Read Nacidos para Correr Online
Authors: Christopher McDougall
—Ok —dije—. Entonces, ¿cuál es la manera correcta de correr?
—Esa es la eterna pregunta —respondió la doctora Davis.
Y en cuanto a la eterna respuesta… bueno, era complicada. Quizá enderezaría mis zancadas y obtendría una mejor amortiguación del impacto si apoyaba primero la parte media del pie, más rolliza, en lugar del huesudo talón. Pero. quizá sólo estaría cambiando un problema por otro. Al hacer unos pequeños ajustes en mi forma de andar podía de pronto sobrecargar el talón y el tendón de Aquiles con una tensión a la que no están habituados y así enfrentarme con un nuevo lote de lesiones.
—Correr es duro para las piernas —dijo la doctora Davis.
Era tan amable y escrupulosa. Podía imaginar lo que estaba pensando: “Especialmente
sus
piernas, grandullón”.
Había vuelto justo al lugar donde había empezado. Después de meses de ver especialistas y buscar estudios médicos en la Web, todo lo que había conseguido era ver cómo mis preguntas me eran devueltas:
—¿Por qué me duele el pie?
—Porque correr es malo para ti.
—¿Por qué correr es malo para mí?
—Porque hace que te duela el pie.
¿Pero por qué? A los antílopes no les duelen las espinillas. Los lobos no tienen que aplicarse hielo en las rodillas. Dudo que el ochenta por ciento de los caballos salvajes queden discapacitados por lesiones de impacto. Lo cual me recuerda un proverbio atribuido a Roger Bannister, quien, mientras estudiaba medicina, trabajaba como investigador clínico y escribía parábolas concisas, se convirtió en el primer hombre en bajar de la marca de cuatro minutos por milla: “Cada mañana una gacela se despierta en África. Esa gacela sabe que debe correr más rápido que el león más veloz o de lo contrario morirá. Cada mañana en África, un león se despierta. Y sabe que debe correr más rápido que la gacela más lenta, o pasará hambre. No importa si eres la gacela o el león, cuando el sol sale, será mejor que estés corriendo”.
Así que, ¿por qué todos los demás mamíferos están capacitados para depender de sus piernas excepto nosotros? Ahora que lo pienso, ¿cómo un tipo como Bannister puede salir corriendo del laboratorio todos los días, machacarse en una dura pista de carreras llevando unas pantuflas de cuero, y no solo conseguir ganar velocidad sino, además, no lesionarse nunca? ¿Cómo es que algunos de nosotros podemos correr como un león o como Bannister cuando el sol aparece cada mañana, mientras que el resto necesitamos un buen puñado de ibuprofeno antes de poner siquiera un pie sobre el suelo?
Estas eran preguntas muy buenas. Pero yo estaba a punto de descubrir que los únicos que conocían las respuestas —los únicos que
vivían
las respuestas— no estaban hablando.
Especialmente con alguien como yo.
En el invierno de 2003, estaba en una misión de trabajo en México cuando empecé a hojear una revista de viajes en español. De pronto, una foto de Jesucristo corriendo por una pendiente de rocas me llamó la atención. Una inspección más detallada reveló que si bien podía no ser Jesucristo, sin lugar a duda se trataba de un hombre en bata y con sandalias corriendo hacia abajo en una montaña de escombros. Empecé a traducir el pie de foto, pero no alcanzaba a entender por qué estaba en tiempo presente; parecía una fantasiosa leyenda acerca de un extinto imperio de superhombres evolucionados. Poco a poco fui entendiendo que tenía razón, excepto por los adjetivos “extinto” y “fantasiosa”.
Me encontraba en México buscando a una desaparecida estrella pop y su secta de lavadores de cerebros para la
New York Times Magazine
, pero el artículo que tenía que escribir de pronto me pareció soporífero comparado con el que estaba leyendo. Las estrellas pop fugitivas y extravagantes van y vienen, pero los tarahumaras parecían vivir por siempre. Abandonada a su suerte en sus misteriosos escondites de los cañones, esta pequeña tribu de ermitaños había logrado resolver casi todos los problemas conocidos por el hombre. Piensa en cualquier categoría —mente, cuerpo o alma— y los tarahumaras estaban acercándose a la perfección. Parecía que hubieran convertido secretamente sus cuevas en incubadoras de premios Nobel, todos trabajando en pos de acabar con el odio, las afecciones cardíacas, los dolores de espinillas y el efecto invernadero.
En la tierra de los tarahumaras no existía el crimen, la guerra ni el robo. No había corrupción, obesidad, drogadicción, avaricia, violencia doméstica, abuso de menores, afecciones cardíacas, problemas de presión arterial o emisiones de carbono. Los tarahumaras no enferman de diabetes, ni se deprimen, ni siquiera envejecen: los hombres de cincuenta años vencen a los adolescentes, y los abuelos de ochenta pueden correr montaña arriba distancias maratonianas. Su tasa de afectados por el cáncer era casi inexistente. El genio de los tarahumaras incluso alcanzaba la economía, ya que habían creado un sistema financiero único, basado en una bebida alcohólica y en aleatorios actos de desprendimiento: en lugar de dinero, intercambiaban favores y cubas de cerveza de maíz.
Uno esperaría que una economía alimentada por alcohol y obsequios degenerase en una disputa de borrachos peleando a dos puños, como apostadores arruinados en el bar de un casino, pero en el mundo de los tarahumaras, funcionaba. Quizá debido a que los tarahumaras son trabajadores e inhumanamente honestos; incluso un investigador ha llegado a especular con que tras tantas generaciones de honestidad, el cerebro tarahumara era químicamente incapaz de producir mentiras.
Y como si ser las personas más amables y felices del planeta no fuera suficiente, los tarahumaras eran además los más fuertes: pareciera que su única característica capaz de rivalizar con esa serenidad sobrehumana era su tolerancia sobrehumana al dolor y la “lechuguilla,” un espantoso tequila casero hecho con restos de serpiente cascabel y savia de cactus. Según uno de los pocos forasteros que había presenciado una fiesta como Dios manda de los tarahumaras, los asistentes se emborrachaban tanto que las mujeres luchaban entre ellas arrancándose la ropa que les cubrían los senos, mientras que un anciano guasón intentaba arponearles el trasero con una mazorca de maíz. Los hombres, mientras tanto, contemplaban la escena paralizados con la mirada perdida. Las barrancas en plena luna de cosecha no tienen nada que envidiarle a Cancún en
spring break
.
Luego de festejar toda la noche así, los tarahumaras se despiertan a la mañana siguiente para enfrentarse en una carrera que puede durar no dos millas, ni dos horas, sino
dos días enteros
. Según el historiador mexicano Francisco Almada, un campeón tarahumara corrió una vez 435 millas, el equivalente a salir a correr en Nueva York y no detenerte hasta llegar a Detroit. Otros informes hablan de corredores tarahumara recorriendo 300 millas cada uno. Eso son casi doce maratones seguidas, mientras el sol sale, se pone y vuelve a salir.
Y los tarahumaras no van sobre caminos lisos y pavimentados sino que recorren escarpados senderos en los cañones, moldeados por sus propios pies. Lance Armstrong es uno de los más grandes atletas de resistencia de todos los tiempos, y sólo podría arrastrar los pies a lo largo de su primera maratón si no tomara su ración de gel energético casi cada milla (Mensaje de texto de Lance a su ex mujer tras la maratón de Nueva York: “Oh. Dios. Mío. Ay. Espantoso”.). ¿Y aun así estos tipos estaban echándose doce de golpe?
En 1971, un fisiólogo americano llegó haciendo senderismo a las Barrancas del Cobre y quedó tan asombrado por la forma atlética de los tarahumaras que tuvo que retroceder veintiocho siglos para encontrar una vara de medir que se ajustara al caso. “Probablemente nadie desde los tiempos de los antiguos espartanos ha conseguido un estado físico comparable”, concluyó el doctor Dale Groom al publicar sus descubrimientos en el
American Heart Journal
. A diferencia de los espartanos, sin embargo, los tarahumaras son tan benignos como los
bodhisattvas
[5]
; no utilizan su fuerza para dar palizas sino para vivir en paz. “Como cultura, son uno de los mayores misterios sin resolver”, dice el doctor Daniel Noveck, antropólogo de la Universidad de Chicago especializado en los tarahumaras.
Son tan misteriosos que, incluso, son conocidos por un alias. Su nombre real es rarámuri, que significa “la gente que corre”. Fueron apodados “tarahumaras” por los conquistadores que no entendían su lengua tribal. El nombre ilegítimo quedó porque los rarámuris hicieron honor a su nombre original, huyendo en lugar de quedarse a discutir el asunto. Esa manera de responder a las agresiones poniendo tierra de por medio, es característica de los rarámuris. Desde que Cortés y sus invasores de armadura llegaron tintineando a estas tierras hasta los capos mexicanos de la droga, pasando por las invasiones de Pancho Villa y sus jinetes temerarios, los tarahumaras han respondido siempre a los ataques corriendo más lejos y más rápido que cualquiera, refugiándose en zonas aún más profundas de las barrancas.
“Dios, deben ser increíblemente disciplinados”, pensé. “Enfoque y dedicación total. Los monjes Shaolin de las carreras”.
Bueno, no realmente. A la hora de prepararse para la maratón, los tarahumaras prefieren un estilo carnaval. En lo que a dieta, estilo de vida y ardor estomacal se refiere, son la pesadilla de cualquier entrenador de atletismo. Beben como si estuvieran celebrando el Año Nuevo una vez a la semana, ingiriendo suficiente cerveza de maíz a lo largo del año como para pasar cada tercera parte de los días de su vida adulta borrachos o con resaca. A diferencia de Lance, los tarahumaras no reponen energía con bebidas para deportistas ricas en electrolitos. No recuperan fuerzas con barras de proteínas entre ejercicios; de hecho, casi no comen proteínas, se alimentan de poco más que maíz molido acompañado de su manjar favorito: ratón a la barbacoa. Cuando se aproxima el día de la carrera, los tarahumaras no entrenan ni reducen distancias como parte de su preparación. No estiran ni calientan. Tan solo se acercan a la línea de partida riendo y haciendo bromas… y luego corren como alma que lleva el diablo durante las próximas cuarenta y ocho horas.
“¿Cómo es posible que no se lesionen?”, me pregunté. Es como si un empleado de oficina hubiera colocado las estadísticas en las columnas equivocadas: ¿No deberíamos ser nosotros —los que tenemos zapatillas de tecnología punta y plantillas hechas a medida— los que no estuviéramos heridos, y los tarahumaras —que corren mucho más, en terrenos rocosos y con calzado que difícilmente califica como tal— constantemente machacados?
“Sus piernas son, simplemente, más resistentes, dado que han estado corriendo toda la vida”, pensé, antes de advertir mi propia metedura de pata. “Pero si fuera así deberían lesionarse más, no menos: si correr es malo para las piernas, entonces correr mucho es mucho peor”.
Dejé a un lado la revista, sintiéndome a la vez intrigado y molesto. Todo acerca de los tarahumaras parecía enrevesado, ridículo y tan irritantemente incomprensible como los acertijos de un maestro Zen. Los tipos más duros eran a la vez los más dulces; las piernas maltratadas eran las más llenas de vitalidad; la gente más saludable tenía la peor dieta; la carrera más inculta era la más sabia; los tipos que trabajaban más duro eran los que más se divertían… ¿Y qué tenía que ver correr con todo esto? ¿Era una coincidencia que los tipos más inteligentes del mundo fueran además los corredores más asombrosos? Los exploradores solían escalar el Himalaya para encontrar este tipo de sabiduría. Pero, durante todo este tiempo, descubrí, se encontraba a un salto de la frontera tejana.
DESCUBRIR DÓNDE cerca de la frontera, de todas formas, iba a ser complicado.
La revista
Runner’s World
me encargó que fuera en busca de los tarahumaras a las barrancas. Pero antes de empezar la búsqueda del fantasma, necesitaba dar con un cazafantasmas. Salvador Holguín, me dijeron, era el hombre para el trabajo.
De día, Salvador es un administrador municipal de treinta y tres años en Guachochi, un pueblo fronterizo al filo de las Barrancas del Cobre. De noche, es un cantante mariachi, que además lo parece; con la barriga cervecera, los ojos negros y la pinta de quien lleva una rosa entre los dientes, es la justa imagen de un tipo que divide su tiempo entre sillas de oficina y barras de bar. El hermano de Salvador, sin embargo, es el Indiana Jones del sistema escolar mexicano; cada año, carga un burro con lápices y cuadernos y se adentra en las barrancas para reabastecer los colegios al pie de las barrancas. Debido a que Salvador se apunta a todo, en ocasiones se ha escapado del trabajo para acompañar a su hermano en estas expediciones.