Nacida bajo el signo del Toro (34 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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♦♦♦

 

La oscuridad avanzaba, implacable, desde el Este, mientras el ánimo de Camila se precipitaba en un abismo de amargura: Lautaro no regresaba y pronto sería de noche. No sabía qué hacer. Rezar no la satisfacía y se había cansado de juntar leña y paja. Tenía las manos lastimadas y doloridas. Se limitaba a permanecer de pie a la entrada de la cueva y fijar la vista en el paisaje, ansiando un indicio del regreso de Gómez.

Lanzó un alarido al avistar una figura alta y delgada, que se recortaba en el horizonte de cielo rojizo. Echó a correr. Se abrazaron y se besaron como si hubiese pasado un mes.

—¡No vuelvas a dejarme! —lo increpó, en medio del llanto—. ¡Te lo prohíbo! Casi muero de la angustia.

Gómez le aplastaba el pelo con caricias rudas y le permitía desahogarse. La contemplaba con amor y una media sonrisa colmada de paciencia.

—Camila, tenés que pensar que, si hoy no nos encuentra nadie (y, con la hora que es, ya no creo que lo hagan), tal vez tenga que irme para buscar ayuda. Gálvez tiene mucha fiebre, y los analgésicos se van a terminar, además de que no sirven para la infección.

—La herida no está infectada —declaró, con aire de nena caprichosa.

—Tiene la pierna hinchada. Yo no entiendo mucho, pero me parece que no es buen síntoma. También hay que pensar en que la comida se nos va a acabar…

—¡No quiero que me dejes!

—Alguien tiene que quedarse con Gálvez.

—Quedémonos los dos —le suplicó, y Gómez la abrazó, colmado de ternura—. Lautaro, no me importa morirme, si estoy con vos.

Esa declaración, que Camila había expresado con el corazón en la mano, pareció tocar una fibra íntima en él, porque le atrapó la cara helada entre las manos y, después de someterla a una de sus miradas desestabilizadoras, se inclinó y la besó con una pasión que la dejó sin respiración. El beso fue largo y desmesurado, y percibían la energía en todo el cuerpo, desde el cuero cabelludo erizado hasta los tensos dedos de los pies. En Camila nació, en forma de una agitación que le causó ardor en el pecho, la imperiosa necesidad de experimentar algo a lo cual no supo darle un nombre y que la dejó, además de aturdida, insatisfecha.

—¿Qué pasa? —jadeó Gómez.

Camila ocultó el rostro en su campera roja y sacudió la cabeza para negar. Después de todo, ¿qué le diría? Ni siquiera ella entendía lo que acababa de sucederle. Para conformarlo, expresó:
—Me siento tan sucia. ¿Podemos ir al arroyo? Podría lavarme bien los dientes, un poco las axilas, los pies, ponerme desodorante. —Entró en la cueva para buscar la mochila—: Sebas, ¿te molestaría quedarte solo un rato? Vamos y volvemos rápido al arroyo. De todos modos, casi no queda luz. No tardaremos.

Gálvez apenas separó la mano del suelo para concederles su venia. Guardaba silencio desde que había despertado, y, si bien no se quejaba, Camila y Lautaro sabían que se sentía muy mal, no solo a causa de la herida y de la fiebre; tanto analgésico con el estómago casi vacío comenzaba a pasar factura. Le dejaron a mano el termo con agua y un par de galletas dulces, y le acercaron un palo y varias piedras por si al zorrito que habían visto merodear se le ocurría entrar para quitarles la poca comida que les quedaba.

De camino al arroyo, Gómez reiteró su decisión:
—Mi amor, si mañana, apenas amanezca, nadie ha venido a rescatarnos, voy a tener que ir a buscar ayuda. Gálvez está muy mal.

Camila asintió y contuvo el llanto. Quería ser un sostén para él, no una carga.

 

♦♦♦

 

Los nervios y el cansancio la vencieron poco después de que regresaron del arroyo. Sintiéndose más limpia y con la mochila como almohada, se recostó sobre un colchón de paja y cerró los ojos.

—Se quedó dormida —oyó decir a Gálvez, y el instinto le indicó que no lo sacase del error—. Creo que si tardabas un minuto más, iba a volverse loca. Fue y vino mil veces, como una leona enjaulada. Mirá, juntó leña para un mes. —Dado que había tomado los analgésicos media hora antes, Gálvez se sentía un poco mejor y en disposición conversadora—. Nunca había visto una mina tan enamorada de un vago. Tenés suerte, Gómez. —Lautaro siguió acomodando el contenido de la mochila y sacando las botellitas y el termo que había llenado con agua del arroyo—. Ey, Gómez, ¿quién iba a decirnos que vos y yo estaríamos juntos en este quilombo?

—No estaríamos juntos en este quilombo si no fuese por tu ocurrencia de apartar a Camila del grupo para transártela.

—Yo no la aparté para transármela. En verdad, quería mostrarle un lugar alucinante que conozco. A Camila no la conquistás como a las demás. Es distinta. —Aunque Gálvez notó que irritaba a Gómez, prosiguió—. A ella no la impresiona nada de lo que impresiona a las demás. Es más fácil interesarla diciéndole que estás leyendo un libro o mostrándole un paisaje, que usando ropa de marca, pasándola a buscar en un auto de la puta madre o mostrándole que tenés un Rolex. Es rara. Pero es la mejor mina que conozco.

—Gálvez, te estoy teniendo paciencia porque estás con la gamba rota, pero creo que va a ser mejor que te calles. Me estás rompiendo las bolas.

—No te calientes, Gómez. Hay algo que tenés que saber. Ella siempre te fue fiel. Incluso cuando vos le pasabas a Barby por las narices, jamás aceptó vengarse usándome a mí, y eso que se lo ofrecí, no así, directamente, pero, mientras vos te pavoneabas con Bárbara en la televisión, yo le dije que estaba loco por ella, lo cual es cierto. —Camila percibió que el aire en la cueva se crispaba—. Tenía en la mano el arma para joderte. En cambio, ¿sabés lo que me dijo? Que seguía enamorada de vos y que estaría jugando conmigo si aceptaba mi propuesta. No hay duda, es más rara que un perro verde.

Camila aguardó con el aliento contenido. Oyó que Gómez cerraba el cierre de la mochila de manera violenta. Lo oyó aproximarse y sentarse en el suelo, junto a su cabeza. Creyéndola dormida, la manipuló con delicadeza infinita para quitarle la mochila y acomodarla sobre sus piernas.

—Gálvez, quiero que te quede algo muy claro. —Gómez se expresó en voz baja e inalterable; no hubo matices, ni inflexiones; igualmente, podría haberle dicho: “Gálvez, tomá agua”—. Camila me pertenece, y si volvés a acercarte a ella, te voy a quebrar las piernas. Así como te ayudé esta vez, no voy a tener ningún problema en quebrártelas después. Estoy harto de los que nos desean el mal. Toda la mierda empezó cuando a Bárbara se le ocurrió la magnífica idea de enviarle unos anónimos…

—No fue Barby la de los anónimos. Fue Lucía.

Camila se estremeció. Por fortuna, el espasmo que sufrió quedó camuflado con la alteración de Gómez.

—¿Qué decís?

—Fue Lucía. Para vengarse por lo del viejo, porque tu vieja lo echó de la fábrica de ustedes. Y el chabón ese con el que anda, Germán, le hacía los dibujos. Parece ser que se la gasta dibujando.

—¿Vos cómo sabés todo esto?

—Ella misma nos lo contó a Bárbara y a mí la noche de Vangelis, después de que ustedes se fueron. Nos pidió que la ayudásemos. Bárbara tenía que darte un beso para que ella les sacase una foto. No tuvo que hacer mucho esfuerzo. Le serviste la foto en bandeja.

—¿Y vos?

—Besar a Camila. Sí, sí, ya sé. Me vas a romper las piernas.

—Exactamente.

 

 

 

Por la mañana, después de dos noches en esa cueva, la situación se tornó crítica. Gálvez no despertaba; había perdido la conciencia y ardía en fiebre. Gómez calculó que sus pulsaciones eran bajas: cuarenta. Camila mojaba un pañuelo con la preciada agua del arroyo y se lo colocaba sobre la frente. Un minuto más tarde, el trapo estaba caliente.

Se había propuesto ser el sostén de Gómez y no estaba consiguiéndolo: mientras intentaba vanamente enfriar la cabeza de Sebastián, lloraba en silencio, agobiada por el miedo y, en especial, por la culpa. “Dios mío, no nos abandones. Por favor, enviá ayuda para que Sebas se salve. Acompañá a Lautaro. Protegelo, protegelo, te lo suplico”.

Lo observó de soslayo; estaba serio y preocupado, mientras se ajustaba los cordones de las zapatillas, listo para partir. Al verlo colocarse la mochila, no atrapó a tiempo el sollozo, que rebotó en las paredes de piedra. Corrió hacia él y le arrojó los brazos al cuello.

—No hay otra, mi amor. Si no, Gálvez se muere.

—Sí, sí.

—Ya sabés cómo encender el fuego. Cuidá con tu vida los fósforos y el encendedor de Gálvez. Dependen del fuego para no congelarse de noche.

—¿Vos estás llevando fósforos?

—Sí, no te preocupes. Tengo todo. Ahí te junté más madera y hojarasca.

—¡Lautaro, perdoname! ¡Decime que me perdonás! ¡Por favor!

—¿Qué tengo que perdonarte? —se sorprendió él.

—Que me haya comportado como una imbécil después de que supe que habías salido con Bárbara en el verano. Si no te hubiese alejado de mí, nada de todo esto habría sucedido. Nunca nos habríamos peleado. Pero soy una imbécil y, aunque sabía que estaba haciendo algo malo, no podía parar, estaba fuera de control. Mis celos y mi rabia y mi miedo eran gigantescos, y yo soy así, un desastre…

Gómez la acalló con un beso.

—No pienso perdonarte.

—Sí, perdoname.

—Ahora no. Cuando volvamos a vernos, entonces sí te voy a perdonar.

Salieron abrazados al frío del amanecer. Camila había decidido no volver a hablar; sabía que, dijese lo que dijese, lloraría a gritos, y él se marcharía abrumado.

—Por si alguien los encontrase antes de que yo vuelva con ayuda, deciles que camino hacia el Este, que fue por el lado en que entramos. —Camila agitó la cabeza para afirmar—. No salgas de la cueva si hay niebla. Jurame que no lo vas a hacer.

—Lo juro —contestó con dificultad, pues le temblaban los labios, aunque no de frío.

—Y yo te juro por tu vida, que es lo más sagrado, valioso y hermoso que tengo, que voy a volver con ayuda. Vos quedate tranquila y confiá en mí.

Sin remedio, rompió a llorar. Sabía que no sería capaz de detenerse. ¿Cómo haría para no correr detrás de él cuando lo viera alejarse? No le importaría abandonar a Sebastián, no le importaría nada, excepto él. Y de pronto lo entendió, y el estómago le dio un vuelco, como si se columpiase al borde de un abismo sin fin: el amor que sentía por Lautaro Gómez no era normal ni común ni corriente. Era una fuerza, un poder, una magia, que ella, la simple Camila Pérez Gaona, llena de defectos y de temores, y solo un puñado de mortales a lo largo de la historia de la humanidad habían experimentado. Entonces, sintió un agradecimiento infinito hacia Dios por haberla escogido a ella, a la simple Camila, para convertirse en la chica más afortunada del planeta.

—Mi amor —le susurró Gómez al oído—, necesito que te calles un momento. Me parece que oigo voces.

Camila, consciente de su imposibilidad de detener el llanto, hundió el rostro en el pecho de él e inspiró el aroma de su cuerpo para calmarse.

—¡Aquí! ¡Estamos aquí!

Gómez la apartó bruscamente, se desembarazó de la mochila y trepó la roca con la agilidad de una cabra. Pasado el instante de estupor, Camila lo siguió.

—¡Aquí! ¡Aquí! —vociferaban y agitaban los brazos.

Se oían ladridos. Camila se detuvo de golpe y se llevó las manos a la boca para contener el alarido que le hacía erupción en el pecho, mientras, incrédula, veía a Gómez caer de rodillas y recibir a Max en los brazos. Un momento después, el grupo de baqueanos y de funcionarios del parque corrió hacia ellos y los abrazaron.

—Tu perro nos guió hasta vos, Lautaro —le contó el guardaparque.

 

♦♦♦

 

Camila y Lautaro fueron transportados en una camioneta todo terreno. En el camino hacia el Centro de Visitantes del Parque Nacional Quebrada del Condorito, el guardaparque les explicó que el grupo de rescate había acampado en la quebrada para comenzar la búsqueda con las primeras luces del amanecer.

—Anoche, armamos las carpas no muy lejos de donde ustedes estaban. Tu perro te podría haber olfateado, pero el viento que se levantó anoche le jugó en contra. —Acarició la cabeza de Max—. ¡Qué animal magnífico!

El labrador iba sentado en la parte trasera de la camioneta. Camila y Lautaro lo abrazaban y besaban.

—¿Cómo es que está aquí? ¿Cómo lo trajeron? —quiso saber Gómez.

—Tu mamá y tu abuela viajaron con él en el avión militar que las trajo hasta Córdoba, junto con tus papás, Camila. Ellas les explicarán mejor. Pero te aseguro que no pudo haber sido mejor idea.

—¿Dónde está mi mamá?

—Ya avisamos por radio que los encontramos sanos y salvos. Los esperan en el Centro de Visitantes.

En el Centro de Visitantes, los esperaba, en realidad, una pequeña multitud, que amedrentó a Camila. “¿Qué nos harán por habernos apartado del grupo?”. Apretó la mano de Gómez y lo miró a los ojos para absorber su fortaleza.

—Tengo miedo —susurró.

—No tengas —dijo él—. Estás conmigo.

Camila asintió y se obligó a volver el rostro hacia la ventanilla para enfrentar el destino con la misma ecuanimidad que desplegaba su amado. Los divisó en la primera línea de gente: sus padres, Josefina y Juan Manuel, estaban abrazados y reían y lloraban de emoción a la vista de la camioneta que se aproximaba con los extraviados. Advirtió, tras un velo de lágrimas, que Juan Manuel besaba a su esposa. ¿Esta tragedia habría servido para reunirlos a ellos también?

Se precipitaron fuera del vehículo apenas se detuvo, y una oleada de aplausos y de vítores se levantó de la multitud. Max saltaba y ladraba junto a ellos. Camila se lanzó a los brazos de su madre, y enseguida sintió el apretón de su padre, que las contenía a las dos, y los besos que le prodigaba en la cabeza.

—¡Perdón, perdón, perdón! —era lo único que atinaba a articular.

—No hay nada que perdonar. Nada —lloriqueaba Josefina.

—Los hice sufrir mucho. Desobedecí las órdenes y me alejé del grupo.

—¿Por qué?

—Por idiota. Porque quería darle celos a Lautaro con Sebastián.

—Después nos vas a contar bien —dijo Josefina.

Ximena, Lautaro y su abuela, los tres con ojos brillantes de lágrimas y de alegría, se aproximaron a saludarlos. Max caminaba pegado a la rodilla de su dueño. Ximena mantuvo abrazada a Camila y la besó dos veces en la mejilla.

—Ximena —sollozó Camila—, su hijo me salvó la vida. Sin él, Sebastián y yo nos habríamos muerto. Es la mejor persona del mundo.

Ximena soltó una carcajada mezclada con llanto y volvió a abrazarla.

—Gracias por haber traído a Max.

—Esa no fue idea mía —la corrigió Ximena—, sino de Brenda. Me dijo: “Mamá, llevalo a Max. Él lo va a encontrar”. Al principio, me pareció un disparate. Pero ya ves que resultó una idea estupenda.

—Sí, estupenda —acordó Camila, y el cariño que la hermana de Gómez le inspiraba adquirió un cariz profundo, como el que sentía por Nacho.

Juan Manuel y Josefina abrazaron a Gómez y, tras la declaración de su hija, que Lautaro le había salvado la vida, le agradecieron con frases halagadoras y le prodigaron encomios.

—Siempre vamos a estar en deuda con vos, Lautaro —expresó Pérez Gaona—. Nada es tan valioso para nosotros como nuestros hijos. Camila es nuestro tesoro más preciado.

—El mío también —contestó Gómez, solemne, y los adultos rieron.

—¿Por qué hay tanta gente? —preguntó Camila, mientras salían del Centro de Visitantes para subir a los automóviles que los conducirían a Alta Gracia.

—Han tenido al país en vilo —respondió la abuela de Gómez—. Están en todos los noticieros del país.

 

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