El buitre de los Alpes se detuvo delante del abigarrado escaparate y lo estudió con atención: de pronto cruzó por su cerebro un pensamiento luminoso. Abrió la puerta de la tienda y entró muy decidido.
Durante la noche anterior ya lo había estado atormentando el problema de cómo ganarse la vida una vez que estuviera afuera. ¿Andar volando por ahí en busca de un botín? ¿Con esta vista que ya no me sirve para nada? ¿Probar qué tal me va con la fabricación de guano? Humm, para eso se necesita en primer término, comer, y comer mucho:
ex nihilo nihü fit;
pero ahora, súbitamente, se le abría un camino nuevo.
—¡Cielos, qué animalejo más repulsivo! —chilló la vieja señora Muschelknaus al contemplar el primer cliente de la jornada; pero se tranquilizó muy pronto cuando Amadeo Knodlseder, tras palmearle cariñosamente las mejillas, le dio a entender con palabras cuidadosamente escogidas que necesitaba completar su equipaje con una colección de corbatas de muy buen gusto, como las que están expuestas en el escaparate.
Conquistada por el comportamiento tan educado y tan jovial del buitre de los Alpes, la vieja comenzó a apilar con diligencia docenas de corbatas sobre el mostrador.
Y al «distinguido caballero» le gustaban todas, tanto es así que pidió que se las fuera acomodando en una caja de cartón, sin discutir el precio. Con respecto a la más cara de todas, una color rojo fuego, sólo comentó que quería llevarla puesta, y mirando a la dueña con ojos soñadores le rogó que se la atara alrededor de su flaco cuello; mientras ella así lo hacía, él canturreaba:
Un beso ardiente de tu boca de rosa
me recuerda
aquellos rojos amaneceres, hurra;
hurra, hurra, hurra.
—Vaya, qué bien le queda —exclamó feliz la vieja—. ¡Pero si parece un verdadero (picapleitos de parranda, casi se le escapa)… duque!
—Bueno, ahora, y si no le ocasiona demasiadas molestias, le pediría un vaso de agua fresca —trinó el buitre de los Alpes.
Casi loca de contento, la pobre salió corriendo hacia las habitaciones traseras de la casa; y apenas hubo desaparecido de la vista, Amadeo Knodlseder tomó la caja de cartón, salió como disparado de la tienda y en menos de un minuto ya se hallaba flotando por los aires rumbo al azul del cielo. Y aunque pronto se hicieron oír los improperios lanzados a viva voz por la tendera, el desalmado no sintió el menor remordimiento; con la maleta en la izquierda y la caja de cartón bien sujeta entre las garras de la derecha, siguió tranquilamente su camino a través del éter.
Recién a altas horas de la tarde —los rayos del sol poniente se aprestaban ya a dar el beso de despedida a las sonrosadas cumbres de los Alpes—, condujo su raudo vuelo hacia abajo. Los aromas balsámicos del terruño abanicaban mimosos su rostro y su vista se perdía embriagada en el paisaje.
De las verdes praderas se elevaba melodioso el melancólico cantar de los pastores, acompañado por el argentino tintinear de las manadas. Guiado por el instinto certero de un hijo de los aires, Amadeo Knodlseder descubrió bien pronto, para su enorme regocijo, que un destino benévolo había conducido su vuelo hasta las cercanías de una próspera aldea de lirones.
Y si bien es cierto que apenas avistado el peligroso visitante, los lugareños corrieron a buscar la protección de sus hogares, sus temores se aquietaron casi tan rápidamente como habían surgido al observar que Knodlseder no sólo no le tocó ni un sólo pelo a un lirón muy viejito que no había podido huir a tiempo y que se dirigía al comercio de granos que había en la localidad, sino que se inclinaba respetuosamente ante él, quitándose el sombrero, para preguntarle si no le podría recomendar una buena posada con precios razonables.
—A juzgar por su acento usted no es de aquí, ¿verdad? —dijo para entablar una conversación, después de que el lirón, tartamudeando de miedo, le dio la información requerida.
—No, no —balbuceó el anciano caballero.
—¿Del sur tal vez?
—No. De… de Praga.
—Ah, y por lo tanto judío, ¿no? —siguió inquiriendo el buitre de los Alpes, mientras le sonreía amigablemente guiñando un ojo.
—¿Yo? ¿Y… yo? ¡Pero, qué ocurrencia señor buitre de los Alpes! —negó enfáticamente el lirón, temiendo seguramente tenérselas que ver con un ruso—. ¿Judío yo? Todo lo contrario, por más de diez años fui
shabes-goy
[1]
en lo de una familia judía pero buena.
Una vez que el buitre de los Alpes se hubo enterado de toda suerte de detalles acerca de la vida y de las costumbres del lugar, y después de haber manifestado su profunda satisfacción por el hecho de que no existiera allí ninguna clase de lugares nocturnos, ni buenos ni malos, dejó al pobre lirón en libertad y se dispuso a buscar un lugar donde afincarse.
La suerte le seguía sonriendo, y antes de que cayera la noche ya había conseguido alquilar en las cercanías del mercado una tienda elegantísima con su correspondiente vivienda, que daba a los fondos de la casa, cada habitación con entrada independiente.
Los días y las semanas fueron transcurriendo en la mayor de las calmas; los vecinos ya habían olvidado por completo sus temores del comienzo y las calles del pueblo se hallaban animadas como siempre por el murmullo alegre de sus habitantes.
Prolijamente escrito con letra cursiva, podía leerse en el cartel de madera que colgaba sobre la entrada de la tienda recién inaugurada:
CORBATAS EN TODOS LOS COLORES
vende
AMADEO KNODLSEDER
(Se conceden rebajas)
y todos se agolpaban para admirar las llamativas mercancías expuestas en el escaparate.
Antes, cuando pasaban las bandadas de patos silvestres haciendo alarde de las brillantes corbatas con que los había obsequiado la naturaleza, en la aldea reinaba siempre cierto malestar motivado por la mal disimulada envidia. ¡Pero cómo habían cambiado las cosas ahora! Todo vecino que se preciaba de ser alguien poseía una corbata de primerísima calidad y mucho, mucho más brillante todavía. Las había rojas, azules, amarillas, y hasta hubo quien hallara una a cuadros entre tanta maravilla; sin hablar del señor alcalde, que se había conseguido una tan larga, que al andar se le enredaba constantemente entre las patas delanteras.
La firma Amadeo Knodlseder se hallaba en boca de todo el pueblo para señalar, antes que nada, las virtudes personales de que hacía gala su propietario, de todas las virtudes ciudadanas. Ahorrativo, trabajador, diligente y medido en sus costumbres (sólo bebía limonada).
Durante el día atendía a su clientela, en la tienda propiamente dicha, y de tanto en tanto invitaba a algún comprador especialmente seleccionado a que pasara a las dependencias del fondo, donde solía permanecer luego largo rato, haciendo seguramente anotaciones en el libro mayor. Tal la creencia general, ya que en esas ocasiones se lo oía eructar ruidosamente, y todo el mundo sabe que, tratándose de un comerciante próspero, eso es signo de una gran actividad mental.
El hecho de que el visitante no abandonara nunca el comercio por la parte de adelante, no llamaba mayormente la atención. ¡Habiendo tantas salidas por la parte de atrás!
Después del cierre, Amadeo Knodlseder solía sentarse en un escarpado para tocar melodías románticas en su dulzaina, hasta que la adorada de su corazón —una gamuza solterona, con lentes y manta escocesa— se acercaba con sus breves pasitos por las rocas de enfrente. Entonces la saludaba con un mudo y rendido gesto y ella contestaba con un recatado movimiento de su cabecita. Ya se estaba corriendo la voz de que ahí tenía que haber algo, y los enterados aprobaban con regocijo la tierna relación, ya que resultaba realmente edificante poder presenciar con los propios ojos un cambio tan favorable en la vida de un individuo con las taras hereditarias que necesariamente debía tener todo buitre de los Alpes.
Lo único que impedía que la felicidad del pueblito fuese completa, era la circunstancia —tan desdichada como sorprendente— de que el número de la población disminuía de un modo inexplicable, casi se podría afirmar que de semana en semana. Ya no quedaba una sola familia de lirones que no hubiera registrado a uno de sus miembros en la sección de personas desaparecidas. Se barajaban un sin fin de posibilidades, y se seguía aguardando, pero ninguno de los familiares echados de menos regresaba al hogar.
Y cierto día se notó la falta de… ¡nada menos que la señorita gamuza! Hallaron su frasquito de sales al borde de unos riscos; parecía casi evidente que había cardo al fondo del abismo a consecuencia de alguno de sus acostumbrados vahídos. La congoja de Amadeo Knodlseder era total. Una y otra vez descendía con las alas desplegadas hasta el lugar en que presumiblemente yacía su bienamada para —así afirmaba él con desconsuelo—, hallar por lo menos sus restos y poder darles cristiana sepultura. Y, entre vuelo y vuelo, se lo podía ver sentado entre las piedras —en la boca un mondadientes— con la vista perdida en el vacío.
Llegó al extremo de descuidar por completo su comercio de corbatas.
Y entonces, cierta noche, se produjo una relación terrible. El propietario del inmueble —un viejo gruñón y chismoso— hizo su aparición en el destacamento de policía exigiendo que se forzara la entrada a la tienda y se secuestraran todas las existencias, ya que no estaba dispuesto a seguir esperando un sólo día más el pago del alquiler adeudado.
—¡Hum! ¡Qué extraño! ¿El señor Knodlseder adeuda el alquiler? —el oficial de guardia no podía creerlo—, ¿y para qué demonios tirar abajo la puerta? ¡A esta hora debe estar en casa durmiendo, con despertarlo basta!
—¿Ése y en casa? —el viejo lirón estalló en una sonora carcajada— ¿Nada menos que ése? ¡Pero si nunca regresa antes de las cinco de la madrugada y siempre borracho como una cuba!
—¿Borracho? —el oficial de guardia comenzó a impartir órdenes.
Ya comenzaban a asomar las primeras luces del alba, y los esbirros seguían chorreando sudor tratando de forzar el pesado candado que mantenía cerrada la parte del fondo de la tienda.
Una multitud excitadísima se paseaba de aquí para allá en la plaza del mercado.
—¡Quiebra fraudulenta! No, falsificación de letras de cambio —y así iban cambiando sucesivamente las diversas versiones.
—¡Ji, ji, quiebra fraudulenta! ¡Háganme el favor! ¡Jí! —El que así se expresaba era nada menos que el anciano comerciante de granos, que desde aquel encuentro tan enojoso con Knodlseder no se había dejado ver nunca más en la vía pública.
El desconcierto general iba creciendo y creciendo.
Hasta las elegantes damitas que regresaban a casa —de vaya a saber uno qué diversiones— envueltas en sus finas pieles, hacían parar sus coches para preguntar qué sucedía.
Y de pronto un ruido formidable: la puerta había cedido por fin a la presión de los más forzudos. ¡Y qué horrible espectáculo se ofrecía ahora a la vista de los azorados concurrentes!
De la habitación abierta salía un olor nauseabundo, y adonde quiere uno dirigiera la mirada: trozos de piel masticados y vueltos a escupir, huesos roídos apilados en montones que llegaban hasta casi el cielorraso, huesos sobre la mesa, huesos en los estantes, hasta en los cajones de la cómoda y en la caja fuerte: huesos y más huesos.
La multitud quedó como paralizada; ahora ya no cabía duda acerca del paradero de los vecinos desaparecidos. Knodlseder se los había comido, no sin antes despojarlos de la mercadería previamente adquirida… ¡un segundo «Joyero Cardillac» de la novela de la señorita de Scuderi!
—¿Y qué me cuentan ahora de la quiebra fraudulenta? —comenzó de nuevo el viejo marmota acaparador de granos. Ahora todos lo admiraban por haber sido tan inteligente como para prohibirle a su familia todo trato con ese asesino sinvergüenza.
—¿Cómo es posible estimado vecino que usted fuese el único que mantuviera en pie su desconfianza? ¿Había tantas razones para suponer que podía haber cambiado…?
—¿Un buitre de los Alpes y cambiar? —preguntó el anciano, siempre con el mismo tono de burla— ¡El que fue buitre alguna vez, seguirá siendo buitre durante el resto de su vida, y más si se trata de un buitre de los Alp…! —no pudo seguir hablando: voces humanas se acercaban. ¡Turistas!
En un abrir y cerrar de ojos, todos los lirones desaparecieron.
Incluyendo al marmota sabio.
—¡Qué belleza! ¡Una verdadera maravilla! ¡Qué soberbio amanecer! ¡Ohhhh! —exclamaba una de las voces. Pertenecía a una rubicunda damisela, de nariz respingada, que acto seguido se hizo ver en la meseta horadando el aire con su ondulante busto, los ojos muy abiertos y redondos como dos huevos fritos (sólo que no tan amarillos, sino más bien azules) y enterando a quien quisiera enterarse de su romántica apreciación de la naturaleza—. ¡Ohhhh! Y ahora, en medio de este paisaje, con el que madre natura ha sido tan, pero tan pródiga, ya no le permitiría repetir, Sr. Klempe, lo que me dijera abajo en el valle acerca de los italianos. Ya verá usted, cuando la guerra haya terminado, los italianos van a ser los primeros en venir a tendernos la mano y reconocer:
«¡Querida Alemania, perdónanos, pero esta vez prometemos cambiar!»
A mi abuelo lo enterraron para su eterno descanso en el cementerio de Runkel, una pequeña ciudad totalmente alejada del ruido del mundo.
Sobre una lápida cubierta por el musgo se hallan grabadas cuatro letras enmarcadas por una cruz, y tan relucientes en su dorado esplendor, que parecen haber sido pintadas ayer: