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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Nadie te encontrará (10 page)

BOOK: Nadie te encontrará
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Una mañana estábamos en la ducha, siguiendo el ritual de costumbre, yo de cara a la pared y él de pie detrás de mí, lavándome las piernas, arriba y abajo y entre ellas cuando, de pronto, se paró bruscamente. Cuando me volví, lo vi ahí delante inmóvil, con la mirada fija en la manopla. Estaba ensangrentada, y cuando bajé la vista para mirarme, vi una mancha de sangre en la parte interior del muslo. A él se le tensó la mandíbula y la cara se le enrojeció como la grana. Ya conocía esa expresión.

—Lo siento… No lo sabía… —Me encogí y me acurruqué contra la pared.

Me tiró la manopla, salió de la ducha y se quedó quieto, sin decir una sola palabra, en la alfombrilla, mirándome la entrepierna. La cortina quedó entreabierta y el agua salpicaba en el suelo. Estaba convencida de que aquello lo enfurecería, pero volvió a meter la mano en la ducha, movió la alcachofa para que el chorro de agua me alcanzara de lleno y cambió el agua a fría… y quiero decir helada, de un frío que te congelaba los huesos.

—Limpíate.

Traté por todos los medios de no chillar, a pesar de lo helada que estaba el agua. Él recogió la manopla del suelo de la ducha y me la tiró.

—Te he dicho que te limpies.

Tras considerar que ya había terminado de limpiarme, dije, con la manopla en la mano:

—¿Qué quieres que haga con esto?

Me hizo señas para que se la diera, la examinó y me la devolvió.

—Limpíate otra vez.

Cuando no quedó nada en la manopla y mi cuerpo estaba prácticamente azul, me dejó salir.

—No te muevas —ordenó.

Me pregunté si mis tiritones contarían como movimiento. El Animal abandonó la habitación un par de minutos y regresó con un trozo de trapo.

—Usa esto. —Me lo tiró.

—¿No tienes tampones o algo? —le pregunté.

Acercó su cara a la mía y, muy despacio, dijo:

—Una mujer de verdad estaría embarazada a estas alturas. —No supe qué decir, y levantó el tono de voz—. ¿Qué has hecho?

—Me habría sido imposible hacer…

—Si no haces tu trabajo, encontraré a otra que sí lo haga.

Mientras me miraba, me vestí y me puse el maldito trapo encima del forro de las bragas. Tenía los dedos tan entumecidos que no conseguía abrocharme la hilera de botones del vestido, y mientras los toqueteaba torpemente, meneó la cabeza con gesto asqueado y dijo:

—Eres patética.

La regla me duró seis días, y todas las mañanas él aguardaba al otro lado de la ducha de agua fría hasta que le entregaba la manopla inmaculada, sin ningún resto de sangre. Había que limpiar toda la bañera de arriba abajo con limpiahogar antes de que él se duchase. Me hacía meter los trapos usados en una bolsa que él mismo se llevaba fuera y, según me decía, luego quemaba. También nos saltábamos la hora del baño, lo que a mí me parecía estupendo: fueron seis días en lo que no me puso la mano encima en ningún momento.

Por las tardes me hacía estudiar libros sobre cómo quedarse embarazada. Aún recuerdo el título de uno de ellos:
La forma más rápida de conseguir un embarazo de manera natural
. Sí, muy propio del Animal. Porque ya se sabe, raptar a una mujer, encerrarla en una cabaña y violarla es algo completamente natural, claro.

En cuanto dejé de menstruar, inmediatamente reanudó sus intentos por dejarme preñada otra vez. Yo rezaba por que mi cuerpo supiese que su esperma estaba enfermo y lo rechazase, o que todo el estrés y el miedo bastaran para me resultase muy difícil concebir. No tuve esa suerte.

Unas tres semanas más tarde, sabía que me tenía que venir la regla y esperaba que todos los calambres que sentía en el vientre fueran los dolores previos al período. Cada vez que iba al baño, rezaba por encontrarme las bragas manchadas de sangre. Después de cuatro semanas, lo supe. A partir de mi pequeño calendario de pared, calculé que debí de quedarme embarazada hacia mediados de septiembre, unas dos semanas después de que se me terminase la regla.

Esperaba poder ocultárselo al Animal, pero una mañana me desperté al notar la sensación de su mano acariciándome el vientre.

—Sé que estás despierta. Hoy no tienes que levantarte inmediatamente. —Me acarició el hombro—. Mírame, Annie. —Me volví para mirarlo—. Buenos días —dijo, con una sonrisa, y luego bajó la vista para mirarse la mano apoyada en mi vientre.

»Mi madre, Juliet, la mujer que me crió, no era mi madre biológica; me adoptó cuando tenía cinco años. Por lo visto, la puta que me parió era demasiado joven para criar a un hijo —hablaba con voz tensa—. Aunque no era demasiado joven para abrirse de piernas para quienquiera que fuese mi padre. —Movió la cabeza de un lado a otro y, dulcificando la voz, añadió—: Pero entonces Juliet me cambió la vida. Ella perdió a su propio hijo cuando apenas tenía un año, todavía estaba amamantándolo. Tenía tanto amor que dar… Fue ella quien me enseñó que la familia lo es todo. Y tú, Annie, habiendo perdido a la mitad de tu familia tan pronto, sé que siempre has querido formar la tuya propia. Bueno, pues me alegro de ser yo el hombre que has elegido.

¿Elegido? Un tanto exagerado, la verdad. Antes incluso de que el Animal me secuestrara, no estaba del todo segura de qué me parecía la idea de tener hijos. Estaba bastante satisfecha viviendo la vida de mujer profesional e independiente, y nunca había sido de esas que entran en un habitación llena de niños y dicen: «¡Caramba! Yo quiero uno de ésos». Y pese a todo, ahí estaba yo, preñada, gestando al hijo del demonio. Y ahí estaba él, hablando sobre su madre, dándome una oportunidad de meterme dentro de su cabeza y descubrir más cosas sobre él. Una parte de mí temía abrir la caja de Pandora, pero tenía que pensar en los beneficios a largo plazo.

—Has dicho que se llamaba Juliet, en pasado. ¿Es que acaso ha muerto?

La sonrisa se desvaneció de su rostro. Dio media vuelta y fijó la mirada en el techo.

—Me la arrebataron cuando yo tenía sólo dieciocho años.

Esperé a que siguiera hablando, pero parecía ensimismado en sus pensamientos.

—Por lo que dices, parece que fue alguien muy especial —dije—. Es bonito que estuvieseis tan unidos. Mi madre nunca me abandonó, como hizo tu verdadera madre, pero los médicos no dejaban de administrarle fármacos después del accidente, así que estaba muy hecha polvo. Tuve que irme a vivir con mis tíos durante un tiempo. Sé muy bien lo que es sentirse solo.

Me miró un momento y, acto seguido, apartó la mirada.

—¿Y cómo fue tu vida con esos parientes? ¿Te trataban bien?

Cuando tenía veinte años, fui a varias sesiones con el psicólogo para hablar de mis sentimientos respecto al accidente y tratar de solucionar mis problemas con mamá —de poco me sirvieron, dicho sea de paso—, pero por muchas veces que relatase la historia, la siguiente vez me seguía resultando igual de difícil que la primera. Ni siquiera había hablado de esos sentimientos con Luke.

—Mi tía es la hermana de mi madre, y siempre están compitiendo entre ellas, pero se portó bastante bien conmigo, supongo. Mis primos eran mayores y, básicamente, no me hacían ni caso. Pero eso a mí no me importaba.

—¿Ah, no? Seguro que sí te importaba, y mucho. —No había rastro de burla en su voz—. ¿No tenías otros parientes con quienes poder quedarte?

—Los familiares de mi padre han muerto todos, y mamá sólo tiene a su hermana. —Lo cierto es que también tenía un hermanastro mayor que ella, pero estaba en la cárcel cumpliendo condena por atraco a mano armada y, desde luego, mamá no lo consideraba familia suya, eso seguro—. Fue una etapa difícil, pero ahora que soy mayor intento entender lo duro que debió de ser para mi madre. En aquella época la gente no acudía al psicólogo ni a grupos de apoyo para superar la pérdida de sus seres queridos. Los médicos recetaban pastillas, nada más.

—Tu madre se deshizo de ti.

—No fue todo tan malo.

Pero me acordaba de los susurros de mis primos, y del modo en que mi tía y mi tío se callaban en cuanto yo aparecía por la puerta. Si mamá era una versión borrosa de sí misma, mi tía era todo contornos definidos y bordes nítidos sobre el mismo lienzo. Las dos eran rubias y menudas, todas las mujeres de mi familia son rubias excepto yo, pero los labios de la tía Val eran sólo un poco más delgados, su nariz más larga, y sus ojos más almendrados. Y mientras mamá era todo emociones, buenas o malas, la tía Val era tranquila, comedida, circunspecta. Rara vez se veían abrazos reconfortantes en su casa.

—Y luego, tu madre vendió vuestra casa, ¿verdad? La mitad de tu familia desaparece y luego, ¿también tu casa?

—¿Cómo sabes…?

—Si quieres llegar a conocer a alguien, conocerlo de verdad, hay muchas formas de hacerlo. Igual que tu madre habría podido enfrentarse a la situación de muchas formas.

—No tuvo más remedio que venderla, mi padre no tenía ningún seguro de vida.

Seis meses después del accidente, mi madre finalmente vino a buscarme y fue entonces cuando descubrí que mi casa ya no era mía.

—Es posible, pero no debió de ser nada fácil, además de todo lo demás, tener que mudarse de casa cuando tantas cosas habían cambiado ya. Y encima, a esa casa tan pequeña…

—Sólo éramos dos. No necesitábamos mucho espacio.

Nos fuimos a vivir a una casa de alquiler de dos habitaciones, muy pequeña, en la peor zona de Clayton Falls, con vistas a la fábrica de celulosa. Las botellas de vodka habían sustituido a los botes de pastillas. Las batas de seda rosa de mamá eran ahora de nailon y su perfume White Linen de Estée Lauder era de imitación. Puede que viviésemos algo justas de dinero, pero ella todavía se las arreglaba para costearse sus cigarrillos franceses —mamá cree que todo lo francés es elegante— y su no tan elegante vodka: Popov no es Smirnoff.

No sólo había vendido nuestra casa: también había vendido todas las cosas de papá. Por supuesto, conservó los trofeos de Daisy y todos sus trajes, que estaban colgados en su armario.

—Pero no estuvisteis las dos solas mucho tiempo, ¿no es así?

—Estaba pasando por una época verdaderamente mala, y no era nada fácil para una madre sola. Por aquel entonces no había muchas opciones.

—Y pensó que lo mejor sería buscarse un hombre de verdad para que cuidara de ella esta vez. —Sonrió.

Lo miré fijamente un segundo.

—Se puso a trabajar… después del accidente.

Como secretaria, en una pequeña empresa de construcción, pero básicamente se dedicaba a estar guapa. No salía de casa sin ir maquillada, y ya estaba medio borracha cuando se aplicaba todos aquellos potingues, así que no era raro verla con un ojo emborronado o con los pómulos demasiado rojos. De alguna manera, le daba resultado, como si fuese una especie de muñeca rota, porque los hombres se le acercaban como si quisieran rescatarla de este mundo frío y cruel. Su condición de viuda reciente no le impedía devolverles la sonrisa.

Cuatro meses más tarde, ya tenía mi flamante nuevo padrastro, el señor Quiero Ser un Pez Gordo. Comercial en la misma empresa donde trabajaba ella, conducía un Cadillac, fumaba habanos y hasta llevaba botas de vaquero, lo que podría tener sentido si fuese de Texas o incluso de Alberta, pero dudo mucho que haya salido alguna vez de la isla. Supongo que tiene ese atractivo varonil propio de los tipos maduritos, al estilo Tom Selleck. Mamá dejó de trabajar justo después de casarse con él, convencida, imagino, de que con él tenía el futuro asegurado.

—¿Y qué te pareció tu nuevo padre?

—Es un buen hombre. Parece que la quiere de verdad.

—Así que tu madre tenía una nueva vida, pero ¿dónde encajabas tú?

—Wayne puso mucho de su parte.

Quise intentar compartir con él algo parecido a la complicidad que había tenido con mi padre, pero Wayne y yo no teníamos nada de que hablar. Lo único que leía eran revistas de chicas desnudas o panfletos con ideas sobre cómo hacerse rico de la noche a la mañana. Pero entonces descubrí que podía hacerle reír. En cuanto me di cuenta de que le parecía divertida, empecé a comportarme como una payasa cada vez que estaba con él, haciendo cualquier cosa con tal de que se desternillara de la risa. Pero si lo conseguía, mamá se ponía hecha una furia y decía cosas como: «No le rías la gracia, Wayne. Lo único que consigues con eso es darle alas». Así que dejó de reírse. Dolida, empecé a burlarme de él a la menor oportunidad, comportándome como una sabihonda rematada. Al final acabamos por ignorarnos mutuamente.

El Animal me miraba con mucha atención, y me di cuenta de que mis intentos de averiguar más cosas sobre él sólo habían servido para que él supiera aún más cosas sobre mí. Había llegado el momento de volver a encauzar la conversación.

—¿Y qué hay de tu padre? —pregunté—. No lo has mencionado para nada.

—¿Padre? Ese hombre nunca fue un padre para mí. Y tampoco era lo bastante bueno para ella, pero ella no quería verlo. —Empezó a alzar la voz—. Era un viajante de comercio, por el amor de Dios…, un viajante peludo y gordo que…

Tragó saliva un par de veces y a continuación añadió:

—Tenía que librarla de él.

No fueron únicamente sus palabras las que hicieron que un escalofrío me recorriera la espina dorsal, fue el tono inexpresivo de su voz al pronunciarlas. Quería sonsacarle más cosas, pero mi instinto me decía que no siguiera insistiendo. Pero ya no importaba: fuera cual fuese la tormenta que se estaba fraguando en su interior, ya había amainado.

Se levantó de la cama de un salto, sonriendo, se desperezó y, después de lanzar un suspiro de satisfacción, dijo:

—Basta ya de cháchara. Deberíamos estar celebrando el nacimiento de nuestra nueva familia. —Me miró fijamente y luego asintió—. Quédate ahí.

Se puso la ropa y el abrigo y salió por la puerta. Cuando la abrió, el olor a hojas en descomposición y a tierra húmeda llegó hasta la cama: era el aroma de un verano moribundo.

Cuando volvió a entrar, tenía la piel enrojecida y los ojos encendidos. Llevaba una mano escondida a la espalda. Se sentó a mi lado y luego extendió el brazo. Llevaba el puño cerrado.

—A veces tenemos que pasar por momentos difíciles en esta vida —dijo—. Pero son sólo una prueba, y si somos fuertes y logramos superarla, al final obtenemos una recompensa. —Me miró a los ojos—. Abre la mano, Annie. —Sin apartar su mirada de la mía, depositó un objeto pequeño y frío en la palma de mi mano. Me daba miedo mirar—. Le di esto a una mujer hace mucho tiempo, pero no se lo merecía. —La palma de la mano me escocía. Arqueó las cejas—. ¿Acaso no quieres ver qué es? —Me miré la mano muy despacio, y en ella relucía una fina cadena de oro. Extendió el dedo y tocó el diminuto corazón de oro que había en el centro—. Muy bonito, ¿no te parece?

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