Read Nacida bajo el signo del Toro Online
Authors: Florencia Bonelli
—Voy a bajar.
—¿Cómo vas a bajar? —se horrorizó Camila, que no obtuvo respuesta.
Gómez, absorto, ajeno a sus preguntas y a los lamentos del accidentado, hurgaba en su mochila, la cual, esa mañana, había sido objeto de las burlas de Gálvez por su gran tamaño. “¡Ey,
boy
scout! ¿Qué llevás ahí? ¿La carpa?”. Extrajo una cuerda enrollada de color amarillo fluorescente, del tipo que Camila había visto en la embarcación del padre de Emilia, de esas que se utilizan para atar las velas. Gómez eligió una roca delgada, de aspecto sólido, para atarla. Se colocó la mochila a la espalda, volvió a enfundarse los guantes, que combinaban cuero de descarne y tela de avión, y descendió por la ladera de la roca. Pasó junto a Gálvez y, poco después, apoyó el pie en suelo firme. Camila sujetó el aliento y no pestañeó hasta que Gómez le gritó que estaba bien.
—Camila, ahora tenés que bajar vos. Te voy a necesitar para que me ayudes con Gálvez. No voy a poder solo.
Aunque la aterrorizó la idea de precipitarse en ese pozo inundado de niebla, la impulsó la necesidad de estar con él, de abrazarlo y de sentirse segura. Sola, ahí arriba, envuelta en ese vestido de nubes, tenía la impresión de hallarse acechada por los cuatro flancos.
—Primero —le indicó Gómez—, atá tu mochila a la cuerda y bajala, así no tenés ese peso extra. —La operación llevó pocos minutos—. Ya la tengo. Ahora, ponete los guantes y bajá despacio. Yo te espero.
“Soy fuerte, soy taurina, soy fuerte”, se alentaba, mientras oprimía la cuerda y descendía. Las manos de Gómez le aferraron las pantorrillas primero, las piernas después y por último la cintura. Se abrazaron en silencio, y Gómez la separó rápidamente: apremiaba desatascar la pierna de Gálvez.
—No sabemos si el hueso rompió una vena —habló Gómez— porque, gracias a la posición en la que estás, la sangre ahora no fluye por aquí. Así que, cuando quitemos la pierna, vamos a mantenerla en alto, por lo menos hasta que veamos si hay una hemorragia muy grande.
—¿También sos médico,
boy
scout?
—¡Y todavía tenés ganas de molestarlo! —se enfureció Camila.
—Trato de ponerle onda, Cami.
—Tomá —indicó Gómez—, mordé esto —y le entregó una pequeña agenda acolchada.
—¿Para qué?
—Para que no te rompas los dientes. Va a doler, Gálvez.
Cada intento por destrabar la pierna le ocasionaba un acceso de dolor tan profundo, que Sebastián terminó por desvanecerse. Camila se sentó sobre sus pantorrillas y, cumpliendo el rol de cuña, le sostuvo el torso.
—Lautaro, tengo crema para manos en mi mochila. ¿Por qué no untás los costados del pantalón y embadurnás también la piedra para que se deslice más fácilmente?
—Buenísima idea.
—Es un pomo blanco. Está en el bolsillo externo.
Gálvez volvió en sí, y Camila le ordenó que comprimiese la agenda con los dientes. Gritó sin abrir la boca, mientras Gómez maniobraba para liberarle la pierna. Se aferró a las manos de Camila, que seguía ubicada detrás de él, hasta que esta temió que le rompiese las falanges dentro de los guantes. Logrado el objetivo, Gálvez vomitó sobre la roca y, después, perdió la conciencia de nuevo.
Gómez se sirvió de su navaja Victorinox –la gorda, llena de utensilios y con brújula, que Camila había visto en su mesa de luz– para rasgar el pantalón y descubrir la herida.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Camila ante la visión del hueso proyectado hacia fuera. Hizo una arcada.
—Respirá hondo, mi amor. Vamos. Mirame. Por favor, Camila, te necesito aquí, conmigo. Pensá fríamente en la herida. El hueso es el mismo que tenemos todos. Rompió la piel y salió. Eso es todo. Algo lógico teniendo en cuenta la caída. Pensá en eso y respirá hondo.
—¿Qué vamos a hacer, Lautaro? —sollozó.
—Por lo pronto, curar la herida y acomodarle el hueso.
—¿Qué? ¡Ni loca!
—En un curso de primeros auxilios que hice el año pasado con los scouts, nos hablaron de las fracturas expuestas y nos mostraron cómo se hace para volver el hueso a su lugar. Me animo a hacerlo.
—Sí, claro. Vos te animás a cualquier cosa, pero yo, no.
—Tenemos que meter el hueso para adentro de nuevo, si no, ¿cómo carajo hago para vendar esto? —Apoyó el pulgar en la muñeca de Gálvez y dijo—: Sus pulsaciones son normales.
—¿Cómo sabés que son normales? ¡Yo no tengo idea cuánto es normal!
—Entre sesenta y ochenta por minuto. Lo sé bien porque en karate nos obligan a medirnos las pulsaciones. Gálvez está muy entrenado y tiene buen estado físico. Va a aguantar. Tené lista la agenda por si se despierta mientras estoy colocándole el hueso. Se la ponés entre los dientes.
—Lautaro, tengo miedo.
—No, no. Vamos.
Lo más difícil fue quitarle la bota tejana, y Gálvez se despertó a causa del dolor.
—¡Mierda, Gálvez! ¿No se te ocurrió ponerte un calzado más apropiado para caminar por las sierras?
—¡Gómez y la puta que te parió!
—Más vale que te prepares, porque esto es solamente el comienzo. Camila, ponele la agenda entre los dientes. Pasame el botiquín. Está ahí. —Señaló un bolsillo al costado de la mochila.
Camila le pasó una cajita blanca con una cruz roja sobre la tapa. Gómez se higienizó las manos con alcohol en gel y regó la punta del hueso con un chorro de desinfectante iodado. “Pervinox”, leyó Camila.
Gómez sujetó el pie de Gálvez y ejerció una tracción gentil para alinear el hueso. Los alaridos del muchacho provocaron que las aves huyeran en bandada.
—¡Gálvez, no te muevas!
—¡No lo soporto!
—Vas a tener que soportar.
—¡Hijo de puta, me querés arrancar la pierna! ¡Me vas a dejar sin pierna!
—Te vas a quedar sin pierna si no hago esto, imbécil.
—¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!
—¡Mordé la agenda y callate!
Camila observaba la operación sin percatarse de que hundía las uñas en los hombros de Gálvez. Quería apartar la vista de ese espectáculo horroroso y no lo conseguía; estaba subyugada por la delicadeza y, al mismo tiempo, por la firmeza con que Gómez trabajaba, y por la manera en que el hueso iba introduciéndose por el corte en la piel hasta desaparecer. A punto de vomitar, se llenó los pulmones de aire y aquietó la turbulencia de su estómago. Se dio cuenta de que Gálvez no gritaba: había vuelto a desmayarse. Gómez le tomó las pulsaciones sujetándole la muñeca.
—Lautaro, no puedo creer que lo hicieras. No lo puedo creer.
—Ahora hay que desinfectar la herida. En el curso de primeros auxilios, nos dijeron que lo más importante es evitar la infección.
Gómez volvió a higienizarse las manos con alcohol en gel, y le ordenó a Camila que hiciera otro tanto. Bañó la herida con el antiséptico del color del iodo y procedió a vendarla. Con la tijerita de la Victorinox, cortó un pedazo de bolsa y lo lavó con alcohol en gel y lo empapó de antiséptico.
—¿Qué vas a hacer?
—Le voy a cubrir la venda con este pedazo de bolsa para que no se moje. Cortá más cinta adhesiva.
—¿Por qué habría de mojarse?
—Tal vez tengamos que cruzar un arroyo, un río, o quizá llueva —vaticinó.
—¿Creés que pueda trasladarse?
—No, la verdad es que no —admitió—. Tuvimos suerte de que no se rompiera una vena. No sé qué habríamos hecho. Ahora tengo que entablillarle las dos articulaciones, la del tobillo y la de la rodilla, pero no veo palos por aquí. ¡Niebla de mierda!
Camila estiró el brazo y le oprimió la mano. Gómez levantó la cabeza y la miró.
—Lautaro, quedate tranquilo. Ya hiciste lo más importante. Le acomodaste el hueso, solo Dios sabe cómo, y le desinfectaste la herida. Cuando se vaya la niebla, buscaremos los palos. Estoy orgullosa de vos.
Gómez le acarició la mejilla con el dorso de la mano, que olía a alcohol y que estaba teñida de iodo.
—Camila…
Lo interrumpieron los quejidos de Gálvez, que despertó y enseguida tomó conciencia del dolor penetrante en la pantorrilla.
—¡No te muevas, Gálvez! ¡Camila, agarralo! ¡Que no se mueva! ¡Carajo, Gálvez!
—¡Mierda! ¡Late como la san puta!
—Sebastián, mordé esto. —Camila le colocó de nuevo la agenda entre los dientes y le sujetó la mano. En tanto, Gómez extraía tres comprimidos de un blíster. Era paracetamol.
—¿Le vas a dar tres?
—Con el peso y el tamaño de Gálvez y con la herida que tiene, tres no le van a hacer ni cosquillas.
—Qué alentador, Gómez.
—Te van a calmar. Apenas vuelva a dolerte, te damos tres más.
En el hotel, Camila había recargado el termo de acero inoxidable con mate cocido azucarado. Sirvió un poco para que Gálvez tomase los analgésicos. Lo ayudó a incorporarse y le aproximó el filo de la tapa del termo a la boca, mientras Gómez se ocupaba de mantener la pierna inmovilizada.
—Apenas se vaya la niebla y pueda encontrar unas maderas, te voy a entablillar.
—Gómez. —Lautaro, que acomodaba el botiquín, alzó la cabeza—. Muchas gracias. En serio. Sé que fue una cosa muy jodida la que te tocó hacer. Yo no me habría animado a hacerlo. Gracias.
—De nada. Para eso estamos los
boy
scouts, ¿no?
Gálvez lanzó una risotada, que murió enseguida cuando una nueva corriente de dolor lo alcanzó hasta la ingle. Intentaron brindarle comodidad: le colocaron un suéter bajo la cabeza y le elevaron la pierna rota con la ayuda de su mochila para que disminuyesen los fastidiosos latidos.
—Estás mojado.
—Se cayó en un arroyo justo antes de que nos encontrases —explicó Camila.
—Esto no me gusta. Se está poniendo frío.
—No tengo una muda. Solamente traje una remera.
—¿Qué tenés mojado? El pantalón y ¿qué más?
—En realidad, es el pantalón el que se empapó. Y un poco las mangas de la campera. Caí de culo.
—Lo siento, Gálvez, pero hay que sacarte el pantalón.
—Me va a doler más que la mierda.
—Sacarte el pantalón no será problema. Lo que te va a joder es cuando te envuelva las piernas en una manta. Lo voy a hacer con cuidado.
—¿Y si dejamos que se seque solo, sin sacarlo?
—Si te quedás con eso mojado, te va a dar una pulmonía.
Gómez terminó de rasgar el pantalón del lado de la pierna quebrada y liberó, sin mayor dificultad, la otra. Camila les dio la espalda y se esmeró en estirar el pantalón, mientras Lautaro envolvía las piernas heladas de Gálvez en una manta polar que extrajo de su mochila; había sido un atado tan chiquito que Camila se asombró de que se convirtiese en una manta tan grande.
—No tendrás una carpa ahí dentro, ¿no? —jadeó Gálvez, con la frente perlada de sudor.
—Ojalá tuviera una. Cuando pueda prender un fuego, vamos a secar tu pantalón y la campera. Por ahora, solo resta esperar.
Cayeron en un silencio que no tenía nada de incómodo, sino que hablaba del cansancio de sus cuerpos y de sus espíritus. En el radio que dominaban, no había sitio para que Camila y Gómez se recostasen, y no se atrevían a exponerse hasta que no se disipase la niebla; no sabían si un metro más allá, los aguardaba el vacío u otra trampa mortal.
Camila se sentó y descansó la cabeza sobre la pared de roca a sus espaldas. Le dolían las piernas y el frío de la roca le entumecía los glúteos y le trepaba por la cintura. Estaba incómoda y se sentía débil; no obstante, experimentaba una felicidad casi rayana en la locura si se tenían en cuenta las condiciones en las que se hallaba, solo porque Lautaro Gómez estaba a dos pasos de ella. Lo observó sin moderación, aprovechando que él se concentraba en la pequeña brújula, y su amor por él le infló el pecho y le provocó cosquilleos en el estómago. Cerró los ojos porque le ardían. “Te amo, Lautaro”, dijo para sí, antes de quedarse dormida.
♦♦♦
Se despertó sin sobresaltos. Había dormido profundamente, pero no sabía cuánto. Aún era de día, por lo que dedujo que no había transcurrido mucho tiempo. Consultó el reloj: eran las cuatro y media de la tarde; había descansado poco más de media hora. La niebla aún se suspendía en torno a ellos. No se atrevió a moverse para no romper la cómoda e inesperada paz que la acunaba. Entre los párpados, avistó a Gálvez y revivió lo que acababa de padecer. “Gracias a Dios”, pensó, al descubrir que dormía. Una honda conmiseración por él, por lo que sufría a causa de su propia necedad –ella sabía de esas cosas–, se apoderó de su ánimo hasta el punto de arrancarle lágrimas. Oyó el siseo cálido y húmedo que le susurraron al oído, y se le erizó la piel.
—No llores, mi amor.
Lautaro Gómez la abrazaba; de hecho, ella descansaba sobre su torso. ¡Qué segura se sentía! Él le depositó pequeños besos en la sien, barriendo con los últimos vestigios de malestar, y ella sacrificó la agradable posición para echarse a su cuello y abrazarlo. Gómez le buscó los labios, y, mientras la besaba con el deseo y la añoranza acrecentados durante ese tiempo de separación, Camila meditó que todavía tenía el sabor del beso de Bárbara Degèner en la boca.
—No —dijo, y se apartó—. Ahora estás con Bárbara.
—¿Qué podía hacer? —se enfadó él—. Decime qué podía hacer para que reaccionases. No me dabas bola, no querías hablar conmigo, me evitabas con la mirada, te escondías, desaparecías, te lo pasabas con Gálvez. ¿Cómo podía llamarte la atención?
Camila se cubrió el rostro y sollozó en silencio para no molestar el sueño de Sebastián. Su pena era tan amarga que le permitió a Gómez que volviese a abrazarla.
—Besándola, mostrándote con ella, solo conseguías alejarme más.
—¿Qué fue lo que nos pasó, Camila? Éramos tan felices. ¿Qué te pasó, mi amor? ¿Por qué empezaste a tratarme así?
—Después de que me contaste que habías salido con Bárbara en el verano, me volví loca de celos. Ella es la más linda, tiene un cuerpo estupendo, y no soportaba que nos comparases.
—¡Camila! —se molestó Gómez, y, durante unos segundos, no supo qué decir—. Ella no te llega ni a los talones. Ninguna te llega a los talones. ¿Cómo pudiste arruinar lo que teníamos por algo tan estúpido?
—¿Lo arruiné?
—¡No! ¡Claro que no!
—¡Lautaro!
El abrazo de Gómez fue feroz, y su beso, implacable. La penetró con una lengua agresiva, mientras su boca le succionaba los labios hasta que le latieron. Se detuvo de manera abrupta y le destinó una mirada siniestra.
—¿Dejaste que Gálvez te besase? —la increpó, al tiempo que le arrancaba la gorra para sacar la florecilla que Sebastián le había entretejido.
—¡Por supuesto que no! ¿Por qué sacás la florcita?
—Porque te la puso Gálvez —contestó, y arrojó la flor con desprecio.
“Entonces, me mirabas todo el tiempo, ¿no? Aunque estabas con tu Barby, me mirabas a mí”, pensó, henchida de vanidad.
—¿Por qué le compraste el dije en forma de corazón a Bárbara?
—Yo no le compré nada.
—Pero ese día, en el cole…
—Ese dije es de ella. No sé quién se lo compró. Se lo habrá comprado ella.
—Pero ella proclamó frente a todos que era un regalo tuyo y vos no la contradijiste.
—Tenía mucha bronca. No habías aceptado las fotocopias que te había preparado. Y la mentira de Bárbara me sirvió muy bien.
—Las invitaste a la tribuna del programa de televisión. ¡A Lucía también! Con todo el daño que su papá le hizo a la empresa de ustedes. ¡Te habría matado, Lautaro!
—Mi lista de reproches es bien larga. Si querés, empezamos a ver quién tiene la lista más larga.
—No —susurró, y bajó la vista, avergonzada—. No quiero que peleemos.
—Mirá. —Gómez abrió su billetera de cuero y extrajo un papel blanco doblado varias veces. Camila vio que, en el sitio destinado a las fotografías, Gómez había puesto una de ella. Se la señaló.
—Recorté tu cara de la foto que nos sacó Karen en el cole, ¿te acordás? La llevo siempre conmigo. —Gómez se inclinó y besó el plástico que cubría su imagen.
—¿Recortaste la que tenés sobre la mesa de luz?
—No. Hice dos copias. Mirá —insistió él, con el papel en la mano. Resultó ser la impresión del mensaje que ella le había enviado a su casilla de correo el domingo anterior al maratón. Los pliegues ajados demostraban que había sido doblado y desdoblado varias veces.
—Me lo sé de memoria —confesó—. ¡No tenés idea de lo que sentí cuando lo leí! Nunca había sentido algo igual. Me pareció que me temblaba el piso debajo de los pies. —Volvió a besarla con el mismo ímpetu, aunque la calidad del contacto era distinto: a la rabia la había desplazado la desesperación. Siguió besándola y hablándole, y mordiéndola, y oliéndola, y acariciándola, con una ansiedad angustiosa y apremiante—. Mi amor, mi amor —le susurró sobre los labios—. ¿En verdad te gusta que te diga “mi amor”?
—Sí —murmuró Camila, sin levantar los párpados—, amo que me digas “mi amor”. Me hace sentir que soy lo más importante para vos.
—¿Y todavía tenés dudas de que lo sos? A veces pienso que vos sos lo único que me importa, que los demás dejaron de existir. ¿Qué soy yo para vos, Camila?
Camila, blanda en el regazo de Gómez, abrió los ojos con pereza y, luego de enfocar con claridad, sonrió, colmada de ternura al verlo expectante, como si de la respuesta dependiese su vida. Le habló en un arrebato de sinceridad.
—Me da miedo lo que vos sos para mí, Lautaro.
—¿Miedo? ¿Por qué?
—Porque, como te dije en mi
mail
, no sabía que amar fuese de este modo. Me levanto pensando en vos. Y cuando me acuesto, vos sos lo último en lo que pienso. Estás todo el día en mi cabeza.
—¿Y eso te da miedo?
—Tengo miedo de perderte. No sabés lo que fueron para mí estas semanas de separación.
—¡Pero fuiste vos la que me alejó!
Camila se incorporó, con el llanto pugnando por trepar por su garganta.
—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! ¡Fui una imbécil! ¡Una orgullosa! ¡No soportaba…!
Gómez la envolvió en sus brazos y le susurró que no llorase.
—Por favor, basta, no llores. Yo te entiendo, entiendo
posta
lo que sentís.
—¿Sí? —balbuceó, y se pasó la mano enguantada por los ojos.
—Yo también tuve mucho miedo de perderte. No sabés lo que sufrí cuando tu mamá me dijo que estabas muy enferma. Nacho me decía que casi no podías hablar, que te costaba abrir los ojos, que no podías mover la nuca, que pensaban que tenías meningitis. Casi me volví loco de miedo. Y, cuando te curaste y volviste al cole, la puta foto del anónimo volvió a arruinarlo todo.
Camila gimió con el recuerdo.
—No me hagas pensar en esa foto, por favor.
—No, no. No pensemos en esas cosas nunca más. Una última pregunta: ¿te siguen llegando los anónimos?
—No. ¿Vos le pediste a Bárbara que no me los enviase más?
—Sí, pero ella jura que no tiene nada que ver con eso.
—Sí, claro. Y vos, seguramente, le creés, ¿no?
—No le creo. Y basta con esto.
Un silencio cayó sobre ellos. Camila se debatía entre callar o formular una pregunta que la carcomía.
—¿Qué te pasa? —Como siempre, Gómez le leía el pensamiento, le adivinaba la alteración del estado de ánimo.
—Quiero preguntarte algo y no me animo.
—¿Por qué no te animás?
—Por un lado, porque no tengo derecho a preguntar. Por el otro, porque tengo miedo a la respuesta.
—Vos podés preguntarme lo que sea, Camila.
Levantó los párpados lentamente y fijó la mirada en la de Gómez.
—Durante este tiempo en que estuvimos separados, ¿te acostaste con Bárbara?
La expresión de Gómez se iluminó con una sonrisa que le desveló los dientes. La abrazó y la besó en el cuello, mientras reía.
—¿De qué te reís, tonto?
—Me encanta que estés celosa.
—¡Ja! A vos te encanta. A mí me hace sufrir muchísimo.
—No.
—¿No, qué?
—No me acosté con ella.
—¿En serio me lo decís?
—En serio.
—¡Ay, Lautaro! —exclamó, aliviada, y lo apretó contra su cuerpo.
—No habría podido —prosiguió él, la seriedad restaurada—. Habría sido imposible, con vos todo el tiempo en mi cabeza. No habría podido.
—Pero ¿querías?
—No, Camila —contestó, con acento impaciente—, no quería. Solo quería estar con vos, pero vos no querías estar conmigo.
—Sí quería —susurró—. Era lo que más quería, estar con vos.
—Pero no era lo que me hacías ver a mí. Entendé que a mí me hiciste creer que no me querías más.
Camila asintió sin mirarlo, avergonzada, agobiada por la culpa. Deseosa de restablecer la alegría, dijo, con una sonrisa:
—Mirá. —Hurgó en la mochila hasta encontrar el sobre con la carta que Gómez le había enviado a través de Nacho—. La leí anoche.
—¿Por primera vez?
—Sí, por primera vez.
—¿Y?
—¿Y? Ya lo sabés: te amo con toda el alma, Lautaro Gómez. ¿Qué otra cosa puedo decirte?
—Decime cosas lindas para compensarme por todas las cosas feas que me hiciste pasar.
—Y vos, después, me decís cosas lindas a mí. Pero muchas, muchas y muy lindas, porque hoy creí que me moría cuando te vi en el comedor…
La interrumpió para reclamarle:
—Y vos me debés todos los besos que me negaste durante este tiempo de mierda y que me prometiste en tu
mail
. Y tendrías que compensarme con algo muy groso por los celos que me hiciste tragar al darle bola a Gálvez.
—¿Sí? ¿Te pusiste celoso? —Él soltó un bufido y le colocó la gorra de lana hasta taparle los ojos—. Qué bueno —dijo, y se despejó la visión.
A Gómez, el gesto y la actitud de Camila le arrancaron una risotada, y volvió a abrazarla.
—Decime una cosa: ¿por qué Karen se sentó conmigo en el colectivo y no se fue arriba con ustedes?
—Si estás preguntándomelo a mí, es porque sospechás la respuesta, ¿no? —Camila le mostró los dientes en una sonrisa de ojos apretados que era más una mueca ladina. Gómez volvió a reír.
—Camila, Camila… Te amo tanto.
Yo
le pedí a Karen que se sentase con vos en el colectivo para evitar que lo ocupara Gálvez. Y
yo
le pedí que volviera al colectivo cuando estábamos en la parada, porque vi que Gálvez estaba con vos.
—Lo imaginé —declaró, ufana.
—Siempre estoy pendiente de vos.
—Qué lindo —susurró Camila, y le acarició los labios con los de ella.
—¿Sabés en qué pensé en el instante en que gané el maratón?
—¿En qué?
—En vos. Cerré los ojos y pensé: “Para vos, mi amor”. A pesar de que estaba emboladísimo con vos, en ese momento tan copado, solo pensé en vos. ¿Te das cuenta? Sos lo único para mí.
Aunque Camila asintió, un pensamiento negro ocupó su mente: en esa oportunidad, Lautaro había abrazado y besado a Bárbara. Suspiró. Había mucho que perdonar y olvidar.
—Sí —habló Gómez—, sé en qué estás pensando. Pero lo hice a propósito. La besé a propósito para que me vieses, para que te dieran celos.
—¿En verdad ella no te importa ni un poco, Lautaro? Sería tan lógico. Ella es supermona…
—Sí, es linda, pero la belleza o la fealdad pasan a un segundo plano cuando realmente conocés a la persona. ¿No me dijiste que te había pasado eso con Gálvez? Que al principio te parecía fachero y ahora no. Y yo, que soy feo…
—¡Vos no sos feo!
—Pero no te parecía fachero como Gálvez, ¿no? —Camila mantuvo un silencio con aspecto de motín—. No hace falta que me contestes: yo sé que
no
te parecía lindo y basta. Y ahora…
—Y ahora me parecés el más lindo del mundo.
—No exageres.
—No exagero. Solo espero que yo también te parezca linda.
Otro bufido de hartazgo de Gómez.
—Pérez, a veces, para ser la chica más inteligente que conozco, decís cada gansada...
—Es porque soy muy insegura —murmuró, con aire tímido y sin levantar la vista.
—Lo sé.
—Teneme paciencia, por favor.
—Te voy a tener toda la paciencia del universo, si vos me prometés algo.
—¿Qué?
—Que siempre vas a ser sincera conmigo. Que me vas a contar todo lo que sientas, lo que te pase, de lo que tengas miedo. Que voy a ser el primero en enterarme de lo importante en tu vida. Que yo voy a ser el primero al que recurras cuando tengas un problema. Prometeme, Camila.
—Te lo prometo.
—No prometas a la ligera, por favor.
—Lo prometo por mi vida, Lautaro. Y vos, ¿también me lo prometés?
—Sí, mi amor, te lo prometo.
Sellaron el voto con un beso. Camila terminó sentada a horcajadas de Gómez y le rodeó la cintura con las piernas para pegarse a su torso. Se dio cuenta de que el beso estaba descontrolándose al percibir la erección de Lautaro contra el
corderoy
del pantalón. Se apartó lentamente y apoyó la frente sobre la de él. La agitación de Gómez le golpeaba los labios y le secaba la saliva impregnada.