Read Nacida bajo el signo del Toro Online
Authors: Florencia Bonelli
Camila no se reponía de la impresión, estaba costándole respirar. Lucito se dio vuelta y la observó. Comenzó a hacer pucheros. Lo abrazó y lo besó y, cuando volvió a abrir los ojos, se topó con un primer plano de Lautaro Gómez. Estaba soberbio peinado con gel y elegante en ese saco azul sobre una camisa blanca, donde descollaba la corbata de
jacquard
con rayas oblicuas azules y gris perla. Camila lo admiró y le envidió la soltura y la tranquilidad con que se presentaba, segura de que ella no habría conseguido articular ni la primera sílaba de su nombre.
Cuando el locutor le preguntó si, en la tribuna, estaba su novia, él se limitó a responder: “Vine con unos amigos”, a lo que siguió una vocinglería que atrajo a la cámara, la cual captó un letrero de cartulina sostenido y sacudido por Bárbara. “Lauti, vos sos el campeón”.
Camila apuntó a la pantalla y apagó el televisor.
♦♦♦
—¿Qué parte de “no quiero saber, callate” no entendés, Ignacio? —se enfureció Camila, en tanto Nacho se empeñaba por contarle los detalles del programa, mientras ella practicaba sus ejercicios de gimnasia.
—Es que Lauti estuvo mortal, Cami. ¡No puedo creer que no hayas visto el programa!
—Tenía mucho que estudiar.
—No se equivocó en ninguna respuesta. ¡Es un bochazo! Pasó al certamen de mañana junto con otros cuatro. Mañana se define quién será el campeón. Seguro que gana él.
—Sí, seguro —dijo, con acento sarcástico.
—¿Vos y él ya no son más novios?
—¿Y a vos qué te importa, metido?
—Te pregunto porque, cuando el presentador le preguntó si tenía novia —Camila, que ejercitaba los abdominales, sintió una puntada en la boca del estómago—, él respondió que no.
La puntada se volvió intolerable. Se quedó tendida en el suelo, esperando a que el dolor remitiese.
♦♦♦
El martes por la mañana, Camila tenía tantos deseos de entrar en el aula como de reconciliarse con Bárbara Degèner. “Vos sos fuerte, Camila”, se dijo, evocando las palabras de Alicia. Inspiró profundo y subió corriendo las escaleras del colegio.
Se encontró con la escena que, más o menos, había imaginado: todos circundaban a Bárbara y a Lucía y les preguntaban al unísono. El griterío fue desvaneciéndose cuando se dieron cuenta de que ella había llegado y estaba acomodándose en el pupitre. Por el rabillo del ojo, vio que Bárbara se aproximaba.
—¿Y, Cami? ¿Qué se siente que te pateen por televisión? Porque, cuando el locutor le preguntó a Lauti si…
—Bárbara, ¿por qué no te dejás de joder? —Gálvez se interpuso entre ellas y le obstaculizó la visión de su enemiga. Desde esa posición, Camila solo veía los hombros musculosos del más lindo de la división, que se marcaban bajo la camisa de algodón azul claro.
—No te metas, Sebastián.
—Dejala en paz.
Camila la oyó insultar por lo bajo y alejarse. Gálvez se dio vuelta y le destinó una sonrisa entre tímida y avergonzada, muy impropia en él.
—Gracias —masculló Camila.
En el primer recreo, Gálvez se sentó en el suelo, junto a ella, y a Camila se le antojó como un
déjà vu
, una imagen de principios de año que, en realidad, parecía provenir de una vida pasada.
—La verdad, Cami, es que todo ha sido una cagada.
—¿A qué te referís?
—A cómo se dieron las cosas entre nosotros. Y no sabés cuánto me jode porque vos me gustás muchísimo. Bah, es más que eso. Estoy loco por vos.
Gálvez levantó la vista y la clavó en los ojos celestes de Camila, cuya límpida serenidad los volvía aún más hermosos. A Camila la sorprendió que la revelación del más lindo de la división no le provocase nada, excepto un poco de envanecimiento, que se esfumó deprisa para dejar un vacío.
—¿Por qué me decís esto?
—Porque ahora que vos y Gómez cortaron…
—Pero yo sigo enamorada de él —dijo, y la complació que Gálvez levantase las cejas y abriese grandes los ojos—. Es verdad, Sebastián, sigo enamorada de él. Y estaría jugando con vos si aceptara tu propuesta.
Gálvez inclinó la cabeza en el hueco que formaban sus brazos sobre las rodillas. Camila lo juzgó hermoso en esa postura. No obstante, después de haber compartido ese tiempo con un chico de la talla de Lautaro Gómez, Sebastián Gálvez le parecía un alfeñique, a pesar de que midiese cerca de un metro noventa y tuviese los músculos parecidos a los de Arnold Schwarzenegger.
—Te admiro, Camila.
—¿Por qué? —dijo ella, con acento y gesto de asombro.
—Lo que más me gusta de vos es que no sos consciente de lo que provocás.
—No provoqué nada en vos el año pasado. Ni siquiera sabías que existía.
—Claro que sabía que existías, pero te mostrabas tan orgullosa y huele mierda, que tenía miedo de que me cortases el rostro.
La declaración resultaba tan descabellada, que Camila soltó una carcajada. Gálvez la imitó.
—Te pido perdón por haberte dado esa impresión.
—¿Ves? Eso me encanta de vos.
—¿Qué?
—Que digas: “Por haberte dado esa impresión”. Nadie habla así.
—Soy una
freaky
, ¿no?
—Sí, sos bastante
freaky,
pero me encantás también por eso. Por ser educada, y por hablar bien, y por saber inglés.
—No te olvides del francés.
—Mierda, cierto, también sabés hablar francés. Y me parte que no digas malas palabras y que seas estudiosa.
—Soy un ejemplo de virtuosismo.
—Supongo que sí. No tengo idea de qué quiere decir “virtuosismo”.
—No importa —dijo Camila, risueña.
—Me encantaría que fuésemos amigos.
A punto de aceptar su oferta, guardó silencio. Ya no era la inmadura de principio de año. La vida le había enseñado que no tenía que reaccionar impulsivamente a las iniciativas, sino a evaluar los pasos a seguir.
—¿Ser amigos? Ya veremos.
♦♦♦
Ese martes, que, gracias a Gálvez, había transcurrido bastante bien, terminó muy mal. Alrededor de las siete de la tarde, Camila regresó de la casa de Alicia y se encontró con un Nacho sobreexcitado.
—¡Lauti ganó el maratón! ¡Se ganó los dos mil dólares y el viaje para toda la división a las sierras de Córdoba!
Camila lo miró, estupefacta, y, sin abrir la boca, se fue a su habitación. Se sentó en el borde de la cama, devastada. No la entristecía que él hubiese ganado, al contrario; conocía el esfuerzo en que se había embarcado para lograr la victoria; se la merecía. Pensaba en las consecuencias de ese triunfo, en lo altanero que lo encontraría, en las miradas despectivas que le lanzaría, en las muestras de afecto que Bárbara le prodigaría y en cómo se las enrostraría. Se preguntó si se juzgaría apropiado que ella fuese a las sierras de Córdoba. Después de todo, él era el dueño del viaje. De pronto, reparó en un tema al que no le había destinado un pensamiento a lo largo de ese tormentoso proceso: su padre y el nuevo trabajo en la fábrica de los Gómez. ¿Lo afectaría de algún modo que ella y Lautaro ya no fuesen novios? Tuvo miedo de que Ximena buscase una excusa para despedirlo.
—¿Cami? —Nacho asomó la cara en su habitación.
—¡Uy, qué pesado sos! ¿No entendés que me hace mal que me cuentes de Lautaro?
—No vengo a contarte de Lautaro. Vengo a decirte que te llegó otro anónimo a mi Facebook.
—Borralo. Ya te dije que los borres y que no los veas.
—Creo que a este sí deberías verlo.
—¿Por qué?
—Vení —insistió.
Ni siquiera la presencia de su hermano le impidió proferir un grito de angustia al ver la imagen de Lautaro y de Bárbara besándose en la boca. Él la levantaba en el aire y le aplastaba la boca con pasión. Resultaba claro que la fotografía había sido tomada en el estudio, durante el festejo por el triunfo de Gómez. Soyelquesoy había escrito: “Las mieles de la victoria”.
Con el corazón que le golpeaba el pecho y la corriente sanguínea que le ululaba en los oídos, casi no escuchó su propia voz cuando le ordenó a Nacho:
—Imprimila.
Se sentía mal. Se había levantado con náuseas y dolor en la nuca, y la entorpecía un entumecimiento general, desde los músculos de las pantorrillas hasta los de la espalda. No obstante, ese miércoles la esperaba una misión importante, por lo que se olvidaría de sus aflicciones y reuniría la fuerza para encararla. Se desplazaba con cuidado y a paso lento porque estaba mareada. Se detuvo en el pasillo, imposibilitada de avanzar debido a la multitud que se aglomeraba a las puertas del aula. Había sido una estúpida al no prever que el colegio entero querría codearse con el vencedor del Primer Maratón de Matemáticas y Física. “Antes, era un
nerd.
Ahora, es un héroe al que todos quieren tocar ¡simplemente porque apareció en televisión! ¡Qué hueca es la gente!”.
Se abrió paso a codazos y repitiendo la palabra “permiso” hasta alcanzar el pupitre de Gómez. Esperó a que terminase de firmarle un autógrafo a una de segundo año, que le coqueteaba y balbuceaba estupideces. Camila no daba crédito a sus ojos. “¡Está firmando un autógrafo!”. Era peor de lo que había esperado. ¿Acaso el mundo se había vuelto loco?
Nadie se había percatado de su presencia hasta que Gómez la encontró con la mirada. Hubo un instante de sorpresa en su rostro, que él ocultó tras su consabida mueca de impavidez. Camila golpeó el pupitre para depositar la impresión a colores de la fotografía enviada por Soyelquesoy frente a Gómez.
—Explicale a la persona que sale con vos que nosotros ya no tenemos nada que ver, así deja de enviarme anónimos y de molestarme. Y, por favor, olvidate del
e-mail
que te envié el domingo. —Dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.
La multitud se había silenciado y se abría para darle paso. Camila pensaba en la abuela Laura, en el garbo natural que la caracterizaba, en la serenidad con que se desplazaba y se comportaba, y se esmeró por imitarla en la instancia más dura de su vida. Ella, que detestaba ser el centro de atención, se había colocado en el ojo de la tormenta. La escena que acababa de protagonizar era digna de una telenovela.
El baño estaba vacío, por lo que vomitó lo único que había ingerido en el desayuno –un té con leche– sin preocuparse por los ruidos denigrantes. Se enjuagó la boca y los ojos y, al estudiar la imagen que le devolvía el espejo, supo que estaba enferma.
—Me siento muy mal —expresó en la puerta de la enfermería.
—Sentate aquí —le indicó Marisa, la enfermera, y le puso la mano sobre la frente—. ¡Uy, volás de fiebre!
Le colocó el termómetro bajo del brazo y, mientras esperaba a que el mercurio subiera, le preparó un antipirético, que Camila tomó con dos vasos de agua. Tenía sed.
—¡Tenés treinta y nueve grados! —se preocupó la mujer.
—Me siento muy mal —reiteró.
Como Josefina no podía ir a buscarla y Juan Manuel estaba en San Justo, en la fábrica de los Gómez, Nancy, la portera, la acompañaría en taxi hasta su casa. Rita, la preceptora, y Nancy la sostenían para guiarla hasta la calle. Después del timbre para dar comienzo a la jornada, el colegio se había silenciado, y solo se escuchaban las voces elevadas de los profesores en las aulas. En su trayecto hacia la salida, pasaron junto al salón de computación, una habitación enorme y vidriada –por esa razón la llamaban “la pecera”–, con mesas largas pobladas de computadoras. Estaba vacía, excepto por un chico.
—¿Qué hace Gómez ahí? —se cuestionó Rita—. ¿Por qué no está en clase?
Camila giró el cuello con dificultad –el dolor en la nuca era insoportable– y lo vio: Lautaro fijaba la vista en una pantalla y se sostenía la cabeza con ambas manos; confería la idea de agobio. “Ya no me importa”, se convenció, y prosiguió hacia la calle.
♦♦♦
Antes de meterse en la ducha –tiritaba de frío y anhelaba que el agua caliente le enrojeciese la piel–, llamó por teléfono a Alicia para decirle que no iría a cuidar a Lucito. Josefina llegó, alborotada y preocupada, cuando Camila terminaba de bañarse. La envolvió en una bata de toalla y le indicó que se instalase en su dormitorio, en la cama matrimonial. Le secó el pelo con el secador, y lo hizo con tanta delicadeza, que Camila se durmió sentada. La ayudó a recostarse y, cuando le apoyó los labios sobre la frente para evaluar la fiebre, terminó depositándole un beso. A Camila le dieron ganas de llorar.
—¿Mami?
—¿Qué?
—Me duele la garganta.
—Siempre ha sido tu punto débil.
“Porque soy taurina”, pensó, y no se atrevió a expresarlo en voz alta; su madre despreciaba las cuestiones zodiacales.
—¿Mami?
—¿Qué?
—Lautaro y yo rompimos.
—Ya me lo imaginaba. Has estado como alma en pena durante estas últimas semanas.
—Él ahora sale con Bárbara.
—¿Bárbara? ¿Con la que fuiste a bailar aquella vez? —Camila asintió—. Es bonita —admitió Josefina—, pero me pareció un poco superficial y, como diría tu abuela Laura, bastante casquivana.
—¿Qué quiere decir “casquivana”?
—Ligerita de cascos. Una lagartona comehombres. Bueno, ahora descansá y tratá de no pensar en esto. Voy por paños frescos.
El médico que envió la obra social diagnosticó una gripe severa. Le recetó un antibiótico y un expectorante, y prescribió siete días de reposo. A pedido de Camila, garabateó un certificado médico para presentar en el colegio; otro tanto hizo para Josefina, que pediría licencia.
Durante los días que siguieron, Camila se preguntó si se podía morir de gripe. Nunca se había sentido tan mal, tan débil y tan adolorida. “Es que la gripe se te mezcló con el dolor del alma”, le dijo Alicia por teléfono, quien la llamaba a diario, pero no iba a visitarla por temor al contagio. “Ponete bien rápido”, le pedía. “Lucito no aguanta a tu reemplazo y yo no le tengo confianza”. Esas palabras la animaban y le reparaban el orgullo maltrecho.
La abuela Laura fue a verla tres veces. “Estoy vacunada contra la gripe”, adujo, cuando Camila, con un gesto silencioso, le sugirió que no la abrazase. Le costaba hablar, y el movimiento de la mandíbula y el sonido de su propia voz –también la de los otros– le acentuaban la puntada en las sienes.
Juan Manuel se aparecía todas las noches, después del trabajo. Como no había vuelto a poner pie en el departamento desde la separación, la primera vez que Camila levantó los párpados, pesados como cortinas de plomo, y lo halló junto a la cabecera de la cama, que antes había sido la de él, pensó que soñaba. Todos los días, entreabría los labios resecos y le preguntaba lo mismo:
—Papi, ¿estás bien en el trabajo?
—Sí, hija, muy bien.
—¿No me mentís?
—No. Con Ximena trabajamos muy bien.
Josefina lo trataba con fría amabilidad y le ofrecía café, que Juan Manuel siempre rechazaba con un: “No, gracias. Tengo que irme enseguida”.
A quien más añoraba ver, aunque le costase admitirlo, era a su hermano, y por una simple razón: le traía noticias de Lautaro Gómez. Sabía que la había llamado dos veces por teléfono. Josefina lo había tratado con cordialidad, le había explicado que Camila estaba muy débil y que no podía atenderlo.
—Como siempre, hoy Lautaro estaba esperándome en la boca del subte —le decía al volver del colegio—. Me preguntó por vos.
El lunes, Nacho abrió la mochila y extrajo un sobre blanco.
—Te manda esta carta porque dice que no puede hablar por teléfono con vos.
Camila observó el sobre durante unos segundos, sacudió la cabeza para negar –lo cual intensificó la puntada en las sienes– y profirió un gemido lamentoso.
—Nada de cartas por ahora —dictaminó Josefina, y se la quitó a Nacho.
—Tirala, mamá —pronunció Camila.
Esas dos palabras, al pasar por su garganta infectada, le causaron un padecimiento indescriptible, lo que provocó que le brotasen lágrimas en los ojos. ¿O estaba llorando? ¿Por qué Gómez le enviaba una carta ahora? ¿Qué quería? ¿No había acabado todo entre ellos? ¿No se lo había informado a través de la televisión, cuando aseguró que no tenía novia? ¿No lo había ratificado al darle un beso a Bárbara frente a las cámaras? ¿Acaso no estaba enamorado de ella?