Nacida bajo el signo del Toro (20 page)

Read Nacida bajo el signo del Toro Online

Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
6.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

♦♦♦

 

Al día siguiente, Camila sonsacó con argucias a Benigno cuáles eran las herramientas de Facebook para un caso como el de Soyelquesoy.

—Una alternativa es bloquearlo desde tu perfil. Y además de bloquearlo, podés reportar la razón por la que lo hacés. No me acuerdo bien cuáles son, pero había una que me llamó la atención. Decía: “Esta persona me está acosando”. ¿Alguien está acosándote?

—¡No, Benigno! Simplemente quiero saber. No sé nada de Facebook y estoy aprendiendo.

—¿Por qué no le preguntás a Lautaro?

—A Lautaro le pregunté demasiado. ¿Te molesta que te pregunte?

—Para nada. Pero entiendo que no le preguntes a él. A veces, cuando yo le pregunto mucho sobre algo, se embola y me da cagazo. ¡Tiene un carácter!

El comentario dejó petrificada a Camila y, durante unos segundos, no prestó atención a lo que Benigno siguió diciéndole.

—Otra posibilidad es ir al perfil de la persona y desde ahí, denunciarlo. Según me contaron, Facebook le borra el perfil y todos los perfiles que tenga asociados a la misma dirección de
e-mail.

—Ah, qué bueno —murmuró—. Entonces, ¿ya no podría abrir un nuevo perfil en Facebook?

—Con la misma dirección de
e-mail
, no. Pero si crea otra, no tendrá problema.

Esto último la descorazonó. No tenía salida. Sospechaba que Soyelquesoy apelaría a cualquier argucia para seguir conectada con ella. Inventar una nueva casilla no presentaría un escollo para él. ¿O ella?

En el primer recreo, Camila observó, desde su sitio predilecto, que Bárbara consolaba a Lucía. Concentrada como estaba tratando de adivinar el motivo del llanto de Lucía (el tal Germán, seguramente), se sobresaltó cuando apareció Lautaro.

—Te asusté —declaró, y se sentó a su lado.

—Sí. Estaba mirando a Lucía. ¿Sabés por qué llora?

—Sí.

—¿Sí? ¿Cómo sabés?

—Bueno, lo supongo. El abogado de mi mamá presentó una denuncia penal contra el padre de Lucía. Por estafa y robo.

—¡Oh! ¿Por qué?

—Porque es lo justo. Ya te conté que el padre de Lucía nos estuvo estafando y robando desde que mi viejo se murió. Antes, cuando él estaba vivo, no se habría animado porque mi viejo lo habría descubierto al toque. Y lo habría matado. Pero con mi vieja… A ella le tomó un tiempo comprender el manejo de la empresa. Y bueno, ese hijo de puta se aprovechó.

—Aprovecharse de una viuda con dos chicos... No lo puedo creer.

—Mi mamá no habría hecho la denuncia penal si el padre de Lucía se hubiese quedado piola después del despido. Pero presentó una demanda en un juzgado laboral exigiendo una indemnización millonaria. Perro —masculló—. Después de todo lo que nos robó, encima exige una indemnización.

—¿Podría ir preso?

—No creo, pero al menos, dejará de joder con nosotros. ¿Así que soy feo? —disparó, sin mediar pausa ni explicación.

—¿Cómo?

—Tu prima Anabela. Ella dice que soy feo y que tengo cara de
nerd
. —Lautaro rio al ver cómo las mejillas de Camila se tornaban de un rojo profundo—. No me molesta.

—Borré los mensajes del muro para que no los leyeses —balbuceó, y, como el comentario le pareció idiota, se puso aún más colorada.

—Posta, no me importa. Sé que soy feo.

—¡No! Ya te dije que, para mí, sos hermoso. Lamento que hayas leído lo que Anabela puso en mi muro. Ella le da mucha importancia al físico.

Abandonó el libro sobre el suelo y se sentó sobre sus talones frente a Lautaro. Él, con la espalda contra la pared, permaneció quieto, expectante. Camila levantó el brazo y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. Gómez la seguía con una mirada atenta, tal vez desconfiada. Se inclinó y le besó la frente y el entrecejo, y a continuación depositó besos ligeros a lo largo de la nariz, siguiendo la línea torcida del tabique hasta alcanzar la punta, donde demoró los labios. Ambos se quedaron en suspenso. Camila percibía en el mentón la respiración acelerada de Gómez. Sacó la punta de la lengua y la pasó por la hendidura, la que le recordaba a la nariz de Gabriel Byrne. Resultó obvio que Gómez no se esperaba esa muestra desfachatada, y Camila experimentó una oleada de triunfo al sentirlo temblar y al oír su quejido ahogado. Las manos de él le aferraron la cintura, aunque no hicieron el intento por moverla, y se le clavaron en la carne.

—Camila…

—¿Qué?

—Quiero…

—¡No, Lucía! —La exclamación de Bárbara cortó el aire como un filo.

—¡Dejame!

Camila recibió un empujón y quedó sentada de costado, sobre el suelo. Gómez se puso de pie rápidamente y se inclinó para levantarla. No logró hacerlo. Lucía Bertoni le dio un golpe en el brazo.

—¡Hijo de puta! ¡Vos y tu vieja son unos hijos de puta!

—Lucía, calmate —le pidió Bárbara.

La escena violenta le quitó la capacidad de reacción y permaneció en el suelo durante unos segundos hasta que reaccionó y se puso de pie. Gómez le extendió el brazo para ayudarla y de nuevo Lucía disparó la mano para golpearlo, pero esta vez Gómez le sujetó la muñeca, y Lucía gritó de dolor.

—Lucía, te advertí el otro día que no me golpeases.

Gómez la soltó con un empellón, y Lucía trastabilló hacia atrás. Camila se aproximó a Lautaro y le tomó la mano.

—¡Decile a tu vieja que retire la denuncia contra mi viejo!

—Decile al tuyo que retire la demanda por cobro de indemnización.

—¡Es su derecho!

—¿También era su derecho robarnos y estafarnos?

—¡Esa es una mentira! ¡Una mentira de tu vieja! ¡Te lo voy a hacer pagar, Langosta! ¡Vos sabés que puedo hacértelo pagar!

—Vamos, Lucía —la conminó Gálvez, y le sujetó los hombros.

—¡Dejame, Sebastián!

—No, vamos —insistió—. Van a venir las preceptoras y vas a tener quilombo.

Camila y Gálvez cruzaron una mirada, y el aplomo que descubrió en los ojos verdes de Sebastián la sorprendió. Algo había cambiado en él.

 

 

 

La vida de Camila prosiguió matizada con momentos hermosos y otros que la angustiaban. Le parecía que vivía montada en una tabla de surf; a veces subía, a veces bajaba. La relación que, de manera tan inesperada e increíble, había comenzado con Lautaro Gómez marchaba viento en popa, y ella se convencía de que ocultarle la cuestión de los anónimos, que seguían llegando, era una decisión sabia para evitar su enojo y su preocupación. Ella había sido la culpable al revelarle su noviazgo a Gálvez.

Además de la cuestión de los anónimos y sus dibujos macabros, la separación de sus padres era su mayor fuente de preocupación, y Camila experimentaba una gran impotencia al ver deprimida a su madre y tan tenso a su padre. No hablaban desde aquel domingo en que Juan Manuel Pérez Gaona se había marchado. Si llamaba por teléfono y atendía Josefina, esta se limitaba a apoyar el auricular o el inalámbrico en un mueble y decir, con voz débil: “Teléfono, Camila”, “Teléfono, Nacho”, como si ni siquiera pudiese pronunciar el nombre de su esposo o el vínculo que lo unía a sus hijos.

Alicia Buitrago se había convertido en una pieza fundamental de su vida, no solo porque le pagaba un sueldo estupendo, sino porque con ella se desahogaba al confiarle sus pensamientos más íntimos. Ni con Lautaro experimentaba la libertad absoluta que le inspiraba Alicia.

—¿Por qué no querés decirle a Lautaro lo de los anónimos? —quiso saber Alicia.

—No sé, me da miedo.

—¿Miedo de qué?

—De que se enoje conmigo. Él no quería que los demás se enterasen de que estamos de novios porque quería protegernos.

—¿Protegerse? ¡Típico escorpiano! Desconfían de todos y de todo. De igual manera, no es bueno que, desde el comienzo, tengas miedo de ser franca con él, Cami. En una pareja, la confianza lo es todo.

—Sí —admitió, con cabizbaja.

—¿Estás segura de que solo le temés a su enojo? ¿Y a que te deje?

—Sí, a eso, sobre todo.

—Ahora me toca decir: ¡típico taurino! Le tienen pánico a la pérdida.

—Y como los escorpianos no le tienen miedo a nada —expresó Camila, con voz sarcástica—, estoy segura de que él no tendría problema de dejarme de un día para el otro.

—¿Por qué te dejaría de un día para el otro? Vos no sos la culpable de los anónimos.

—¿No lo soy? Yo fui la que reveló en la división que estábamos de novios cuando él me había pedido que no lo hiciera.

—¿Cuánto tiempo podían ocultarlo? No mucho, por cierto. Pero insisto: ¿por qué te dejaría a causa de unos anónimos?

—No lo sé, es algo que intuyo, que percibo. Siento que, si le cuento lo de los anónimos, algo muy frágil se romperá y nada volverá a ser como antes. Le tengo miedo a su enojo —admitió—. Tengo miedo de que deje de admirarme y respetarme.

—Ay, Cami, Cami... Sin duda, el Plutón de Lautaro, su centro más grande de poder, es muy fuerte. Pero vos también sos una mujer plutoniana y fuerte. No te dejes avasallar por la parte oscura de tu Tauro. Tenés todas las herramientas para combatir este desánimo. Deberías decírselo.

—Sí, tal vez.

La verdad era que dependía de Lautaro; él era su fuente de alegría y de seguridad, como también lo era de su familia. De Nacho, por ejemplo, a quien, además de apadrinar en el movimiento scout y de enseñarle Matemáticas –se había sacado tres en la última prueba–, llevaba al instituto de karate y le pagaba las clases; Camila insistía en hacerse cargo de la cuota mensual, pero Gómez se rehusaba con una firmeza difícil de vencer. También era una buena influencia para su madre, a quien la presencia de Gómez le cambiaba el humor. Lautaro la halagaba sutilmente –“Qué bien le queda ese vestido, Josefina”, “Qué rica torta. ¿La hizo usted, Josefina?”, “¡Me encanta la decoración de este
living
!”, “¡Qué buen corte de pelo, Josefina!”–, y Josefina caía rendida a sus pies. Camila se abstraía y los observaba interactuar, y se debatía entre dos sensaciones: de felicidad, por ver contenta a su madre, y de suspicacia, al preguntarse si Lautaro Gómez trataría con tanta destreza a todas las mujeres.

Una tarde en que releyó la parte referida al hombre escorpiano en el libro de Linda Goodman, se dio cuenta de que sus suspicacias no eran vanas. La astróloga aconsejaba a las mujeres unidas a escorpianos que con sus celos hicieran un paquete y que lo guardasen en un baúl. Y aseguraba algo con lo cual Camila acordó: a un escorpiano no se le moverá un pelo por muchas lágrimas que su mujer derrame o por muy feroz que sea la escena colérica que monte. La frase que leyó a continuación, lejos de serenarla, la angustió:
Es leal a sus vínculos profundos, y lo único que hace con esas chicas es practicar sus poderes hipnóticos.
¡Ella no quería que practicase nada con nadie, excepto con ella! ¡Lautaro era suyo y de nadie más! Pero la resignación en este caso se presentaba como cosa de sabios, pues parecía ser que las mujeres encontraban irresistibles a los escorpianos y era infructuoso luchar contra esa realidad.

Al leer la siguiente declaración de la Goodman, que nadie es más poderoso que el Escorpión para resistir los continuos halagos y las tentaciones, se preguntó si la astróloga la había escrito para consolar a la lectora que estaba de novia con un nativo de este signo o porque era verdad.

¡Qué duro resultaba admirar su habilidad con las mujeres y no poder gritar e insultar! Le sucedía a diario en el colegio –de pronto, se había vuelto irresistible para varias, sobre todo después de que salió a la luz la noticia de que participaría en el maratón de Matemáticas y Física–, entre las scouts, aun sus pequeñas alumnas de karate le coqueteaban. También le ocurrió durante la ocasión en que lo llevó a tomar el té a la casa de la abuela Laura y se topó con Anabela y Emilia. Sospechaba que el encuentro no era fortuito; su abuela Laura se había propuesto matar dos pájaros de un tiro: conocer a Lautaro y propiciar la reconciliación, aunque nunca hubiese habido pelea, entre sus nietas.

Anabela, que al ver la fotografía de Lautaro en Facebook había declarado que era feo, al final de la tarde, Camila estaba segura, habría manifestado lo contrario; de igual modo Emilia. En su maestría para cautivar al auditorio femenino, Gómez parecía más grande, de veinticinco años, no de dieciséis. Después de mucho estudiarlo desde un rincón y atragantándose con los celos, Camila descubrió que, sutilmente, como el arácnido que era, tejía una red basada en halagos, anécdotas y muestras de su vasta cultura, que les imposibilitaba el escape. La frase “cinturón negro, primer dan” y la explicación que la acompañaba arrancaban exclamaciones y gestos desmesurados.

Other books

Cash Burn by Michael Berrier
Playing Days by Benjamin Markovits
Farther Away: Essays by Jonathan Franzen
The Passenger by Jack Ketchum
Never Say Spy by Henders, Diane
Cartwheel by Dubois, Jennifer
In a Different Key: The Story of Autism by John Donvan, Caren Zucker