Nacida bajo el signo del Toro (24 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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—Sí, resulta obvio.

—Otra cosa: nunca vuelvas a meterte en una pelea. Podríamos haberte dado una piña sin querer.

—Lo sé. Solo quería que dejasen de pelear. Los dos patovicas estaban acercándose. ¡Sentí mucha desesperación! En la tele siempre pasan casos de chicos a los que muelen a golpes en los boliches.

—¿Ah, sí? —la provocó—. Yo pensé que lo hacías por Gálvez, para protegerlo, para que yo no le siguiese dando y lo lastimase.

—¿Qué? —De manera autómata, se alejó de él—. ¿En verdad pensás eso? Recién dijiste que te considero una langosta. Ahora me decís esto. Por favor, Lautaro, decime si es esto lo que realmente pensás, porque si es así…

—Si es así, ¿qué?

—No creo que podamos estar juntos sin confianza —declaró, y experimentó sentimientos encontrados y paradójicos: miedo y orgullo. Miedo, porque acababa de jugar una carta peligrosa, que podía volvérsele en contra. Orgullo, porque había vencido el pánico a pronunciar esas palabras que implicaban una ruptura, lo que siempre le causaba una sensación de desgarro. Permaneció con el aliento contenido a la espera de una respuesta.

—No —terminó por admitir Gómez—, en verdad no creo que me consideres una langosta, ni que te hayas metido para protegerlo a él.

Camila soltó el aire. Gómez le rodeó la cintura y enterró la nariz en su cuello.

—Me metí, sabiendo que podía salir lastimada, para protegerte a vos, no porque te considere una langosta, sino porque vos sos mío y no quería que nadie te tocase ni te lastimase. No dudes de mí, Lautaro, por favor.

—Está bien.

—¿Oíste lo que dijo Bárbara? —de pronto recordó Camila—. ¿Que todo era por mi culpa? Me dejó helada. ¿Qué quiso decir?

—Camila —habló Gómez con fastidio—, Bárbara estaba en un pedo que no veía. No podés tomar en serio las boludeces que dijo.

 

♦♦♦

 

Pasó un domingo estupendo en casa de los Gómez. Ximena la invitó a almorzar y Brenda le entregó su regalo de cumpleaños: una remera rosa claro con una Hello Kitty estampada. Después de comer, vieron una película, y Camila, que había pasado la noche en vela, se quedó dormida apoyada en el hombro de Lautaro. La despertaron sus besos. Se desperezó con una sonrisa y lo abrazó.

—Decime de nuevo lo que me dijiste hoy, cuando llegaste —le pidió él—, eso de que soy tuyo.

—Sí, mío y solo mío.

—¿Por qué?

—Porque sos mi novio.

—¿Y por qué soy tu novio?

—Porque me gustás. Me encantás.

—¿Y por qué te encanto?

—¡Porque sos una langosta! —bromeó.

—¿Ah, sí? ¿Una langosta?

—Sí, pero una muy inteligente y que me hace regalos copadísimos.

Se le echó encima para hacerle cosquillas. Camila terminó de espaldas en el sofá, sacudiendo las piernas y los brazos, y, aunque se trataba de una broma, recibió una justa medida de la fuerza física de Gómez. Al final, acabaron besándose sobre la alfombra y separándose abruptamente cuando Brenda entró en el
living
. Un ladrido de Max los había alertado.

Como hacía frío, Ximena preparó un chocolate espeso y aromático para merendar. Desde el filo de su tazón, Camila observaba a sus anfitriones y deseaba no tener que abandonar nunca esa casa. Sin embargo, a las seis de la tarde, con el cielo casi oscurecido, decidió partir. En el momento de la despedida, Camila abrazó a Ximena y le susurró:
—Gracias por haberle dado trabajo a mi papá.

—De nada, tesoro. Él se ganó mi confianza.

Gómez la acompañó hasta su casa, pero no subió; era muy tarde. Arrastró a Camila hasta un rincón de la recepción y, a escondidas de ojos indiscretos, le dio un beso apasionado.

 

 

 

La felicidad que había significado la reconciliación con Gómez y el día compartido con Ximena, Brenda y Max, se esfumó cuando entró en su perfil de Facebook y descubrió un nuevo mensaje privado de Soyelquesoy. “Esto sucedió cuando lo dejaste solo”, decía. La mano le tembló sobre el mouse. El sonido del click para abrir el archivo le chocó. La imagen se desplegó con una lentitud que parecía burlarse de su ansiedad y de su inquietud. De nuevo, Lautaro y Bárbara, uno frente al otro; esta vez, en Vangelis. El corazón le dio un salto al descubrir que estaban tomados de la mano; ella le sujetaba la izquierda con la derecha, ¿o él le sujetaba la derecha con la izquierda? Lautaro no era zurdo, por lo que resultaba más plausible que el impulso de aferrarlo hubiese nacido de ella. ¿Por qué le sostenía la mano? ¿Por qué Gómez no la rechazaba como hacía a menudo? ¿Porque ella se había ido al baño con Emilia y no estaba para controlarlo? Las dudas y los celos le recordaron a la obra de Shakespeare,
Otelo
, que había leído en el Saint Mary.

Sin apartar la vista de la pantalla, sin mover los párpados ni un músculo del rostro, Camila siguió lucubrando. La fotografía había sido tomada la noche anterior, en Vangelis, cuando estaban en compañía de todos, lo cual dificultaba la posibilidad de individualizar a Soyelquesoy; incluso, había dos chicos de la otra división, Ambroggiano y Schibert, ambos amigos de Lautaro, que se habían acercado para saludarlo y con los cuales intercambiaron unas palabras. A excepción de ella, todos tenían celulares con máquinas fotográficas.

Después de conjeturar durante un rato acerca de la identidad de Soyelquesoy, decidió que no seguiría adelante con su perfil en Facebook; le temía. Cada vez que tecleaba su usuario y la clave, contenía la respiración y apretaba los dedos de los pies. Rebuscó en el menú hasta dar con “Desactiva tu cuenta”. “¿Qué explicación le voy a dar a Lautaro cuando me pregunte por qué me di de baja? ¿Y si Soyelquesoy vuelve a usar el perfil de Nacho?”. “Una cosa a la vez”, recordó que Alicia solía decirle cuando ella se abrumaba frente a los problemas. Por lo pronto, desactivó su cuenta y se fue a dormir.

 

♦♦♦

 

—¿Diste de baja tu cuenta en Facebook? —le preguntó Gómez al día siguiente, apenas se despidieron de Nacho en la estación de subte.

—Sí.

—¿Por qué? —se extrañó, y Camila evocó la tarde en que la abrieron juntos, con Brenda opinando, intercediendo por ella y haciéndola reír. Sintió pena, al tiempo que culpa por mentirle y ocultarle lo de los anónimos. En verdad, estaba cansada del asunto y casi que no se acordaba de por qué no se lo había mencionado desde un principio. “Por miedo”, se recordó.

Se quedaron mirándose en el andén, absortos y ajenos al bullicio y a la gente que los rozaba al pasar. Los ojos de Gómez la mantenían congelada. Sabía que él no volvería a formular la pregunta, no volvería a decir “¿Por qué?”, aunque tampoco aceptaría un silencio por respuesta. Y, de seguro, se daría cuenta si ella le mentía.

Suspiró antes de expresar:
—Alguien me manda anónimos todos los días y ya estoy cansada.

Pasados unos segundos, Gómez le preguntó, de mal modo:
—¿El mismo que te mandó la foto de aquel dibujo en el pizarrón? —Camila asintió—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—No sé —contestó deprisa.

—¡No me digas “no sé”! No vos, que sos la mina más inteligente que conozco.

“¿Más que Karen, tu amiga de la infancia?”. De igual modo, la enorgulleció su halago. Tal vez, pensó, era lo más lindo que le había dicho, además de “te amo”.

—¿Por qué me lo ocultaste? —insistió; no soltaría la presa hasta lograr su objetivo.

—Porque tenía miedo de que te enojases.

—¿Los anónimos tienen que ver conmigo? —Camila asintió—. ¿Por qué? ¿De qué modo?

—Siempre son dibujos o fotografías en las que vos estás.

—Describímelos.

—No —se negó, cortante—. Si querés, después te los muestro.

—¿Cómo vas a hacerlo? —la apuró él—. ¿No es que diste de baja tu cuenta en Face? ¿O los grabaste en el disco duro?

Sintió que se ruborizaba hasta el cuero cabelludo al darse cuenta de su estupidez. Ya no la consideraría “la mina más inteligente que conocía”.

—Ahora no tengo ganas de describírtelas —contestó, de mal genio—. Después.

—¿Por qué tenías miedo de que me enojase por lo de los anónimos?

—Porque todo empezó el día en que le dije a Sebastián que estábamos de novios. Vos me habías dicho que me callase, que no abriera la boca, porque querías proteger lo nuestro. ¡Y tenías razón! —exclamó, iracunda—. Había que protegerlo —concluyó, pero sus palabras terminaron engullidas por el estrépito del tren.

Las puertas del subte se abrieron. Gómez la aferró por el codo y la obligó a entrar. No consiguieron asiento. Se tomaron del caño.

—Mirame —le exigió él al oído.

—¿Qué?

—Decime de qué son las fotos y los dibujos.

—No. Ahora, no.

—¿Cuándo recibiste el último mensaje?

—Ayer por la noche.

—¿Tenía foto o dibujo?

—Foto.

—¿Y solo te manda la foto o el dibujo?

—No, también me manda un texto.

—El de anoche, ¿qué decía?

Camila lo miró con rabia. Se sentía sometida a un interrogatorio policial.

—Esto sucedió cuando lo dejaste solo —contestó, al cabo.

—¿Eso decía? —Camila asintió—. ¿Cuando dejaste solo a quién?

—A vos.

—Describime la foto.

¡Maldito fuese! Le había dicho que lo haría después.

—Describímela, Camila. ¿Dónde sacaron la foto?

—En Vangelis.

—¿En Vangelis? Entonces, fue el sábado. ¿Y yo con quién estaba?

—La sacaron cuando me fui al baño con Emilia —dijo, y de pronto cobró seguridad y decidió revertir la jugada.

—¿Con quién estaba? —insistió él.

—¿No te acordás de con quién estabas, Lautaro?

—No. Estábamos todos.

—Hacé memoria.

Llegaron a destino. Camila se movió con rapidez y descendió sin esperar a Gómez, que la alcanzó cuando llegaron a la calle.

—¿Por qué no me esperaste?

—Porque quería darte tiempo para que hicieras memoria —le dijo, con acento mordaz.

—¡Estábamos todos! ¡Ya te dije!

Intentó que el enojo de Gómez no la asustase, aunque resultaba difícil. Era inusual verlo perder el control. La situación no solo la sorprendía; la inquietaba también. ¿Por qué Lautaro, siempre medido, estaba nervioso?

—Pero la foto te la sacaron con alguien en particular.

—¿Con quién? ¡Decime!

—¡Con Bárbara! —le soltó a las puertas del colegio—. ¡Vos y Bárbara, agarraditos de la mano!

¡Cómo habría deseado no ser testigo de la mueca de Gómez! La aterrorizó. La ocultación y el autodominio eran un arte que él dominaba tan bien como la acción de inhalar y exhalar; no obstante, su aseveración lo descolocó y puso en alerta; había impactado en una fibra íntima y dolorosa de él, y ella, por un instante, se había asomado a la profundidad de su perturbación.

Subió corriendo las escaleras, cruzó el umbral del colegio y no se detuvo hasta alcanzar el aula. Sabía, no con certeza, sino porque su percepción taurina se lo susurraba, que Gómez no la seguía y que aún permanecía estaqueado en la vereda.

 

♦♦♦

 

En el primer recreo, Camila simulaba leer. Sus ojos avanzaban sobre los párrafos, y ella no habría sabido decir de qué hablaban. Tenía taquicardia, y contaba los latidos cada vez que estos le golpeaban el pecho. Gómez vendría, no tenía duda al respecto. Sus palpitaciones se aceleraron cuando él se detuvo delante de ella. Mantuvo la vista en el libro y, a un tiempo, deseó que se fuese y que se quedase.

—Camila. —Una nota en la voz de Gómez desveló su desazón.

—¿Qué pasa?

—Tenemos que hablar.

—Está bien.

Gómez se sentó en el suelo, a su lado. No hizo ademán de tocarla.

—Describime la foto. Por favor.

Camila lo hizo, y se esforzó por mantener la calma y la imparcialidad. No quería arrepentirse de palabras y actitudes arrebatadas.

—Estuve haciendo memoria —habló Gómez—. La foto la sacaron un poco antes de que se armara el quilombo con Gálvez.

—Vos me dijiste que Lucía y Bárbara habían ido a provocarte, no a tomarte de la mano.

—Primero vino Lucía y me reclamó lo del nombramiento de tu viejo. Bárbara la empujó y le dijo que se fuese y que me dejase en paz. Me tomó la mano y me dijo que quería que hiciéramos las paces.

—¿Las paces? ¿Por qué las paces? A mí, Benigno me dijo que Bárbara había ido a provocarte, no a hacer las paces, y que por eso Sebastián había intervenido.

—Sí, así fue. Primero me pidió que hiciésemos las paces, que volviésemos a ser amigos. Como yo le dije que no estaba interesado en ser amigo de ella, me insultó, trató de pegarme. No sabía lo que hacía. Estaba muy colocada.

Camila flexionó las piernas, se las abrazó y apoyó la frente en el valle que formaban las rodillas. Lautaro no le decía toda la verdad. Olfateaba la basura que escondía bajo la alfombra. Giró el rostro y apoyó la mejilla izquierda sobre la rodilla. Le preguntó desde esa posición:
—¿Qué hay entre Bárbara y vos?

—Hay algo que quiero contarte desde que nos pusimos de novios, pero nunca encuentro el momento para hacerlo.

Camila volvió a ocultar el rostro en el valle de sus rodillas. Con la pregunta, había desencadenado lo que sobrevendría, pese a no contar con el valor para afrontarlo.

—Bárbara y yo estuvimos saliendo unas semanas durante el verano.

“Bárbara y yo”, repitió para sí, y un dolor físico, como una puntada larga y extendida, la atravesó de pies a cabeza. No podía hablar, no podía respirar. Los labios se le enfriaron y se le secaron.

—Camila, mirame, por favor.

—No. Seguí contándome. Yo te escucho.

—No hay nada que contar. Salimos unas semanas, no tuvo importancia para mí.

“¡Pero ella trató de suicidarse por tu culpa! ¡La más linda del colegio trató de suicidarse por vos, Lautaro! ¡Y yo la salvé!”.

—No digas eso —le reprochó, en cambio, y levantó la cabeza para perforarlo con una mirada rabiosa—. No me trates como a una retardada mental. Si vas a contármelo, será mejor que digas la verdad. Si no estás dispuesto a decirme la verdad, no digas nada.

—¿Qué querés que te diga?

Camila emitió un bufido e hizo el intento de incorporarse. Gómez la obligó a volver a su sitio.

—No te vayas, por favor. Quiero que hablemos.

Se quedaron en silencio. Estaban incómodos y no sabían cómo proseguir.

—¿Por qué empezaste a salir con ella? ¿Te gusta? —Soltó una risita sardónica—. ¡Qué pregunta idiota! ¡Claro que te gusta! Ella es lindísima y tiene un lomo que raja la tierra.

—No es eso. Ella nunca me atrajo, a pesar de…

—¡No me vengas con eso, Lautaro!

—¿Vamos a hablar bien? ¿Me vas a dejar que te diga la verdad? —Camila asintió con el rostro entre las rodillas—. A fines del año pasado, el instituto de karate dio una demostración en el Club de los Farmacéuticos. La madre de Bárbara es farmacéutica, por eso Bárbara va a ese club. Ese día me vio en la demostración.

“Y también te vio desnudo, mientras te bañabas en el vestuario”.

—Empezó a llamarme.

—¿Cómo consiguió tu teléfono?

—Yo se lo di ese día, en el club.

—Ah. ¿Y? ¿Qué pasó?

—Al principio, nada. Hablábamos.

—¿De qué hablaban?

—De cualquier cosa.

A Camila le resultaba intolerable imaginar a Bárbara y a Gómez flirteando. Ella habría jurado que Bárbara era incapaz de sostener una conversación que satisficiera al todopoderoso Lautaro Gómez. Apretó los párpados para borrar la escena. Rabiosa de celos, elevó el rostro y lo encaró con una mirada que, a las claras, lo afectó.

—¿Cómo pasaron al segundo nivel? ¿O cuando me decís que saliste con ella, me querés decir que se lo pasaron charlando como dos filósofos?

—No, claro que no. Un día, me pidió que la ayudase a preparar Física de tercero, que se la había llevado a marzo. A fines de enero, empezó a venir a casa y bueno…

Camila recordó los condones en el cajón de la mesa de luz.

—Está bien —dijo, y, de un salto, se puso de pie y se sacudió el polvo de la cola—. No quiero escuchar más.

—¡Camila! —Gómez se levantó y la detuvo por la muñeca—. ¿Por qué estás enojada? Yo no te metí los cuernos con ella. Esto pasó
antes
de que vos y yo nos pusiéramos de novios.

Era verdad, Gómez y Bárbara habían estado “saliendo”, como él se empeñaba en repetir —parecía que el verbo “salir” era menos comprometedor e importante que la expresión “estar de novio”—, antes de que ellos empezasen su relación. ¿Qué la enfurecía? ¿Por qué se sentía traicionada?

Entonces, recordó: “Te quiero desde el primer momento en que te vi. Te quiero desde el primer día de clase del año pasado, cuando apareciste en el aula. Tenías el pelo suelto y una vincha blanca, y estos mismos aros de perlas. Y una pollera larga hasta el piso, de color blanco, y unas zapatillas All Star rosas, y una carterita en bandolera, también rosa. No podía dejar de mirarte. Ese día me juré que ibas a ser mi novia”.

—Te quiero desde el primer momento en que te vi. Eso me dijiste el día en que nos pusimos de novios. Sin embargo, estuviste con otra.

El timbre anunció el final del recreo. Camila dio media vuelta y se apresuró en dirección al aula.

 

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