Nada que temer (33 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

BOOK: Nada que temer
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En cuanto al reloj de oro, ha permanecido durante decenios en la gaveta de mi escritorio. Tiene una leontina de oro para prenderla en el chaleco y una correa de cuero por si prefieres colgarlo del ojal de la solapa hasta el bolsillo superior de la camisa. Vuelvo a abrirlo: «Obsequiado al señor B. Scoltock por directivos, maestros, alumnos y amigos, tras cesar al cabo de 18 años como director en la escuela anglicana de Bayston Hill. 30 de junio de 1931». No sabía que mi hermano lo hubiera codiciado, y por eso le digo ahora, unos cuarenta años después de sufrir esta emoción pecaminosa, que se lo regalo. «Creo que él habría querido que tú te quedases con ese reloj», contesta. ¿Que habría querido? Mi hermano me toma el pelo con este hipotético deseo del difunto. Prosigue: «Más concretamente, yo quiero que te lo quedes.» Sí, en efecto, sólo hacemos lo que queremos.

Someto a mi hermano el tema del abuelo y el remordimiento. Tiene dos explicaciones, «la primera quizá demasiado trivial»: una vergüenza incesante por haberle pegado a su nieto cuando arrancó las cebollas del huerto. La segunda sugerencia, más seria, es la siguiente: «Cuando me contaba historias [de la Primera Guerra Mundial], se detenían en el momento en que el barco zarpaba hacia Francia y luego se reanudaban en el hospital en Inglaterra. Nunca me dijo una palabra sobre la guerra. Supongo que estuvo en las trincheras. Estoy seguro de que no ganó medallas y de que tampoco le hirieron (ni siquiera una herida nimia para obtener un permiso). Así que debieron de repatriarle por lesiones en los pies sufridas en las trincheras o por neurosis de guerra. En todo caso, por algo nada heroico. ¿Dejó en la estacada a sus camaradas? Una vez pensé que intentaría averiguar lo que hizo realmente en la guerra; sin duda debe de haber archivos de su regimiento, etc., etc.: pero por supuesto nunca llegué a hacer nada.»

Guardo en mi archivo la partida de nacimiento del abuelo, su certificado de matrimonio y su álbum de fotos: el libro encuadernado en tela roja y titulado «
Escenas de carreteras y caminos
». Aparece sentado en una motocicleta en 1912, con la abuela montada detrás; descansando pícaramente la cabeza en el pecho de ella al año siguiente, al mismo tiempo que le agarra la rodilla con la mano. En otra foto le vemos el día de su boda, con la mano alrededor del hombro de la novia y la pipa ladeada delante de su chaleco blanco, mientras Europa se apresta a despedazarse; en la luna de miel (una foto de estudio que se ha descolorido menos); y con «Babs» —como llamaban a mi madre antes de convertirse en Kathleen Mabel—, nacida diez meses después de la boda. Hay fotos de él de permiso, primero con dos galones —Prestatyn, agosto de 1916— y por último con tres. Para entonces el sargento Scoltock está en el hospital Grata Quies, a las afueras de Bournemouth, donde él y otros pacientes parecen notablemente alegres cuando posan disfrazados para una fiesta. Aquí está mi abuelo con la cara pintada de negro, primero con un tal Decker (travestido de enfermera) y después con Fullwood (de Pierrot). Y de nuevo está esa foto, la cabeza de una mujer, todavía fechada a lápiz en septiembre de 1915, pero con el nombre (o quizá el lugar) borrado y la cara tan llena de marcas y agujeros que sólo se ven los labios y el pelo crespo. Una borradura que la vuelve más intrigante que la «enfermera Glynn» o incluso que el «Sargento P. Hyde, muerto en combate, dic. de 1915». Una borradura que me parece un símbolo mucho mejor de la muerte que la calavera omnipresente. Sólo llegas al hueso pelado después de haberte podrido un tiempo; y cuando llegas, una calavera se parece mucho a otra. Excelente como símbolo a largo plazo, pero para observar la acción de la muerte es mejor una fotografía rasgada y agujereada: parece personal y al instante totalmente destructiva, una supresión brutal de la luz de los ojos y la vida de las mejillas.

La investigación formal de la hoja de servicios de mi abuelo tropieza con el obstáculo inicial de no saber en qué regimiento estuvo ni la fecha de su alistamiento. El primer Scoltock que aparece es un hombre que confecciona cajas y que ha sido excluido con un certificado médico que dice simplemente: «Idiota.» (Oh, tener en la familia un idiota acreditado oficialmente.) Pero luego surge el soldado raso Bert Scoltock, del 17 batallón de Fusileros de Lancashire, que se alistó el 20 de noviembre de 1915 y dos meses después zarpó en un barco hacia Francia con la 104 Brigada de Infantería de la 35 División.

A mi hermano y a mí nos sorprende que el abuelo se incorporase tan tarde. Siempre me lo imaginé enfundado en un uniforme caqui justo cuando la abuela se quedó embarazada. Pero debe de ser una visión procedente de la vida de nuestros padres: mi padre se alistó en 1942 y fue enviado a la India, dejando a mi madre embarazada de quien resultaría ser mi hermano. ¿No se presentaría voluntario el abuelo hasta noviembre de 1915 porque su hija iba a llegar al mundo? Como confirma la inscripción en su reloj de oro, era por entonces director de un colegio anglicano, y por tanto quizá pertenecía a una profesión excluida. ¿O no existía esta categoría, puesto que el reclutamiento no fue introducido hasta enero de 1916? Quizá lo vio venir y optó por alistarse. Si la abuela ya era socialista por entonces, él tal vez quiso mostrar que era un patriota, a pesar de tener una mujer políticamente sospechosa. ¿Le abordaron en la calle algunas de aquellas mujeres engreídas y le ofrecieron una pluma blanca?
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¿Tenía un amigo íntimo que también se alistó? ¿Sufría del miedo a sentirse atrapado que sienten los recién casados? ¿Son descabelladas todas estas conjeturas? Quizá tratar de asociar su declaración de remordimiento con la Primera Guerra Mundial sea un desacierto, pues nunca estuvo vinculada con una fecha. Una vez pregunté a mi abuela por qué el abuelo nunca hablaba de la guerra. Contestó: «No creo que le pareciera muy interesante.»

El expediente personal del abuelo (como los de muchos otros) fue destruido por la acción del enemigo durante la Segunda Guerra Mundial. El diario de la brigada refiere que llegaron al frente occidental a finales de enero de 1916; caía un chaparrón; Kitchener les pasó revista el 11 de febrero de 1916. En julio entraron finalmente en combate (bajas del 19 al 27: 8 oficiales heridos; 34 soldados muertos y 172 heridos). El mes siguiente la brigada estaba en Vaux, Montagne, y la línea del frente en Montauban; el abuelo habría estado en la trinchera Dublín, donde la brigada se quejó de que les estaba bombardeando su propia artillería, que apuntaba demasiado bajo; más tarde, en la trinchera Chimpancé, en el extremo sur de Angle Wood. En septiembre y octubre volvieron a la línea (4 de septiembre a 31 de octubre: bajas de soldados: 1 muerto, 14 heridos —3 accidentales, 3 de servicio, 4 por lanzagranadas, 2 por bombas, 1 por torpedo aéreo, 1 por bala—). Al comandante de la brigada se le menciona como un tal «Capitán, jefe de brigada B. L. Montgomery (más tarde Alamein)».

¡Montgomery de Alamein! Le veíamos en el armario enano —«el pequeño y pálido Monty mariconeando en blanco y negro», como expresó mi hermano—, explicando cómo había ganado la Segunda Guerra Mundial. Mi hermano y yo imitábamos su incapacidad de pronunciar las erres. «Y entonces le solté a Gommel un gancho de deguecha», era nuestro resumen burlón de la campaña del desierto. El abuelo nunca nos dijo que había servido a las órdenes de Monty; ni siquiera se lo dijo a su hija, que sin duda habría mencionado esta parte de la historia familiar cada vez que encendíamos el televisor.

El 17 de noviembre de 1916, el diario de la brigada anota: «El comandante del ejército ha visto últimamente a un hombre miope en un batallón de infantería y a un sordo en otro. Serían un peligro en la línea del frente.» (Hay una variante novelesca de la pregunta sobre preferencias: ¿preferirías ser sordo o ciego en la Primera Guerra Mundial?) Otra nota del mando declara: «El número de consejos de guerra celebrados en la División desde el 1 de diciembre hasta la fecha tiende a mostrar que el estado de la disciplina en la División no es el que debería ser.» Durante ese periodo, en el 17 de Fusileros de Lancashire hubo una deserción, seis hombres que se durmieron en su puesto y dos heridos «accidentales» (supuestamente se hirieron ellos mismos).

No hay pruebas —no podía haberlas— de que mi abuelo figurase en estas estadísticas. Era un soldado raso que se alistó de voluntario, fue enviado a Francia a mediados de la guerra y ascendió de recluta a sargento. Fue excluido del servicio activo (según he entendido siempre) a causa de lesiones en un pie o en los dos, «una afección dolorosa causada por una inmersión prolongada en agua o barro, y que produce hinchazón, ampollas y cierto grado de necrosis». Volvió a Inglaterra en una fecha no especificada y fue licenciado el 13 de noviembre de 1917, junto con otros veinte compañeros de su regimiento, «no aptos ya físicamente para el servicio». Tenía entonces veintiocho años y, extrañamente —supongo que por error—, figuraba como soldado raso en los registros de baja en el ejército. Y no obstante el recuerdo de mi hermano, sí ganó medallas, aunque de las inferiores, de las que te daban simplemente por presentarte: la medalla de guerra británica, concedida por participar en la campaña bélica, y la medalla de la Victoria, otorgada a todo el personal idóneo que combatiera en un campo de batalla. La última dice, en el reverso: «La gran guerra en defensa de la civilización, 1914-1919».

Y aquí se acaba todo, el recuerdo y el conocimiento. Son los únicos elementos disponibles; nada más puede saberse. Pero como la devoción familiar no es mi motivación, no estoy decepcionado. Pongo como ejemplo el servicio militar de mi abuelo, y sus secretos, y su silencio. En primer lugar, como ejemplo de error: así descubrí que «Bert Scoltock, bautizado, llamado e incinerado con este nombre», de hecho empezó su vida como Bertie, en abril de 1889, en la oficina del registro de Driffield, en el condado de York, y seguía siendo Bertie en el censo de 1901. En segundo lugar, como ejemplo de lo mucho que se puede averiguar, y de adonde llegas. Porque lo que no puedes averiguar, y el adonde te lleva, es uno de los puntos de partida del novelista. Nosotros (por «nosotros» entiendo «yo») necesitamos un poco, no mucho: mucho es demasiado. Empezamos con un silencio, un misterio, una ausencia, una contradicción. Si yo hubiera descubierto que el abuelo había sido uno de los que se durmieron en su puesto, y que mientras estaba durmiendo el enemigo había irrumpido sigilosamente y matado a todos sus camaradas fusileros, y que esto le había causado un remordimiento tan grande que le habría acompañado hasta la tumba (y si yo descubriese todo esto gracias a una declaración jurada manuscrita —fíjate en esa temblorosa firma de arrepentimiento— al vaciar una caja antigua depositada en un banco), podría haberme sentido satisfecho como nieto, pero no como novelista. La historia, o la potencial historia, se habría echado a perder. Conozco a un escritor al que le gusta sentarse en los bancos de los parques y escuchar conversaciones; pero en cuanto lo que oye amenaza con revelar más de lo que necesita profesionalmente, se levanta y se va. No, somos nosotros (él y yo) los que tenemos que resolver la ausencia, el misterio.

De modo que en «Escenas de carreteras y caminos», atrae mi mirada no el tío abuelo Percy en Blackpool ni la enfermera Glynn ni el sargento P. Hyde muerto en combate en diciembre de 1915, sino los labios y el pelo y la blusa blanca de «Sept. 1915», y la tachadura al lado de la fecha. ¿Por qué estaba desfigurada esta fotografía, y por qué sus bordes aparecían rasgados como por unas uñas furiosas? Y además, ¿por qué la retiraron directamente del álbum, o al menos por qué no pegaron otra foto encima? Hay aquí otras explicaciones posibles: 1) Era una foto de la abuela que al abuelo le gustaba, pero a la que más adelante ella le cogió manía. Sin embargo, esto no explicaría la aparente violencia del ataque, que ha traspasado el álbum hasta la hoja de debajo. A no ser, que se tratase de una agresión senil, y la abuela simplemente no se hubiera reconocido. ¿Quién es esta mujer, esta intrusa, esta tentadora? Y desgarró su propia foto. Pero si así fue, ¿por qué ésta y no otra? ¿Y por qué borrar el fragmento informativo contiguo a la fecha? 2) Si era otra mujer, ¿rompió su foto la abuela? Si lo hizo ella, ¿cuándo, aproximadamente? ¿Poco después de haber sido pegada en el álbum, como un dramático descubrimiento conyugal? ¿Mucho después, pero en vida del abuelo? ¿O después de su muerte, como un acto de venganza largo tiempo postergado? 3) ¿Cabía la posibilidad de que fuera «una chica muy bonita que se llamaba Mabel», y cuyo nombre le pusieron a mi madre? Lo que le dijo una vez mi abuela a mi madre: que en el mundo no habría hombres malos si no hubiera mujeres malas. 4) Quizá el abuelo perforó él mismo la foto e intentó desgarrarla. Esto parece muy improbable porque a) el álbum era suyo; b) tenía experiencia en trabajos manuales, en trabajar con piel y en la encuadernación de libros, y sin duda hubiera hecho mucho mejor el estropicio, y c) sospecho que la mutilación de fotos es, principalmente, un delito femenino. 5) Pero en cualquier caso, examinemos las fechas. Bert (como le llamaban desde 1914) y Nell se casaron el día en que estalló la guerra; concibieron a su hija un mes más tarde y la niña nació en junio de 1915. La fotografía misteriosa está fechada en septiembre de 1915. Mi abuelo se alistó voluntario en noviembre de 1915, aunque el reclutamiento, de todos modos, iba a ser instaurado al cabo de un par de meses. ¿Fue ésta la razón, acaso, de que conociera el remordimiento? Y mi madre, por supuesto, fue hija única.

Un Bertie que se cambió el nombre por el de Bert; un voluntario tardío; un testigo mudo; un sargento desmovilizado como soldado raso; una fotografía desfigurada; un posible caso de remordimiento. Ahí es donde trabajamos, en los intersticios de la ignorancia, la tierra de la contradicción y el silencio, maquinando convencer al lector con lo aparentemente conocido, resolver —o tornar provechosamente vivida— la contradicción y hacer el silencio elocuente.

Mi abuelo propone: «Viernes. Ha hecho bueno. Trabajo en el jardín. Planto patatas.» Mi abuela replica: «Tonterías», e insiste: «Llueve todo el día. Demasiada agua para trabajar en el jardín.» Él meneó la cabeza cuando el
Daily Express
le informó de un complot rojo para gobernar el mundo; ella rezongó cuando el
Daily Worker
le puso en guardia contra los belicistas del imperialismo yanqui que saboteaban las democracias del pueblo. Todos nosotros —su nieto (yo), el lector (tú), hasta mi último lector (sí, tú, canalla)— confiamos en que la verdad se encuentre en algún punto intermedio. Pero al novelista (otra vez yo) le interesa menos la naturaleza exacta de esa verdad y más la naturaleza de quienes la creen, la manera en que mantienen sus creencias y la textura del terreno entre ambas versiones opuestas.

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