Nacida bajo el signo del Toro (29 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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♦♦♦

 

Quedó delgada como un junco y, paradójicamente, no se sentía atractiva. Sobre todo, lamentaba que se le hubiesen reducido los senos. Aún padecía de debilidad general, y se movía lentamente para evitar que la cabeza le retumbase y las sienes le latieran. Aunque no tenía ganas de volver al colegio, la mañana del jueves se esmeró con el peinado y en disimular las ojeras.

—Estás muy linda —la lisonjeó Juan Manuel, que la llevaría al colegio en automóvil durante los primeros días, hasta que Camila recobrase la vitalidad.

—Gracias, pa, pero sé que parezco muerta.

—No, estás muy linda. ¿Desayunaste?

—Sí.

—¿Qué comiste?

—Café con leche, tostadas con manteca y jugo de naranja.

—Así me gusta.

—No te preocupes que, muy pronto, volveré a comer como siempre. Como lima nueva.

—Me parece muy bien. Te pescaste esa gripe tan feroz porque, culpa de esa dieta que hacías, tenías las defensas bajas.

“Y el corazón roto”.

Juan Manuel detuvo el automóvil en doble fila frente al colegio. Camila lo abrazó y lo besó y, al girarse para abrir la puerta, descubrió una silueta a través de la ventanilla. Era Lautaro Gómez, firme como un granadero. Enseguida se puso tensa. Respiró hondo y abrió. Gómez se inclinó y asomó la cabeza.

—Buen día, señor.

—Hola, Lautaro. ¿Cómo estás?

—Bien, gracias. Hola —la saludó, sin disfrazar su contento y su ansiedad.

—Hola —respondió Camila, con actitud serena, mientras pensaba en que la abuela Laura habría señalado que no era digno negarle el saludo. No obstante, simuló no percatarse de la mano que le extendía, y salió del automóvil por sus propios medios. Cruzó la vereda y subió las escaleras a la velocidad de un anciano. Gómez adaptaba el paso y se mantenía a su altura.

—Nacho me dijo que tu papá te iba a traer en el auto. Estaba esperándote.

“¿Por qué?”, le habría preguntado, pero guardó silencio; no podía darse el lujo de enredarse en una discusión y acabar con los pocos bríos que tenía apenas comenzada la mañana.

—¿Cómo estás? ¿Cómo te sentís?

—Bien.

—Estás muy pálida.

Camila reflexionó que, en el pasado, habría buscado una respuesta para justificar su mal aspecto. En ese momento, se mantuvo callada, pues no tenía nada para agregar. Sí, estaba pálida, era un hecho. Deseaba que la Camila de poco tiempo atrás, la que había anhelado agradar a todo el mundo, la que estaba encadenada a tantos mandatos ridículos, hubiese desaparecido para siempre. Tenía la impresión de que la gripe se había convertido en un proceso purificador o en una especie de metamorfosis, de la cual ella había surgido con una piel nueva.

—¿Leíste mi carta, la que te mandé con Nacho?

Camila se detuvo y lo miró a la cara para decirle la verdad:
—No, no la leí. Lautaro —pronunció su nombre con una inflexión que causó un envaramiento en él—, no sé por qué estás aquí, conmigo; no sé por qué estabas esperándome en la vereda; no sé por qué me escribiste una carta.

—Porque… —Cerró la boca cuando Camila levantó la mano en el gesto de acallarlo.

—No te estoy pidiendo respuestas, no te confundas. Solamente quiero pedirte que me dejes tranquila. Todo se terminó entre vos y yo. Eso quedó muy claro para mí. Quiero que sepas que no te guardo rencor. Sé que la mayor parte de la culpa fue mía.

—No.

—Sí, lo fue. Pero he sufrido mucho y ya no quiero seguir haciéndolo. Necesito estar tranquila para recuperarme.

—El aire de las sierras te hará muy bien.

Camila se alejó en dirección al baño. Después de encerrarse en el compartimiento, se permitió llorar, aunque sin hacer ruido. Había chicas dando vueltas por ahí.

 

♦♦♦

 

—Hola, Beni.

—¡Cami! ¡Qué alegría que hayas vuelto! —Benigno la abrazó y la besó.

—Gracias, Beni.

Camila advirtió el cambio en la actitud de su compañero cuando este la apreció con detenimiento. El llanto, que había barrido el corrector de ojeras, expuso su aspecto cadavérico sin miramientos.

—¿Ya estás curada? ¿Te sentís bien?

—La verdad es que todavía no me siento muy fuerte que digamos, pero no podía seguir faltando.

—¡Pero si nunca usás las faltas! Debés de tener un montón.

—No me gusta atrasarme con las clases. ¿Me podés prestar las carpetas, así fotocopio lo que hicieron en estos días?

—Yo ya te preparé todo —intervino Gómez, y Camila dio un respingo; no sabía que estaba detrás de ella—. Tomá, aquí te fotocopié lo que hicimos durante los días en que faltaste. —Le extendió un sobre tamaño oficio bastante abultado. Se quedó mirándolo sin pestañear.

—Te agradezco, Lautaro, pero no puedo aceptar.

—¿Por qué no? —se ofendió él.

Una voz le susurró: “¿Va a volver la Camila orgullosa de antes? ¿Te vas a convertir en otra
old lady
Lloyd? ¿No era que querías dejar atrás esas estupideces, las mismas que te apartaron de él?”. Otra voz, insegura y llorosa, se cuestionó: “Pero, si acepto, ¿creerá que es un indicio de que quiero volver con él? No quiero que crea eso”. “¿Por qué?”, insistió la voz segura. “Porque no quiero darle falsas esperanzas. Siento que algo se rompió para siempre entre nosotros, algo que no se puede reconstruir”.

—Porque no me sentiría cómoda aceptando —expresó.

Gómez le lanzó un vistazo furibundo y salió del aula. Antes de cruzar el umbral, arrojó el sobre en el cesto de la basura con un ímpetu que lo dio vuelta.

Finalmente lo había rechazado y, si bien estaba contenta con su respuesta, no terminaba de acertar con el verdadero motivo: ¿lo había hecho para castigarlo o porque quería empezar a olvidarlo?

 

♦♦♦

 

El timbre del primer recreo sonó, y Camila suspiró, agradecida. Necesitaba salir, respirar aire fresco y tomar un analgésico; le latía la cabeza.

—¿Te dieron franco en la morgue, Camila? —Bárbara la sorprendió mientras buscaba el comprimido de ibuprofeno en la mochila. Se incorporó de manera brusca y, por un instante, el entorno se volvió negro y se pobló de chispazos dorados. Después de recuperar el equilibrio, notó que Bárbara apoyaba una mano en el hombro de Gómez, que le daba la espalda y se mantenía quieto, como congelado en la silla.

—¿Por qué no te vas a destilar veneno a otra parte, pistacho? —la provocó Karen.

—Callate, ortiba. No te metás en lo que no te importa.

Camila se incorporó con la intención de salir al patio. Bárbara se interpuso en su camino.

—¿Viste el dije con cadena que me regaló Lauti? —Levantó uno de los que le colgaban en el cuello, uno plateado, con forma de corazón regordete. Era precioso.

Camila le sostenía la mirada, mientras se repetía: “Tranquila, tranquila”.

—Imagino que no se te ocurrirá venir a nuestro viaje a las sierras, ¿no?

“¿Por qué no tendrás un poco más de dignidad?”, le habría gritado. En cambio, manifestó, en voz baja:
—La nobleza es algo con lo que se nace.

—¿Qué? ¿Qué dijiste? —se enfureció Bárbara.

—Nada, no lo entenderías.

—¿Qué quisiste decir, imbécil?

—Acabala, Bárbara —intervino Gálvez—. ¿Por qué no la dejás en paz?

—Vamos, Barby —habló Lucía—. Estoy cagada de hambre.

—¿Vamos, Lauti? —lo invitó la Degèner, y le rozó el pabellón de la oreja con los dedos, sin apartar la vista de Camila.

“No le toques la oreja, no le gusta”.

—Sí, vamos. —Gómez se incorporó y salió detrás de las chicas más lindas del colegio, las mismas que tiempo atrás le habían gritado “langosta” y lo habían llamado
“nerd”
.

 

 

 

Camila consultó la hora. Eran las siete de la mañana del primer lunes de las vacaciones de invierno. Su padre conducía el automóvil; Nacho ocupaba el sitio del copiloto; Josefina y ella iban atrás. Se dirigían hacia la Escuela Pública Número 2.

No sabía por qué había decidido ir a las sierras cordobesas si los últimos días en el colegio habían sido los peores de su vida. El esfuerzo por mantenerse incólume a la hostil indiferencia de Gómez y a las agresiones e indirectas de Bárbara le minaban la energía y la sumían en una depresión que solo olvidaba zambulléndose en su libro de turno. En los recreos, desaparecía para leer. Había abandonado el sitio en el patio del colegio, a la vista de todos, y buscaba refugios. Se escondía en un compartimiento del baño, o en el aula clausurada, o en la biblioteca (muy pocos concurrían a la biblioteca), o pasaba el rato con Marisa, la enfermera, con quien había hecho buenas migas. De allí que volviese a preguntarse: “¿Por qué voy a subir al colectivo para pasar siete días con esta gente de la que me oculté la última semana?”. Para Alicia, la respuesta era una: “Seguís enamorada de él y querés estar cerca de él”. Para Camila, no surgía con tanta claridad. Por supuesto, seguía enamorada de él; engañarse a sí misma habría sido una estupidez. No obstante, ¿para qué someterse a la tortura de verlo con Bárbara? En las sierras de Córdoba no se cuidarían como en el colegio, y se besarían y se abrazarían sin freno. “Camilita”, habló la voz dura e inflexible en su interior, “vos sabés bien cuál es la verdad oculta tras esta decisión. Estás volviendo a las andadas; la vieja Camila está otra vez en escena y, por orgullo y por sed de venganza, querés darle celos a Lautaro con Gálvez, que se ha mostrado muy amigable últimamente. De hecho, te confesó que está loco por vos y, en la última semana, te defendió de Bárbara. Estás dando varios pasos atrás en tu camino hacia la evolución”. Estuvo a punto de pedirle a Juan Manuel que detuviese el automóvil y la llevase de nuevo a casa. No lo hizo.

La sobrecogió la imponencia del colectivo estacionado a las puertas del colegio. Una pequeña multitud, con bolsos y camperas de colores –en las sierras hacía mucho frío y solía nevar– ocupaba el ancho de la vereda. Camila se acobardó de nuevo.

—¡Uy, qué zarpadísimo que va a estar este viaje, Cami! —exclamó Nacho. “¿Te gustaría ir en mi lugar?”.

Juan Manuel y Josefina buscaron a Rita, la preceptora, y a Marisa, la enfermera, que los acompañarían; también lo haría la mamá de Bianca, una compañera tímida y menudita, a la que Camila rara vez le había oído la voz. La ubicó entre el gentío y se movió directo en su dirección.

—Hola, Bianca.

—Hola.

—¿Te gustaría compartir conmigo la habitación del hotel? —Les habían informado que las habitaciones eran para cuatro personas del mismo sexo.

—Bueno.

—¿A quién más podemos invitar?

—¿Te parece Morena?

—Sí, me parece bien. ¿Y qué tal Lucrecia?

—Sí, es muy piola.

Morena y Lucrecia aceptaron con una sonrisa, y, en su alegría, Camila apreció el mismo alivio de ella. Aunque no tenía bases para asegurarlo, sabía que acababan de formar un grupo homogéneo. Las cuatro compartían un sentimiento: odiaban a Bárbara Degèner y a Lucía Bertoni.

Camila regresó con su familia –era raro ver a Juan Manuel y a Josefina juntos– y, al cabo, se acercaron los Gómez para saludarlos.

—Ximena —dijo Juan Manuel—, te presento a Josefina, la mamá de Camila.

Camila percibió el sufrimiento que esa presentación causó a su madre. Además, olía sus celos como si fuesen un perfume. Ximena, dueña de una sensualidad taurina categórica, constituía el tipo de mujer que habría atraído a cualquier hombre. Por primera vez en sus dieciséis años, compadeció a Josefina y sufrió por ella, y no atinó con la manera de ayudarla. Se movió a su lado y le tomó el brazo.

—Hola —la saludó Gómez, y se inclinó para besarla.

Camila ladeó un poco la cara para recibir el clásico beso social, pero Gómez la sorprendió apoyando los labios y besándola deliberadamente, incluso se demoró para olfatearla, y Camila sintió la punta de su larga nariz contra la mejilla. Si había creído que se encontraría con el Euphoria que él le había regalado, se equivocaba de cabo a rabo. De hecho, había metido sus regalos en una bolsa de supermercado a la espera de la primera oportunidad para devolvérselos.

—¡Hola, Lauti! —Nacho no hacía un misterio de la adoración que el ex novio de su hermana le inspiraba y chocó las manos con él en un gesto que, resultaba evidente, practicaban desde hacía tiempo.

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