz de las cuatro piernas se adelanta a su paso corriendo, invisible, y lo arrastra tras él.

Busca en los archivos nobiliarios de los ayuntamientos, pregunta a los entendidos en heráldica, a nadie encuentra que conozca el nombre.

Finalmente, en la biblioteca de un monasterio da con el mismo libro de su padre, lo lee página por página, línea por línea: el nombre Vitriaco no se encuentra en él.

Ahora duda de su propia memoria, todo su pasado oscila; pero el nombre Vitriaco queda, como único punto fijo, firme como una roca.

Ha resuelto desalojarlo para siempre de su mente, se fija una ciudad determinada como meta y al otro día oye un llamado que le llega de otra parte, de un lugar cualquiera, y que suena vagamente como Vi-tria-co, y sus pasos se apartan del camino inicial y toman otra calle; una torre de iglesia en el horizonte, la sombra de un árbol, el brazo de un indicador de millas, todo se convierte, por donde quiera imponerse a sí mismo la obligación de dudar, en el dedo que guía su marcha hacia el lugar en que vive el misterioso Gran Maestre de Vitriaco.

En una posada conoce a un curandero ambulante y comienza a alentar la vaga esperanza de que pueda tratarse de la persona que anda buscando, pero el curandero se hace llamar… doctor Schrepfer. Es un hombre con pequeños y brillantes dientes de conejo, tez obscura y ojos vivaces, y parece no haber nada en la tierra que él no sepa, ningún lugar que él no conozca, ningún pensamiento que no adivine, ningún corazón cuyos abismos más profundos no pueda sondear, ninguna enfermedad que no pueda curar, ninguna lengua que calle cuándo él dispone que hable, ninguna moneda que no se halle a su alcance.

Las muchachas se agolpan a su alrededor para que les prediga el futuro por medio de las cartas o las líneas de las manos; todos enmudecen cuando les adivina el pasado y se alejan en silencio arrastrando los pies.

Leonhard permanece toda la noche a su lado bebiendo; en su ebriedad lo asalta por momentos la idea de que no es un ser humano el que se encuentra sentado frente a él. Por instantes sus rasgos se borran hasta que no se ve más que el brillo de los dientes y detrás de éstos se van formando palabras que son por momentos como el eco de lo que él mismo está diciendo… cuando no una respuesta a preguntas aún no formuladas.

Parecería que el hombre pudiera leer sus deseos más íntimos: siempre lleva la conversación más intrascendente al tema de los templarios. Leonhard quiere sonsacarle si sabe algo de un tal Vitriaco, pero todas las veces, a último momento, cuando casi ya es demasiado tarde, lo detiene una profunda sensación de desconfianza y el nombre se quiebra entre sus labios.

Siguen viaje juntos, adonde el azar los vaya llevando, de una romería a otra.

El doctor Schrepfer come fuego, traga sables, convierte agua en vino, se atraviesa la lengua con dagas sin derramar una sola gota de sangre, cura delirios, cicatriza llagas, convoca fantasmas, embruja a hombres y animales.

Leonhard no pierde de vista el hecho de que el hombre es un embustero, que no sabe leer ni escribir pero, sin embargo, realiza milagros; los paralíticos arrojan sus muletas y bailan, las parturientas dan a luz en cuanto sienten el contacto de su mano, los ataques de epilepsia cesan, las ratas salen corriendo en bandadas de las casas y se arrojan al agua. Leonhard no puede separarse de él, está bajo su hechizo y aún se cree libre.

Apenas la esperanza de que este hombre lo llevará hasta el Gran Maestre Vitriaco amenaza extinguirse, la vuelve a reavivar una palabra cualquiera que parece ocultar un doble sentido, y otra vez las cadenas quedan echadas.

Todo lo que el saltimbanqui dice suena como una discrepancia: rechaza a la gente con violencia y así logra ayudarla; miente y sus palabras albergan la mayor de las verdades; dice la verdad, y tras ella se asoma burlona la mentira; fantasea sin el menor sentido y sus palabras se convierten en profecías; predice cosas que, según él, le dictan las estrellas: se cumplen, aunque de astrología no sepa absolutamente nada; prepara medicinas de yerbas totalmente inocuas: producen el resultado prometido; se ríe de los crédulos y es más supersticioso que una vieja campesina; se burla de los crucifijos y se santigua cuando un gato negro se cruza en su camino, cuando le hacen preguntas las contesta insolentemente con las mismas palabras de su interlocutor, y en su boca se convierten en las respuestas que dan exactamente en el clavo.

Leonhard observa con creciente asombro que en este instrumento terrenal se revela una maravillosa fuerza; poco a poco cree adivinar la clave del misterio: si se limita a ver solamente al mentiroso, todo lo que oye de sus labios se vuelve un disparatado devaneo, pero si uno se vuelve hacia esa fuerza invisible que se refleja en el doctor Schrepfer como los rayos del sol en un charco, el curandero charlatán se convierte de inmediato en un vocero y de su boca pugnan por brotar fuentes de la verdad más viva.

Leonhard se arriesga a hacer una tentativa, se sobrepone a su desconfianza, pregunta al hombre sin mirarlo a la cara —como si se dirigiera a las nubes violetas y purpúreas del atardecer— si conoce el nombre de Jacobo de…

«Vitriaco», complementa el otro la pregunta, y se queda callado como sumido en éxtasis, hace una profunda reverencia hacia Occidente, adopta una expresión solemne y declama en voz baja y temblorosa que ha llegado por fin la hora de la resurrección, que él mismo es un templario cuya misión consiste en indicar, a los que van tanteando a través de las intrincadas sendas de la vida, aquella que conduce hacia el Maestro. Describe con un aluvión de palabras las maravillas que aguardan a los elegidos, el resplandor que rodea los rostros de los hermanos y los libera de todo remordimiento, contrición o penitencia, venga del incesto o de cualquier otro pecado, convirtiéndolos en cabezas de
Jano,
con sus miradas puestas en dos mundos, de eternidad en eternidad, testigos inmortales del más acá y del más allá… cual dos gigantescos peces escapados para siempre de la red de la temporalidad, que nadan en el océano de la existencia, inmortales, acá y allá, hasta la eternidad.

Luego señala extasiado las cimas azuladas de una cadena de montañas que se dibujan en el horizonte: allí adentro, en las mismas profundidades de la tierra, rodeado por altísimas columnas, se alza el santuario del orden del Temple, construido de dólmenes, donde una sola vez por año, en medio de las sombras de la noche, se reúnen los discípulos de la cruz de
Baphomet…
los elegidos del dios inferior que rige a los seres, tritura a los débiles y eleva a los fuertes a la condición de hijos suyos. Sólo quien sea un verdadero caballero, un sacrílego de la cabeza a los pies, bautizado en las llamas de la insurrección espiritual, y no uno de aquellos que retroceden gimoteando temblorosos ante el pecado mortal y que se castran sin cesar con el cuento del Espíritu Santo, que en resumidas cuentas también es su propio yo, puede aspirar a la reconciliación con Satanás —el único ungido entre todos los dioses—, sin la cual no se puede aspirar nunca a salvar la desavenencia entre el deseo y el designio.

Leonhard escucha todo este discurso ampuloso con un sabor desagradable en la boca; de estas fantasías falaces se desprende algo monstruoso: allá en medio de un bosque de tierras alemanas existiría un templo oculto… pero el tono fanático que vibra en aquellas palabras acalla sus propios pensamientos cual el sonido ensordecedor de un órgano, deja que de él sea lo que el doctor Schrepfer disponga, se quita los zapatos, juntos encienden un fuego, las chispas salpican la obscuridad de la noche de verano, bebe de un tazón el repulsivo brebaje que el otro le prepara con quién sabe qué yerbas para purificarlo.

«¡Lucifer, tú que padeces injusticias, yo te saludo!», tal es el santo y seña que debe recordar. Leonhard escucha las frases; las sílabas le parecen estar extrañamente separadas, dispersas como pilares de piedra, algunas le suenan muy lejanas, otras, en cambio, parecen estar casi pegadas a su oído; de pronto dejan de ser meros nidos, se convierten en columnas y forman galerías… con la misma naturalidad con que en sueños las cosas se nos antojan capaces de convertirse unas en otras, siendo absorbidas a veces las más grandes por las mucho más pequeñas.

El curandero lo toma de la mano, caminan —según parece— durante un largo, largo trecho… a Leonhard le arden las plantas de los pies, siente como los terrones de tierra se van deshaciendo bajo el peso de su cuerpo.

Entre las sombras de la noche, las elevaciones del terreno se funden en figuras suaves y esponjosas.

Momentos de duda se alternan sucesivamente con otros de confianza inquebrantable, es como la certeza de que algo de cierto debe esconderse detrás de las palabras de su guía… y es ella la que finalmente gana la batalla.

Luego vienen momentos de extraña exaltación, tras los que —cada vez que tropezando con alguna piedra— retoma el curso de la realidad, su cuerpo avanza como guiado por un antiguo sueño; el sobresalto producido queda olvidado de inmediato, y entre cada despertar se intercalan períodos vacíos y larguísimos que expulsan del presente todos sus recelos para darles cabida en época de un pasado muy lejano.

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