Nada que temer (34 page)

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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

BOOK: Nada que temer
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La ficción se elabora mediante un proceso que combina la libertad total y el control absoluto, que equilibra la observación precisa con el libre juego de la imaginación, que usa mentiras para decir la verdad y verdades para decir mentiras. Es a la vez centrípeta y centrífuga. Quiere contar todas las historias, con todas sus oposiciones, sus contradicciones y su carácter insoluble; al mismo tiempo quiere contar la única historia verdadera, la que olfatea y refina y resuelve todas las demás. El novelista es a un tiempo el puñetero cínico de la última fila de la clase y el poeta lírico, que hace uso de la austera insistencia de Wittgenstein —habla sólo de lo que realmente conoces— y la festiva desvergüenza de Stendhal.

Un chico se zambulle en un puf con agujeros y saca de entre sus costuras deshilvanadas las cartas de amor rotas de sus padres. Pero nunca podrá recomponer el asombro y el misterio, o la rutina y la banalidad, de su amor («La gente me dice que es un tópico. Pero a mí no me lo parece»). Medio siglo después, el chico, que ya se acerca a la vejez y que ha dedicado su vida adulta a las historias, a su invención y su significado, considera que esto es una metáfora de nuestra vida: la acción enérgica, las pistas hechas pedazos, la renuencia o la incapacidad de reconstruir una historia de la que sólo conocemos fragmentos. Lo que queda son pedacitos de papel azules, postales con los sellos —y, por tanto, matasellos— despegados con vapor, y el sonido de un cencerro suizo cuando baja estúpidamente, talán, talán, hacia un montacargas.

No guardo recuerdo de haber sido aquel chico con los ojos vendados al que su hermano empujaba contra una pared. Ni tampoco, sin el tipo de intervención psicoterapéutica de la que recelo, puedo averiguar si mi olvido proviene de una represión deliberada (¡trauma!, ¡terror!, ¡miedo de mi hermano!, ¡amor a mi madre!, ¡las dos cosas!) o de la índole excepcional del suceso. La mayor de mis sobrinas, O, me lo contó en la época en que ella y yo atendíamos a mi madre en su declive final. Dijo que a ella y a su hermana se lo contaron como «una historia divertida» cuando eran pequeñas. Pero también recordaba que había llegado a la conclusión «de que no era una forma de comportarse especialmente buena, por lo que quizá él [su padre, mi hermano] la contó como si fuese un cuento con moraleja». En tal caso, ¿cuál sería? ¿Aprended que la vida es como si te empujaran contra una pared con los ojos vendados?

Solicito su versión a mi hermano. «La historia del triciclo», responde. «Se la conté, o versiones de ella, a C. y C. para que se rieran..., me temo que lo hicieron. (No recuerdo haberles contado nada con moraleja...)» Eso es tener un padre filósofo. «En mi recuerdo, era un juego que jugábamos en el jardín trasero de Acton. Hacíamos en el césped un circuito de obstáculos: leños, latas de hojalata, ladrillos. El juego consistía en dar vueltas al circuito sin accidentarse. Uno conducía el triciclo y el otro lo empujaba. (Creo que al triciclo le faltaba la cadena; pero quizá el hecho de empujarlo aumentaba el placer sádico del juego.) El conductor tenía los ojos vendados. Estoy bastante seguro de que nos turnábamos para conducir y empujar, pero sospecho que yo te empujaba más rápido que tú a mí. No recuerdo ningún accidente importante (ni siquiera que empujáramos al otro contra la pared; de todos modos no habría sido fácil, teniendo en cuenta el trazado del jardín). No recuerdo que tuvieras miedo. Creo recordar que nos parecía divertido y una buena travesura.»

El resumen inicial que mi sobrina me hizo del juego —que mi hermano me vendaba los ojos antes de empujarme contra la pared— podría ser el recuerdo abreviado de una niña, acentuando lo que a ella le habría dado más miedo; o podría ser una abreviación posterior o una recreación hecha a la luz de la relación de C. con su padre. Más sorprendente es que mi propia memoria esté ciega, sobre todo si se piensa en la complejidad de aquel montaje. Me pregunto de dónde habríamos sacado mi hermano y yo leños, latas y ladrillos de nuestro pequeñísimo y cuidado jardín de la periferia, por no hablar de cómo podíamos haber construido un circuito así sin que nadie lo supiera ni lo viera, sin que alguien nos lo permitiera o lo prohibiera. Pero mi sobrina rechaza esta conjetura: «Estoy segura de que tus padres nunca me contaron esta historia; de hecho, yo pensaba que nunca se enteraron.»

Pregunto a su hermana pequeña. Ella también recuerda el circuito de obstáculos, lo de los ojos vendados y la frecuencia del juego. «Luego él te empujaba a una velocidad vertiginosa a través de los obstáculos y la carrera acababa cuando te estrellabas contra la pared del jardín. A los dos os parecía un juego fantástico, con un trasfondo de estar haciendo algo que desde luego no aprobaba vuestra madre, creo que no tanto por los daños que os causabais como por hacer mal uso de los utensilios del jardín y ensuciar la ropa tendida. No sé por qué nos contaron esta historia (ni por qué la recuerdo). Creo que era la única sobre vosotros, en realidad sobre toda la familia, descontando la de vuestra abuela vomitando en un barco dentro de una serie de tarros de yogur. Creo que se trataba de enseñarnos que los niños deben hacer lo que les apetezca, en especial si es algo tonto y desagradable para los adultos... La historia nos la contaban en tono jocoso y se suponía que debíamos reírnos y aplaudir la audacia de la diablura. No creo que nunca pusiéramos en duda su veracidad.»

¿Ven (de nuevo) por qué (en parte) soy novelista? Tres versiones discrepantes del mismo suceso, una de un participante, dos basadas en recuerdos de relatos posteriores de hace treinta años (y que contienen detalles que el narrador original quizá haya olvidado desde entonces); la inserción repentina de material nuevo: «mal uso de utensilios del jardín», «ensuciar la ropa»; el hincapié, en las versiones de mis sobrinas, en un apogeo ritual del juego —que yo me estrellara contra una pared—, que mi hermano niega; el olvido de todo el episodio por parte del segundo protagonista, a pesar de la servidumbre de arrastrar leños y recoger ladrillos; la ausencia, en las versiones de mis sobrinas, de una revancha en la que yo empujaba el triciclo; y, sobre todo, la variación moral entre lo que mi hermano dijo que era su intención cuando contó la historia (pura diversión) y la que le atribuyeron sus hijas, por separado y de una forma distinta. Las respuestas de mis informantes casi podrían haber sido preparadas de antemano para arrojar dudas sobre la Habilidad de un relato oral. Y a mí me brindan una nueva definición propuesta de lo que hago: un novelista es alguien que no recuerda nada pero que registra diferentes versiones de lo que no recuerda y las manipula.

El novelista, en este caso concreto, tendría que proporcionar los datos siguientes: quién inventó el juego; cómo perdió la cadena el triciclo; qué instrucciones daba el que empujaba al conductor con los ojos vendados; si mamá lo sabía o no realmente; qué utensilios del jardín se utilizaban; cómo se ensuciaba la ropa; qué placer sádico y presexual, o ambos, podría haber habido en todo aquello; y por qué era la principal, casi la única, historia que un filósofo contaba de su infancia. Además, en caso de que la novela hubiera de abarcar múltiples generaciones, si las dos hermanas que habían sido las primeras en oírla se la contaban más adelante a sus propias hijas (y con qué propósito humorístico o moral); si la historia se extingue o se modifica otra vez en la boca y la mente de una generación posterior.

Para los jóvenes —y en especial para un joven escritor—, el recuerdo y la imaginación son muy distintos y pertenecen a categorías diferentes. En una primera novela típica, habrá momentos de rememoración no mediatizada (lo típico es el inolvidable apuro sexual), momentos en que la imaginación se ha esforzado en transfigurar un recuerdo (quizá ese capítulo en que el protagonista aprende una lección sobre la vida, mientras que en la realidad el novelista en ciernes no aprende nada), y momentos en que, para asombro del autor, la imaginación atrapa una súbita corriente ascendente y se produce deliciosamente el vuelo sin motor, ingrávido y maravilloso, que es la base de la narrativa.

Para el joven escritor será un quebradero de cabeza ensamblar estos tipos distintos de veracidad, que percibe con meridiana claridad. Para el escritor más viejo, el recuerdo y la imaginación empiezan a ser cada vez menos distinguibles. Y no porque el mundo imaginario sea mucho más próximo a la vida del escritor de lo que él quiera admitir (un error común de quienes diseccionan la ficción), sino exactamente por la razón opuesta: que el propio recuerdo llega a parecer mucho más próximo que nunca a un acto de la imaginación. Mi hermano desconfía de casi todos los recuerdos. Yo no: más bien confío en ellos como productos de la imaginación, que contienen una verdad imaginativa en oposición a una verdad naturalista. Ford Madox Ford podía ser un mentiroso redomado y un tremendo contador de verdades, al mismo tiempo y en la misma frase.

Chitry-les-Mines se encuentra a unos treinta y dos kilómetros de Vézelay. Un letrero de estaño, de un azul apagado, sugiere un desvío a la derecha de la carretera principal para ir a la
Maison
de Jules Renard, donde el chico creció en medio de la guerra silenciosa entre sus padres y, años después, echó abajo la puerta del dormitorio y descubrió que su padre se había suicidado. Un segundo letrero de estaño y un segundo giro a la derecha te conducen al
Monument
de Jules Renard, cuya erección encargó en bromas a su hermana unos meses antes de morir: «Esta mañana nos preguntábamos quién se ocuparía de erigir mi busto en la plazuela de Chitry. Hemos pensado inmediatamente que podíamos contar contigo...» La «plazuela», un triángulo orillado de tilos delante de la iglesia, se ha convertido inevitablemente en la Place Jules Renard. Sostiene su busto de bronce una columna de piedra en cuya base se sienta un Pelo de Zanahoria pensativo, que tiene un aire melancólico y maduro para su edad. Un árbol de piedra asciende por el otro lado de la columna y sus hojas se abren alrededor de los hombros del literato; la naturaleza le envuelve y le protege, tanto en la muerte como en la vida. Es una hermosa estatua, y cuando la descubrió André Renard —farmacéutico, ex diputado socialista y primo lejano— debió de parecer el único monumento que necesitaba este pueblo oscuro. Su tamaño cuadra con la plaza y hace así que el monumento conmemorativo de la Primera Guerra Mundial, a unos pocos metros de distancia, casi pida disculpas por su presencia, pues su lista de nombres es de algún modo menos importante, y representa una pérdida menor para Chitry, que su cronista arteriosclerótico.

No hay una tienda, un café y ni siquiera una gasolinera en este pueblo disperso sin orden ni concierto; Jules Renard es el único motivo de que un forastero se detenga aquí. En algún lugar cercano debe de estar el pozo, sin duda cegado largo tiempo atrás, en el que cayó la señora Renard hace casi un siglo. Una bandera tricolor en el edificio de enfrente de la iglesia identifica la
mairie
y donde tanto François Renard como su hijo ejercieron sus funciones cívicas, y donde a Jules le besó en los labios una novia con la que acababa de contraer matrimonio («Me costó veinte francos»). El camino asfaltado entre la
mairie
y la
église
sale del pueblo y a unos cientos de metros lleva al cementerio, que todavía está en campo abierto.

Es un día de julio, de un calor canicular y el cementerio cuadrado y en pendiente está tan desolado y polvoriento como una plaza de armas. En la puerta hay una lista de nombres y números de parcelas. Sin comprender que la lista alude a concesiones a punto de expirar, miro primero al Renard erróneo en la tumba que no es. El otro único ocupante (vivo) del cementerio es una mujer con una regadera, que se mueve lentamente entre sus tumbas preferidas. Le pregunto dónde podría encontrar al escritor. «Está allí al fondo, a la izquierda, cerca del grifo», me dice.

El más famoso habitante del pueblo está, en efecto, escondido en un rincón del cementerio. Recuerdo que Apere de Renard fue la primera persona enterrada aquí sin ninguna ceremonia religiosa. Quizá por eso el panteón de la familia parece situado un poco a trasmano, o al lado del grifo (si es que estaba allí entonces). Es una parcela cuadrada, arrinconada contra la tapia y protegida por una barandilla de hierro baja y pintada de verde; la cancela que hay en medio está pegajosa a causa de sucesivas capas de pintura, y hay que hacer fuerza para abrirla. Hay dos tiestos de piedra justo dentro de esta cancela. La tumba achaparrada se extiende horizontalmente sobre la parte posterior de la parcela, y la corona un libro grande de piedra, abierto a doble página, donde figuran inscritos los nombres de quienes yacen debajo.

Y ahí están todos; seis, en todo caso. El padre que no habló con su mujer durante cuarenta años de casados, que se rió de la idea de que pudiese matarse con una pistola, y en su lugar utilizó una escopeta. El hermano que se imaginó que su mortal enemigo era el sistema de calefacción central de su oficina, que se quedó tendido sobre un sofá con la cabeza inerte descansando sobre el listín telefónico de París, y cuyo fin enfureció a Jules contra la «muerte y sus estúpidas mafias». La madre, silenciada al fin por una muerte «impenetrable» después de una vida parlanchina. El escritor que los utilizó a todos ellos. La mujer que una vez viuda quemó la tercera parte del Diario de su marido. La hija que nunca se casó y fue sepultada aquí en 1945, con su sobrenombre de Baíe. Fue la última vez en que abrieron la fosa profunda desde cuyo borde Jules había visto ufanarse a un gusano gordo el día en que enterraron a su hermano Maurice.

Al mirar el panteón, pensar en todos ellos apretujados juntos —sólo escaparon la hermana del escritor, Amélie, y su hijo Fantec— y recordar su historia de riñas, odio y silencio, se me ocurre pensar que Goncourt estaría justificado si le devolviera un ¡Je! Je! a su colega más joven: por la compañía que tiene, por ese engorroso tópico escultural del libro de piedra abierto, por los tiestos horteras. Y luego está la inscripción bajo la cual yace Renard. Comienza, como era de esperar, diciendo «
Homme de lettres
», tras lo cual cabría suponer, como un eco filial, «Maire de Chitry». En cambio, la identificación secundaria del escritor es como miembro de l’Académie Goncourt. Parece un diminuto destello de venganza por aquella anotación del diario: «... consideraron suficientes».

Vuelvo a mirar los tiestos de piedra. Uno está totalmente vacío, el otro contiene una raquítica conífera amarilla cuyo color parece mofarse de cualquier intención de mantener verde el recuerdo. Esta tumba no es más visitada que la de los Goncourt, aunque la proximidad del grifo debe de atraer a más gente de paso. Advierto que hay todavía sitio en el libro de piedra para algunas inscripciones más, y vuelvo entonces donde la mujer con la regadera para preguntarle si aún quedan descendientes de Renard en el pueblo o las inmediaciones. Ella cree que no. Le señalo que no han sepultado a nadie más en el panteón desde 1945. «Ah», responde, sin que venga del todo al caso. «Yo estaba en París entonces.»

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