Hace mucho que yo también tendría que haberme jodido y muerto, aunque aún no pueda decir por qué causa ni, como Stendhal, predecirla. Había supuesto que mis padres, en un acto final de control, determinarían mi fin; pero no siempre puedes contar con tus padres, sobre todo si han muerto. Mary Wesley, para desaprobación de mi médico, contaba con el famoso talento de su familia para palmarla: caer como una mosca que escucha el cuarteto número quince de Shostakóvich. Pero cuando le llegó la hora descubrió que no le habían transmitido esta habilidad hereditaria o buena suerte repetida. Murió de cáncer, más despacio de lo que habría querido, aunque con un admirable estoicismo. Un testigo informó de que «Nunca se quejaba de la cama incómoda, las comidas fuertes y el cuerpo huesudo y dolorido, aparte de algún comentario ocasional: "Joder"». Así que, a juzgar por esto, murió a su estilo y al menos pudo jurar, a diferencia de mi profesor de inglés, al que un ataque le privó del habla y no pudo proferir sus célebres palabras últimas, las prometidas: «¡Maldita sea!»
Actualmente cuesta cinco euros la visita a la iglesia —o, como prefiere llamarlo el billete de entrada, al «conjunto monumental»— de Santa Croce en Florencia. No se entra por la fachada occidental, como hizo Stendhal, sino por el lado norte, y de inmediato se te presenta una elección de itinerario y propósito: la puerta izquierda para los que quieren rezar, la derecha para turistas, ateos, estetas, ociosos. La vasta y aireada nave de esta iglesia predicante todavía contiene las tumbas de hombres célebres cuya presencia enternecía a Stendhal. Entre ellos figura hoy un relativo recién llegado: Rossini, que en 1863 pidió a Dios que le concediera el paraíso. El compositor murió en París cinco años después y fue sepultado en Pére-Lachaise, pero, al igual que en el caso Zola, un Estado orgulloso le arrebató de su tumba y se lo llevó a su panteón. Que Dios optara por concederle el paraíso depende quizá de si Él había leído o no el Diario de Goncourt. He aquí la anotación del 20 de enero de 1876: «Anoche, en el fumador de la princesa Mathilde, la conversación versó sobre Rossini. Hablamos de su priapismo y su gusto, en materia amorosa, por prácticas malsanas; y, después, de los extraños e inocentes placeres que deleitaban al viejo compositor en sus últimos años. Hacía desvestirse a unas muchachas hasta la cintura y les paseaba por el torso sus manos lascivas, al mismo tiempo que les ofrecía la punta del meñique para que se la chuparan.»
Stendhal escribió la primera biografía de Rossini en 1824. Dos años más tarde publicó Roma, Nápoles y Florencia, donde describe cómo Henri —o Arrigo— Beyle llegó a Florencia en 1811. Descendió de los Apeninos una mañana de enero, vio «desde muy lejos» la cúpula de Brunelleschi alzándose sobre la ciudad, se apeó del carruaje para entrar en ella a pie como un peregrino, contempló cuadros que le estremecieron y se desmayó. Y aún podríamos creer cada palabra de esta crónica si su autor se hubiera acordado de una cosa: destruir el diario que había escrito de aquel viaje original.
En su vejez, Stravinski escribió: «Me pregunto si el recuerdo es veraz, y sé que no puede serlo, sino que vivimos conforme al recuerdo y no a la verdad.» Stendhal vivía del recuerdo de 1826, mientras que Beyle había escrito la verdad en 1811. Su diario nos dice que, en efecto, cruzó los Apeninos en carruaje y bajó a la ciudad, pero el recuerdo siguió un camino y la verdad otro. En 1811 no pudo haber visto la cúpula de Brunelleschi desde lejos por la sencilla razón de que estaba oscuro. Llegó a Florencia a las cinco de la mañana, «rendido de fatiga, mojado, molido, obligado a sujetarme en el pescante del coche de correos y durmiendo sentado en una postura encogida». No es de extrañar que se fuera derecho a una pensión, el Auberge d'Angleterre, y se acostara. Dejó instrucciones de que le despertaran dos horas después, pero no por motivos turísticos: se dirigió a la posta y trató de reservar un asiento en el próximo coche para Roma. Pero el carruaje iba lleno aquel día, así como los siguientes, y por este motivo se quedó en Florencia los tres días en que hizo su aportación a la historia de la impresión estética. Otra incompatibilidad: el libro sitúa la visita en enero; el diario la fecha en septiembre.
Con todo, fue a Santa Croce. El recuerdo y la verdad coinciden en este punto. Pero ¿qué vio? Los Giottos, es de suponer. Es donde va todo el mundo: los Giottos que, como nos recuerda Firenze Spettacolo, están en la capilla Niccolini. Pero en ninguna de sus crónicas Beyle/Stendhal menciona de hecho a Giotto ni, en realidad, ninguna de las demás obras maestras, marcadas con un asterisco, hacia la que nos apremian las guías modernas: el crucifijo o la Anunciación de Donatello, los frescos de Tadeo Gaddi, la capilla Pazzi. Llegamos a la conclusión de que los gustos cambian al cabo de un par de siglos. Y Beyle sí menciona la capilla Niccolini. El único problema es que en ella no hay Giottos. Parado delante del altar, habría —debería haber— girado a la derecha, hacia las capillas Bardi y Peruzzi. En cambio, giró a la izquierda, hacia la Niccolini, en la esquina noreste del crucero. Aquí, los cuatro cuadros de sibilas que le llevaron al «rapto» eran de Volterrano. Se puede preguntar; yo lo hice. (Y recibí las respuestas: nacido en Volterra en 1611, muerto en Florencia en 1690, seguidor de Pietro da Cartona, protegido de los Medici, decorador del Palacio Pitti.)
En la crónica de 1826, un fraile le abrió con una llave la puerta de la capilla y Stendhal se sentó en el travesaño de un faldistorio, con la cabeza recostada en la madera, para contemplar los frescos del techo; además, tanto en 1811 como en 1826, y en cualquier fecha anterior o posterior, las sibilas estaban colocadas muy altas en las paredes de la capilla, pero no en el techo. Lo cierto es que el diario de 1811, tras alabar las obras de Volterrano, prosigue: «El techo de la misma capilla es muy imponente, pero mi vista no es lo bastante buena para juzgar techos. Simplemente me pareció muy imponente.»
Hoy la capilla Niccolini no está cerrada con llave, pero este famoso emplazamiento donde el arte empezó a sustituir a la religión se encuentra irónicamente en la sección acordonada que se reserva a los feligreses. En lugar de un fraile necesitas a un funcionario uniformado; en lugar de una silla plegable, unos prismáticos. Expliqué mi intención laica a un hombre con traje; y quizá en Italia las palabras «Soy escritor» tienen un poco más de peso que en el Reino Unido. Comprensivamente me aconsejó que me guardara la guía en el bolsillo y que no la sacara mientras «rezaba»; después, desenganchó el cordón.
Con ropa de vacaciones, procuré adoptar una gravedad convincente al atravesar aquel rincón reservado de la iglesia. Pero a las 14:30 de un jueves no había un solo feligrés —y mucho menos un cura o un fraile— en ninguno de estos recintos sagrados. La capilla Niccolini también estaba bastante desierta. Los cuatro Volterranos, tan arriba en las paredes que tienes que estirar el cuello, han sido sometidos a una limpieza reciente y es aún más obvio que constituyen expresiones competentes, aunque rutinarias, del barroco. Pero yo había querido que lo fuesen; cuanto más ordinarios los cuadros, tanto mejor la historia. También, por supuesto, tanto más fuerte la advertencia implícita a nuestro gusto contemporáneo. Dales tiempo, parecen advertir estas sibilas. El tiempo puede que no suplante a Volterrano con Giotto, pero sin duda te da un aspecto de idiota, de moderno, de aficionado. Es el cometido del tiempo, ahora que Dios ha renunciado a la tarea del juicio.
Aparte de los Volterrano, había en Santa Croce otro cuadro que emocionó sobremanera a Stendhal. Mostraba el descenso de Cristo al limbo —ese lugar recientemente abolido por el Vaticano— y le dejó «palpitante dos horas». A Beyle, que entonces estaba trabajando en su historia de la pintura italiana, le habían dicho que era obra de Guercino, a quien «idolatraba desde el fondo de mi corazón»; dos horas después, otra autoridad lo atribuyó (correctamente) a Bronzino, «un nombre desconocido para mí. Este descubrimiento me disgustó mucho». Pero el efecto del cuadro fue inequívoco. «Casi se me saltaron las lágrimas», escribió en su diario. «Afluyen a mis ojos mientras escribo esto. Nunca he visto nada tan hermoso... La pintura nunca me ha dado más placer.»
¿Tanto placer que se desmaya? Y si no por los Giottos (a los que nunca mencionó, aunque más adelante prevaleció la ilusión de haberlos visto), ¿al menos por Volterrano y Bronzino juntos? Bueno, aquí hay un problema último. El síndrome de Stendhal, exhibido y patentado —aunque no nombrado— en 1826, no parece haberse producido en 1811. Aquel famoso episodio en el pórtico de Santa Croce —las violentas palpitaciones, la fuente de la vida que se seca— no fue considerado entonces digno de una anotación de diario. Lo que más se aproxima a ella viene después de la frase «La pintura nunca me ha dado más placer». Beyle prosigue: «Estaba exhausto, con los pies hinchados por la apretura de unas botas nuevas..., una pequeña sensación que impediría que Dios fuese admirado en toda Su gloria, pero la pasé por alto delante del cuadro del limbo. ¡
Mon Dieu
, qué hermoso es!»
Así que toda prueba fidedigna del síndrome de Stendhal se disuelve efectivamente ante nosotros. Pero la cuestión no es que Stendhal exagerase, que fuese un fabulador, un artista del falso recuerdo (y Beyle alguien que dice la verdad). El relato se torna no menos, sino más interesante. Se convierte en un relato sobre la narración y el recuerdo. La narración: la verdad del relato de un novelista es la verdad de su forma definitiva, no de su versión inicial. El recuerdo: deberíamos creer que Beyle era igualmente sincero cuando escribía pocas horas después de los sucesos que cuando escribía quince años después. Obsérvese también que si bien a Beyle «casi se le saltaron las lágrimas» delante del Bronzino, «afluyeron a sus ojos» al escribir sobre las sibilas un par de horas más tarde. El tiempo depara no sólo una variación narrativa sino una mayor intensidad. Y si un examen forense parece disminuir el episodio de Santa Croce, sigue diciéndonos, incluso en su versión original, no mejorada, que el gozo estético es más grande que el trance religioso. La fatiga y las botas apretadas habrían distraído a Beyle de la gloria de Dios si hubiera entrado a rezar en la iglesia, pero el poder del arte primó sobre los dedos oprimidos y el roce de los talones.
Mi abuelo, Bert Scoltock, sólo tenía dos chistes en su repertorio. El primero se refería al día de su boda con mi abuela, el 4 de agosto de 1914, y por tanto llegaba con medio siglo de repetición (y no de afinamiento): «Nos casamos el día en que estalló la guerra» (pausa seria), «¡y desde entonces siempre ha habido guerra!» El segundo lo alargaba todo lo posible y trataba de un tipo que entraba en un café y compraba una salchicha envuelta en hojaldre. Daba un bocado y se quejaba de que dentro no había salchicha. «Todavía no ha llegado», decía el dueño del café. El tipo daba otro mordisco y reiteraba su queja. «Acaba de pasar de largo», le contestaba el dueño: un remate que después mi abuelo repetía.
Mi hermano conviene conmigo en que el abuelo no tenía sentido del humor, pero discrepa cuando yo añado que era «aburrido y un poco aterrador». Sin embargo, hay que decir que el abuelo favorecía al nieto primogénito y le enseñó cómo afilar un formón. Cierto es que a mí nunca me pegó por arrancarle las cebollas, pero era una presencia magisterial en la familia y su desaprobación me viene fácilmente a la memoria. Por ejemplo: todos los años, él y la abuela venían a pasar la Navidad. Un día, a principios de los años sesenta, el abuelo fue a las estanterías de mi dormitorio en busca de algo que leer y, sin pedir permiso, cogió mi ejemplar de Lolita. Veo todavía el libro en rústica de Corgi, veo cómo las manos de carpintero y jardinero de mi abuelo, conforme va leyendo, rompen metódicamente el lomo del libro. Era algo que también solía hacer Alex Brilliant, aunque Alex actuaba como si al romper el lomo de un libro se estuviera ocupando intelectualmente de su contenido, mientras que la conducta del abuelo (idéntica) parecía indicar una falta de respeto tanto por la novela como por el autor. A cada página —desde «fuego de mis entrañas» hasta «la edad en que los chicos / juegan con bulbos eréctiles»— yo esperaba que lo tirase, asqueado. Sorprendentemente, no lo hizo. Terminaría lo que había empezado: el puritanismo inglés le empujaba a seguir desgarrando tercamente aquel relato ruso de la depravación norteamericana. Mientras yo le miraba nervioso, empecé a sentir casi como si yo hubiera escrito la novela y ahora se descubriese que era un secreto manoseador de nínfulas. ¿Qué
podía
hacer él con aquello? Al final me devolvió el libro, con el lomo convertido en un amasijo vertical de cicatrices blanqueadas, y comentó: «Puede que esto sea
buena
literatura, pero a mí me ha parecido OBSCENA.»
En aquel momento sonreí para mis adentros, como habría hecho cualquier esteta que iba a estudiar a Oxford. Pero infligí una injuria a mi abuelo, porque él había captado certeramente el atractivo que Lolita tenía para mí entonces: una combinación vital de literatura y obscenidad. (Había tal escasez de información sexual —y no digamos experiencia— que una readaptación de una frase de Renard diría: «En cuanto se trata de sexo, nos volvemos librescos.») También le he hecho antes un flaco servicio a mi abuelo, cuando sugiero que no me dejó nada en su testamento. Me equivoqué de nuevo. Mi hermano me corrige: «Cuando el abuelo murió, a mí me dejó la reproducción del escritorio Chippendale (que nunca me gustó) y a ti te dejó su reloj de oro (que yo siempre codicié).»
Un viejo recorte de prensa en el cajón de mi archivo confirma que el escritorio fue un regalo de jubilación de 1949, cuando Bert Scoltock, a sus sesenta años, dejó el Madeley School de enseñanza media al cabo de treinta y seis años de director en diversas escuelas de Shropshire. También le regalaron una butaca: muy probablemente, la Parker Knoll; una estilográfica, un encendedor y un par de gemelos de oro. Las alumnas del Domestic Science Center le hicieron un pastel de dos pisos, y Eric Frost, «representando a un grupo de chicos del Woodwork Centre», le obsequió «un cuenco de frutos secos y un mazo». Recuerdo bien este último objeto porque siempre estaba a la vista en el bungalow de mis abuelos, pero nunca se usaba. Cuando finalmente llegó a pertenecerme comprendí por qué: era cómicamente poco práctico, el mazo disparaba metralla por toda la habitación al pulverizar los frutos secos. Siempre supuse que debió de fabricarlo el abuelo, pues casi todos los objetos de madera que había en la casa y en el jardín, desde un canasto hasta el estuche para el reloj de la abuela, habían sido aserrados, lijados, biselados y equipados de espigas por sus manos. Tenía un gran respeto a la madera, y lo mantuvo hasta el final. Escandalizado por la idea de que los ataúdes trabajados con hermoso roble y olmo quedaban reducidos a cenizas un día o dos después, especificó que el suyo fuese de pino.