Murciélagos (15 page)

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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

BOOK: Murciélagos
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Me arranqué con violencia de ese adormecimiento paralizante que había hecho presa de mis sentidos, obligándome a prestar atención al relato de Radspieller, cuyo comienzo todavía despertaba en mí extraños ecos.

En esos momentos sostenía en la mano la sonda de cobre haciéndola girar de tal manera que sus destellos brillaran a la luz de la lámpara, y mientras tanto iba diciendo:

—Ustedes, apasionados de la pesca, afirman que es sumamente excitante sentir que al otro extremo del cordel, que después de todo nunca sobrepasa las 200 yardas, se ha enganchado un pez muy grande, y con gran expectación aguardan a que el monstruo aparezca en la superficie y les eche agua a la cara. Pero ahora imagínense esa misma sensación multiplicada por mil, y tal vez comprendan qué sentí yo cuando este trozo de metal me avisó por fin: he tocado fondo. Para mí fue lo mismo que si mi mano acabara de llamar a una puerta… Este es el fin de un trabajo que duró decenios —agregó en voz baja, como para sí, y de su voz parecía desprenderse una pregunta temerosa: «¿qué haré mañana?»

—Y no es poco lo que para la ciencia significa el haber sondeado el punto de mayor profundidad sobre la tierra —intervino el botánico Eshcuid.

—¡Ciencia… para la ciencia! —repetia Radspieller como ausente, mientras nos contemplaba, uno a uno—: ¡Qué me importa a mí la ciencia! —le espetó.

Acto seguido se puso de pie apresuradamente.

Y comenzó a pasearse por la habitación.

—A usted la ciencia le importa tan poco como a mí, profesor —le dijo a Eshcuid, y sonó como una interpelación—. ¿Por qué no llama a las cosas por su nombre? Para nosotros la ciencia no es más que un pretexto para hacer algo, cualquier cosa, no importa qué; la vida, la terrible, despiadada vida, ha marchitado nuestras almas, nos ha robado nuestro propio yo, y entonces, para no estar gritando siempre de dolor, andamos detrás de caprichos pueriles para olvidar lo que perdimos. Para olvidar, nada más que para eso. ¡No nos engañemos más a nosotros mismos!

Todos permanecíamos callados.

—Pero a ello hay que agregarle otro sentido más —de pronto pareció invadirlo una inquietud casi salvaje—; me refiero a nuestros caprichos. Lo he ido viendo muy poco a poco: una suerte de instinto mental me dice que cada acto que realizamos posee un doble sentido mágico. Lo cierto es que no podemos hacer nada que no sea mágico… Yo sé muy bien cuál es la causa por la que he estado sondeando ascuas durante casi la mitad de mi vida. Y también sé qué significado tiene que por fin haya logrado llegar al fondo, comunicándome así mediante un cordel muy largo y muy fino y a través de todos los torbellinos, con un reino al cual no podrán llegar los rayos de este sol maldito cuyo mayor placer es dejar morir de sed a sus criaturas. Lo que realicé hoy no deja de constituir un acontecimiento externo e intrascendente, pero a cualquiera que sepa ver e interpretar lo que hay detrás de las cosas más simples, le basta con la sombra informe que se dibuja contra la pared para saber quién se ha puesto delante de la lámpara —ahora me sonreía con mal disimulada sorna—, y a usted le voy a explicar en muy pocas palabras qué importancia adquiere en mi interior este acontecimiento exterior: finalmente he podido hallar lo que estaba buscando, de aquí en más estaré inmunizado para siempre contra las serpientes venenosas de la fe y la esperanza que sólo pueden vivir en la claridad; lo he sentido así con el brinco que dio mi corazón cuando hoy pude ver cumplida mi voluntad al tocar el fondo del lago con mi sonda de cobre. Un acontecimiento exterior e intrascendente me acaba de mostrar su cara interior.

—¿Tan trágicas fueron las cosas que le ocurrieron en la vida, es decir, durante el tiempo en el que fue eclesiástico? —preguntó Mr. Finch, agregando muy despacio, casi murmurando—: ¿Cómo se explicaría si no que su alma haya quedado tan malherida?

Radspieller no respondió y parecía estar viendo un cuadro recién surgido ante su vista; luego se sentó nuevamente junto a la mesa, posó su mirada en los rayos de luna que atravesaban la ventana y comenzó su relato como un sonámbulo, casi sin tomar aliento:

—Nunca fui eclesiástico, pero ya desde muy joven había algo en mí, una ansiedad obscura y potente que me alejaba de las cosas terrenales. He vivido horas en que el rostro de la naturaleza se transformaba ante mis ojos en la máscara siniestra del diablo, en tanto que las montañas, el agua, el cielo, todo el paisaje e incluso mi propio cuerpo me parecieron ser los muros insalvables de una cárcel. A ningún niño lo va a impresionar demasiado que una nube pasajera arroje fugazmente su sombra sobre una pradera iluminada por el sol, pero a mí ya me acometía en aquel entonces un terror paralizante y me parecía que una mano invisible y violenta me estaba arrancando una venda de los ojos, permitiéndome ver hasta lo más profundo de ese mundo secreto y tormentoso habitado por millones de minúsculos seres vivientes, que ocultos tras las briznas y raíces de las yerbas, se destrozaban mutuamente movidos por el odio.

»Tal vez sólo se tratase de una insania hereditaria —mi padre murió sumido en el delirio religioso— que me impedía ver a la tierra de otro modo que no fuese como a una cueva de bandidos inundada de sangre.

»Poco a poco toda mi vida se fue convirtiendo en el tormento constante de sentir que mi alma se moría de sed. No podía dormir ni pensar, y tanto de día como de noche mis labios formaban temblando y sin parar, mecánicamente, siempre la misma frase: ¡Sálvanos de todo mal!… hasta, que un día la debilidad me venció y perdí el conocimiento.

»En el valle en que he nacido existe una secta religiosa llamada por todos «los Hermanos Azules», cuyos miembros, cuando sienten que su fin está cercano, se hacen enterrar vivos. Todavía puede verse el convento que mandaron construir y el escudo de piedra esculpido sobre la entrada principal: un acónito formado por cinco pétalos azules, de los cuales el superior se asemeja a una capucha de monje: el
aconitum napellus,
más conocido por «matalobos azul».

»Yo era un hombre muy joven cuando busqué refugio en esa orden… y casi un anciano cuando la abandoné.

»Detrás de los muros del convento hay un jardín en el que durante el verano florece un cantero repleto de esas flores azules de la muerte, y los monjes lo riegan con la sangre derramada por las heridas que ellos mismos se producen. Cada uno tiene la obligación, al quedar incorporado a la comunidad, de plantar una de esas plantas, que al igual que en la ceremonia bautismal, recibe el nombre cristiano de quien la plantó.

»La mía se llamó Hieronymus y bebió de mi sangre mientras yo mismo me consumía durante años rogando en vano que se cumpliera el milagro de que el «jardinero invisible» regara las raíces de mi vida con una sola gota de agua.

»El contenido simbólico de este bautismo de sangre consiste en que el hombre plante mágicamente su alma en el jardín del Paraíso y que la fertilice con la sangre de sus deseos.

»Dice la leyenda, que sobre el sepulcro del fundador de aquella secta de ascetas, el también legendario cardenal Napellus, creció en una sola noche de luna llena uno de esos matalobos azules de una altura similar a la de un hombre: y que estaba totalmente cubierto de flores: y que cuando abrieron nuevamente la tumba, el cadáver había desaparecido. Se supuso por lo tanto que aquel santo varón se había convertido en esa planta y que de ella, la primera en el mundo, proceden todas las demás.

»Cuando en el otoño las flores se marchitaban, nosotros recolectábamos sus semillas venenosas muy similares a pequeños corazones humanos y que, según la doctrina secreta de los Hermanos Azules, son el «grano de mostaza» de la fe; quien la posee puede mover montañas, motivo por el cual… nosotros las comíamos.

»Y del mismo modo en que un veneno muy fuerte puede alterar el corazón de un hombre colocándolo entre la vida y la muerte, así se esperaba que la esencia de la fe transformara nuestra sangre y se convirtiera en fuerza milagrosa en horas de miedo mortal y maravilloso éxtasis.

»Pero yo logré llegar con la sonda de mi conocimiento a profundidades mucho mayores que esas milagrosas metáforas, di un paso más allá y pude enfrentarme con la cuestión cara a cara: ¿Qué sucederá con mi sangre cuando haya quedado preñada por el veneno de la flor azul? Y entonces las cosas a mi alrededor cobraron vida, hasta las piedras al borde del camino me gritaron con mil voces diferentes: Una y otra vez, con el retorno de cada primavera, será vertida para que crezca una nueva planta venenosa que llevará tu propio nombre.

»Y a partir de ese mismo instante pude despojar de su máscara al vampiro que había estado alimentando dentro mío y me sentí presa de un odio inextinguible. Salí al jardín y con mis pies hundí en el suelo la planta que me había robado mi nombre Hieronymus y que se había cebado con mi propia vida.

»De ahí en adelante mi vida pareció estar sembrada de acontecimientos milagrosos.

»Aquella misma noche tuve una visión: se me apareció el cardenal Napellus, llevando en la mano —con los dedos en la misma posición de quien transporta una vela— el acónito azul con su flor de cinco pétalos. Sus rasgos eran los de un cadáver, sólo en su mirada brillaba indestructible la vida.

»Se parecía tanto a mí mismo que creí verme ante mi propio rostro, al punto de tocarme espantado la cara como quien insiste en querer comprobar la existencia del brazo que le acaba de ser arrancado por una explosión…

»Luego me llegué hasta el refectorio y encendido por mi odio violé el armario —que según había oído decir, contenía las reliquias del cardenal Napellus— con el firme propósito de destruirlas.

»Pero sólo encontré ese globo terráqueo que ven allí en la repisa. —Radspieller se levantó, fue a buscar el globo y lo colocó sobre la mesa, prosiguiendo luego su relato: —Lo llevé conmigo al huir del convento para hacerlo añicos y para que así no quedara nada de lo que alguna vez perteneciera al fundador de aquella secta.

»Más tarde cambié de idea y pensé que le haría sentir mucho más mi desprecio por él y su reliquia si la vendía y regalaba el dinero a una prostituta.

»Y así lo hice en cuanto se me presentó la ocasión.

»Desde entonces han pasado muchos años, pero yo no he dejado de pensar ni un solo minuto rastreando siempre las raíces invisibles de aquél otro acónito que envenena la sangre y los corazones de toda la humanidad, para poder arrancarlas de cuajo de mi propio corazón. Y como ya les dije al comenzar este relato, desde el momento mismo en que desperté a la claridad, fui tropezando con un milagro tras otro; pero yo me mantuve firme: ya no hubo fuego fatuo que me pudiera hacer volver al lodazal.

»Cuando comencé a coleccionar antigüedades… todo lo que ustedes pueden ver en esta habitación proviene de aquella época de mi vida… me topé con diversos objetos que me hicieron recordar los obscuros ritos de origen gnóstico y del siglo de los camisardos; incluso el anillo de zafiros que llevo en este dedo —que tiene grabado el mismo acónito que sirve de emblema a los Hermanos Azules— llegó a mis manos casualmente mientras revisaba la tienda de un vendedor de alhajas antiguas… y les aseguro que no despertó en mí ni los más remotos ecos de una emoción. Y el día en que un amigo me trajo de regalo este globo —el mismo que robé de un convento para luego venderlo y regalar el dinero obtenido, la reliquia del cardenal Napellus—, bueno, ese día no pude menos que reírme de esta amenaza pueril que parecía provenir de un azar absurdo y necio.

»No, hasta aquí, donde el aire es claro y transparente, ya no ha de llegarme nunca más el veneno de la fe y la esperanza; en estas alturas, donde sólo reinan los ventisqueros, el acónito azul no podrá crecer jamás. En mí tomó cuerpo la verdad con un sentido nuevo a través del viejo adagio: «Quien quiera sondear las profundidades debe vivir en las alturas».

»Es por eso que no quiero bajar nunca más a ningún valle. Ahora he sanado; y aunque todos los milagros de los mundos angélicos me fuesen regalados, yo los arrojaría de mí como inservibles baratijas. Que el acónito azul siga siendo un medicamento ponzoñoso para los enfermos del corazón y los débiles habitantes de los valles; yo quiero vivir aquí arriba y morir a la vista de la rígida ley diamantina de las necesidades vitales inalterables, luz que no puede ser quebrada por ningún fantasma demoníaco. Yo seguiré sondeando y sondeando, sin meta y sin añoranza, alegre como un niño al que le basta con el juego y que aún no está apestado por la mentira según la cual la vida tiene objetivos más profundos; seguiré sondeando y sondeando… pero cada vez que logre tocar fondo se alzará en mí un grito de júbilo: siempre, siempre es tierra lo que toco, y nada más que tierra… esa orgullosa tierra que rechaza fríamente la traicionera luz del sol para devolverla al éter; la tierra que se mantiene fiel a sí misma por dentro y por fuera; del mismo modo que este globo terráqueo, la última triste herencia del gran cardenal Napellus, seguirá siendo siempre un tonto pedazo de madera, por fuera y por dentro.

»Y las negras fauces del lago me lo dirán siempre de nuevo: sobre la costra de la tierra siguen creciendo —nutridos por el sol— venenos espantosos, pero en su interior los abismos y los grandes precipicios permanecen inmunes, las profundidades se mantienen puras. —El rostro de Radspieller estaba desencajado a causa de la emoción que lo embargaba y su enfático discurso se quebró; ahora daba rienda suelta a su rencor. —Si yo pudiera expresar un único deseo y esperar que éste se cumpliera —gritó casi apretando los puños—, desearía poder llegar con mi sonda hasta el centro mismo de la tierra, para poder gritarlo luego y que el mundo entero me escuchara: ¡Miren, miren: tierra y nada más que tierra!

Nosotros levantamos la vista, asombrados por el repentino silencio que siguió al estallido.

Ahora estaba en pie delante de la ventana.

El botánico Eshcuid había sacado su lupa y se agachaba sobre el globo terráqueo; enseguida dijo en voz bien alta, como para disipar el malestar que entre todos nosotros habían despertado las últimas palabras de Radspieller:

—Esta reliquia debe ser una falsificación y provenir, si no me equivoco demasiado, de este mismo siglo; aquí están señalados —y puso el dedo sobre América— los cinco continentes.

Por más que esta frase haya sido dicha en un tono totalmente neutro y desapasionado, no logró quebrar la atmósfera deprimente en la que todos habíamos quedado aprisionados, y que se volvía más densa y amenazante según pasaban los segundos hasta convertirse en indisimulable angustia.

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