Read Nacida bajo el signo del Toro Online
Authors: Florencia Bonelli
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Las dos camionetas que los trasladaron hasta Alta Gracia frenaron a la entrada del Hospital Regional. Camila, que viajaba sola con sus padres, se apresuró a bajar, y lo mismo hizo Gómez. Se encontraron a mitad de camino y se abrazaron con actitud desesperada, sin prestar atención a las cámaras televisivas que los filmaban, ni a los periodistas que los observaban atónitos. La media hora de separación se había convertido en una pesadilla, y nada les importaba, excepto tocarse.
El personal del hospital, alertado de su inminente llegada, los aguardaba, listos para proceder a la revisión de protocolo. De nuevo, la hora en que los mantuvieron alejados, extrayéndoles sangre, auscultándolos, radiografiándolos, constatando sus reflejos y tomándoles la presión, estuvo a punto de aniquilar la cordura de los pacientes. Ximena, Josefina y Juan Manuel se echaban vistazos, entre azorados y preocupados, al ver la intensidad del abrazo de sus hijos y las frases susurradas y apasionadas que se dirigían en medio del pasillo del hospital.
—Lautaro y Camila están muy bien —los tranquilizó el director—. Ni siquiera presentan signos de hipotermia, que es lo más común en estos casos.
El hospital emitió un parte para la prensa y, en menos de cinco minutos, los noticieros repetían la información.
En la cantina del hospital, desayunaron café con leche y medialunas. Debido a la alegría del reencuentro, habían olvidado lo famélicos que estaban; no obstante, al primer sorbo y al primer bocado, el hambre de casi dos días rugió en sus estómagos, y devoraron en silencio.
—Coman despacio —les aconsejó la abuela de Lautaro—. Después de dos días sin comer casi nada, les va a hacer mal llenar el estómago tan rápido.
A la salida, varios periodistas los encararon con micrófonos. Juan Manuel pasó el brazo por los hombros de su hija en actitud protectora, y Ximena hizo otro tanto con Lautaro.
—Los chicos están bien —declaró Pérez Gaona—. Les agradecemos su preocupación. Ahora queremos llegar al hotel para descansar. Han sido días muy duros para todos.
—¡Camila! ¡Lautaro! —gritaban los periodistas—. ¡Cuéntennos qué fue lo que pasó! ¿Por qué se separaron del grupo?
—Una travesura de chicos —declaró Ximena.
Dominada por su sentido de la justicia, Camila habló sin meditar y, de pronto, una decena de micrófonos le ocultó la cara.
—No es así. Una travesura de chicos estúpidos fue lo que hicimos Sebastián y yo, pero no lo que hizo Lautaro. Él arriesgó su vida al salir a buscarnos y, gracias a que él estuvo con nosotros todo el tiempo, ahora estamos vivos. Nos habríamos muerto sin él.
La declaración de Camila enmudeció por un instante a los periodistas, que enseguida reanudaron su interrogatorio vociferado. No hubo nuevos comentarios. Los Gómez y los Pérez Gaona subieron raudamente a las camionetas y se dirigieron al hotel.
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Los compañeros de la Escuela Pública Número 2, que acababan de escuchar por televisión la declaración de Camila, salieron en bandada a recibirlos. Dos varones levantaron a Gómez y lo condujeron en andas hacia la galería del hotel, mientras los demás los seguían voceando su nombre y aplaudiendo. Camila abrazó a Bianca, Morena y Lucrecia y empezó a responder atropelladamente a sus preguntas. Vio por el rabillo del ojo que, en el momento en que sus compañeros bajaban a Lautaro, Bárbara se abalanzaba sobre él. Se alejó, no con talante airado ni ofendido, sino para evitarse la amargura de verlos frente a frente. Aunque no dudaba del amor del Lautaro, la herida aún estaba abierta y le dolía.
En tanto Gómez arreglaba sus asuntos con la más linda de la división, Camila, que había logrado alcanzar la recepción del hotel, se abandonó a los brazos de Rita y lloró, mientras le pedía perdón.
—¡Perdón por lo que te hice sufrir! ¡Perdoname, Rita!
—Te perdono, Cami. Lo importante es que están bien.
—¿Se sabe algo de Sebas? —preguntó, en tanto se secaba el rostro con la manga de la campera.
—Nada todavía. —Rita chasqueó la lengua y abrazó a Camila, conmovida por sus ojos celestes que volvían a anegarse—. Tené fe, Cami. Todo va a salir bien.
—Tengo tanto miedo de que pierda la pierna —susurró, y revivió la angustia que había experimentado pocas horas atrás mientras observaba empequeñecerse en el cielo el helicóptero que se alejaba con Gálvez en estado crítico.
Más tarde supieron que lo habían conducido al Hospital de Urgencias de la ciudad de Córdoba, donde, primero, le estabilizaron las constantes vitales, y, luego, lo ingresaron en el quirófano para intentar salvarle la pierna.
Como el país contenía el aliento desde la desaparición de los tres adolescentes porteños, el Hospital de Urgencias se vio tomado por asalto por medios periodísticos arribados desde los cuatro puntos cardinales. El cirujano realizó una declaración apenas abandonó el quirófano, incluso todavía llevaba puestos el mono y el gorrito, y el barbijo le colgaba bajo el mentón.
—La pierna de Sebastián no corre riesgos. Ha sido una fractura expuesta de la tibia de grado uno, es decir, con una herida pequeña, y, pese a que se trata de una fractura tardía, estamos sorprendidos porque no hay infección. Además, el hueso fue colocado de nuevo en su sitio.
—Doctor Di Bernardi —lo interrumpió una periodista—, ¿sabe que fue su compañero, Lautaro Gómez, un chico de dieciséis años, el que le colocó el hueso en su sitio?
—Eso oí. Sin duda, algo sorprendente. El chico sabía lo que hacía. Además, le inmovilizó las articulaciones circundantes, mantuvo la herida aislada y la curó con antisépticos. Estoy en posición de asegurar que Lautaro salvó la pierna y, tal vez, la vida de Sebastián.
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Después de pasarse casi una hora bajo la ducha, Camila se envolvió en su bata, se sentó en una silla y le permitió a Bianca que le secase el cabello para que no tomase frío. En tanto, sus nuevas amigas le referían la escena que Bárbara y Lautaro acababan de protagonizar en la galería.
—Gómez le dijo: “Bárbara, no vuelvas a tocarme. Entre vos y yo no hay nada. Y ya sé que fuiste cómplice de esta (y la señaló a Lucía) para enviarle los anónimos a Camila. Manténganse lejos de ella o no respondo de mí”. ¿Qué quiso decir con eso? —se interesó Lucrecia—. ¿De qué anónimo habla?
Camila les contó someramente e insistió en que terminasen de relatarle lo sucedido momentos atrás, entre Bárbara y Gómez.
—No pasó mucho más —admitió Morena—. Barbarita se fue llorando, con su perro faldero por detrás.
—Cuéntenme, por favor, qué pasó el día en que desaparecimos.
—Yo era la última que los había visto, a vos y a Gálvez —Bianca no lo llamaba Sebastián porque el musculoso le inspiraba un miedo reverencial—, y después a Lautaro, así que todos me preguntaban a mí.
—¿Cuándo nos viste a Sebas y a mí? Yo no te vi.
—Volví a buscarte al bosquecito porque no salías, y ahí te vi charlando con él. Y escuché lo que él te decía. Me sorprendió que aceptaras.
—Sí, fui una imbécil. Bianqui, cuánto me alegro de que vos hubieras visto para qué lado tomábamos. Te habrán vuelto loca a preguntas.
—Eso no me importaba. Quería decirles bien las cosas, quería ser precisa para ayudar con la búsqueda. Me llevaron al lugar exacto desde donde los vi partir a ustedes y a Lautaro.
—Y de él, de Lautaro, ¿qué podés decirme? Él me contó que habló con vos.
—¡Eso fue para alquilar balcones! —saltó Morena.
—¡No sabés cómo se puso
Barby!
—acotó Lucrecia, y Camila percibió que los lazos de fraternidad con esas chicas se afianzaban.
—De pronto —retomó Bianca—, veo que Lautaro camina en dirección contraria (él iba con Bárbara más adelante) y que viene hacia nosotras.
—Traía una cara… —evocó Lucrecia.
—Parecía que se quería comer a alguien —puntualizó Morena.
—“Bianca, ¿dónde está Camila?”, me encaró, y yo no sabía qué hacer, pero me miraba de un modo, que empecé a hablar como una tonta.
—Sí —ratificó Camila—, conozco esa mirada.
—Le dije todo. Que te habías ido con Gálvez, que él te había convencido, que vos al principio no querías… Todo. Me hizo volver al exacto lugar donde los había visto irse. Y me hizo mostrarle qué dirección habían tomado. Bárbara lo seguía y le iba gritando cosas.
—¿Qué cosas?
—¡Uf! —suspiró Morena—. Le decía que te dejara sola, que de seguro estabas cogiendo con Gálvez, que te dejase coger en paz, que no se metiera, que vos y él ya no eran novios, que no entendía por qué se preocupaba por vos, e insistía en que vos y Gálvez estaban cogiendo.
—También le dijo —intervino Lucrecia— que le iba a buchonear a Rita que vos y Gálvez se habían fugado y que él pensaba ir a buscarlos, así lo detenían y no lo dejaban ir.
—Perra —masculló Camila—. ¿Y él qué le dijo?
—Que si abría la boca, se olvidara de que él existía —recordó Morena—. Y le dijo algo que me hizo suspirar: “Ni un ejército me va a detener. Voy a ir a buscarla así tenga que cruzar el Infierno”. Con esa frase matadora, Bárbara cerró la boca, dio media vuelta y se fue.
—Yo le dije a Rita que se habían ido —confesó Bianca—. Como no volvían, nos asustamos. Y decidí contarle todo a Rita.
—Gracias, Bianqui. Hiciste lo correcto. Aquí la única imbécil fui yo.
—Y Gálvez —acotó Bianca.
♦♦♦
Camila se tomó unos minutos para apreciar la sensación de la ropa limpia sobre la piel perfumada. Se dio cuenta de que esa escapada, que habría podido terminar en tragedia, le había servido para valorar comodidades y lujos que ella siempre había dado por sentados. Se observó en el espejo y se vio demacrada y enflaquecida, aunque no fea. Se ocultó las ojeras, se arqueó las pestañas y se mojó el cuello con una colonia que Morena le insistió en que probase.
Salió al pasillo y, aunque estaba tentada de ir a buscar a Lautaro, se encaminó hacia la de sus padres. Esa era otra sorpresa: que ocupasen la misma habitación. Llamó a la puerta y le abrió Juan Manuel, que tenía un diario en la mano. Josefina, recostada en la cama, veía el noticiero. Volvieron a abrazarse los tres y guardaron un momento de silencio hasta que se diluyeron las ganas de llorar.
Camila advirtió que no había una cama matrimonial, sino dos individuales, y dedujo que, dada la capacidad colmada del hotel, sus padres se habían avenido a aceptar la única habitación libre que quedaba. No debía hacerse ilusiones de una reconciliación.
Sin embargo, algo había cambiado entre sus padres, como también entre sus padres y ella. La tormenta que había caracterizado su relación en los últimos tiempos, sobre todo con Josefina, comenzaba a amainar. Se sentó y les contó todo, desde la felicidad que había significado para ella encontrar a un chico como Lautaro Gómez, siguiendo por la desazón que le habían ocasionado los anónimos, la desesperación que le provocó enterarse de que Bárbara y Lautaro habían sido novios de verano, para terminar por confesarles que había decidido fugarse con Gálvez para darle celos a Gómez.
Josefina y Juan Manuel la escuchaban en silencio y solo la interrumpían para formularle preguntas puntuales. Al terminar el relato, Camila bajó la cabeza y se quedó a la espera del sermón.
—Juan —la oyó decir a Josefina—, esto que nos cuenta Camila me recuerda a aquella novia tuya, la pelirroja, que siguió molestándote incluso después de que nos casáramos. ¿Te acordás?
—Susana Tribejo.
—Veo que la recordás.
—Josefina, ¿cómo no voy a recordarla si casi la matás?
—¿Cómo? —se asombró Camila.
—Sí, hija. Tu madre la agarró de los pelos rojos que tenía y la sacudió como a una muñeca de trapo. La pobre quedó estúpida.
—¡La pobre! Era una zorra, Juan. Y no quedó estúpida.
Era
una estúpida. Y una lagartona, que quería quitarme a mi marido.
—Después de la zarandeada que le diste, querida mía, nunca más la volvimos a ver.
Camila rio a carcajadas. Juan Manuel y Josefina se le unieron.
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Al día siguiente, mientras desayunaban, Rita anunció que acababan de informarle que Sebastián Gálvez había pasado bien la noche en terapia intensiva y que su pierna evolucionaba favorablemente. Vítores y hurras inundaron el salón. Una vez acallados, la celadora volvió a tomar la palabra para referirles que, después de varias conversaciones telefónicas con las autoridades del colegio y las ministeriales, y de consultar a los padres de Lautaro y de Camila, se había decidido seguir adelante con el viaje. Les quedaban tres días antes de emprender el regreso. De nuevo se levantó una alegre vocinglería.
Los Pérez Gaona habrían preferido regresar con su hija. Si bien adoptaron una actitud mesurada y no se enfadaron, les resultaba difícil olvidar la desazón padecida durante las interminables horas en las que su preciada Camila había estado desaparecida. Sin embargo, al verla tan animada con la idea de compartir esos últimos días con sus compañeros, prestaron el consentimiento de mala gana y la llenaron de advertencias y consejos.
—En realidad —expresó Juan Manuel, en presencia de Gómez—, por lo único que dejamos que te quedes es porque está Lautaro para cuidarte.
—Yo tenía miedo —contó Josefina— de que Lautaro no los hubiese encontrado y de que vos y Sebastián anduviesen perdidos por un lado, y Lautaro, por otro. Yo sabía que, si Lautaro estaba con ustedes, iban a sobrevivir al frío y a los demás peligros.
—Yo la voy a cuidar —prometió Lautaro—. Toda mi vida —añadió.