Luke y yo salíamos a dar largos paseos invernales, con nuestras guerras de bolas de nieve y todo, hacíamos guirnaldas ensartando palomitas de maíz y arándanos para colgarlas en el árbol, bebíamos chocolate caliente con un chorrito de ron y, entonados por el alcohol, nos cantábamos villancicos el uno al otro, desafinando de mala manera. Todo era como en uno de esos puñeteros telefilmes especiales de sesión de tarde.
Este año las fiestas me importan un comino, francamente. Aunque también es verdad que, por lo visto, casi todo me importa más bien poco. Como hoy mismo, cuando he ido a su cuarto de baño antes de empezar la sesión y me he visto en el espejo. Antes de que sucediera toda esta mierda, no podía pasar por delante de un escaparate sin echar un vistazo a mi imagen reflejada. Ahora, cuando miro a un espejo, veo a una desconocida. Los ojos de esa mujer parecen hechos de barro seco, y el pelo le cae lacio sobre los hombros. Tendría que ir a cortarme el pelo, pero el mero hecho de pensarlo me produce un cansancio infinito.
Peor todavía, me he convertido en una de esas personas quejicas y deprimentes que, ni cortas ni perezosas, no tienen reparos en contarte la inmensa mierda que rodea sus vidas, todo ello explicado en un tono de voz que deja perfectamente claro que no sólo les han tocado las peores cartas, sino que tú te has quedado con las que se suponía que debían tocarles a ellas. Joder, seguramente será el mismo tono de voz que estoy empleando ahora mismo… Quiero decir algo sobre lo bonitas que están todas las tiendas con los adornos y las luces encendidas o lo amable que se vuelve todo el mundo por esta época del año, y el caso es que lo están, y que la gente lo es, pero por lo visto, no puedo dejar de vomitar palabras amargas.
Seguramente, el hecho de que me metiera a dormir en mi armario anoche tampoco ayudó a mejorar mi actitud ni reducir el tamaño de mis ojeras. Intenté coger el sueño en la cama, pero me puse a dar vueltas en la cama hasta que aquello parecía una zona de combate, y el caso es que no me sentía segura. Así que me metí dentro del armario y me aovillé en el suelo, con
Emma
apostada al otro lado de la puerta. La pobrecilla se cree mi perro guardián.
Cuando el Animal salió del cuarto de baño, me señaló con un dedo admonitorio, sonrió y dijo:
—A mí las horas no se me olvidan fácilmente.
Tarareando una melodía —no sabría decirle cuál era, pero le juro que si vuelvo a oírla alguna vez, me echaré a vomitar—, me levantó de la cama, me dio media vuelta y me hizo colocarme encima de su rodilla. Primero intenta partirme la mandíbula y luego, al cabo de un minuto, empieza a hacer del maldito FredAstaire. Soltando una carcajada, volvió a incorporarme y me llevó al cuarto de baño.
Encima de la superficie del lavabo había varias velas decorativas encendidas, y el aire estaba inundado por el olor a cera ardiendo y a flores. De la bañera salían efluvios de vapor y unos pétalos de rosas flotaban en la superficie del agua.
—Es hora de desnudarse.
—No quiero. —Mi voz era apenas un susurro.
—Es la hora, he dicho. —Me miró fijamente.
Me quité la ropa.
Él la fue doblando ordenadamente y luego se la llevó a la habitación. Me ardía la cara. Me tapé los pechos con un brazo y la entrepierna con el otro. Él me apartó ambos y me indicó que me metiera en la bañera. Cuando me vio vacilar, empezó a enrojecer y dio un paso hacia delante.
Me metí en la bañera.
Con el descomunal llavero, abrió la cerradura de uno de los armarios y extrajo una navaja de afeitar.
Me levantó la pierna derecha y me hizo apoyar el talón en el borde de la bañera para, a continuación, recorrerme la pantorrilla y el muslo con la mano, muy despacio. Era la primera vez que me fijaba en sus manos. No había un solo pelo en ellas, y tenía las yemas de los dedos muy lisas, como si se las hubiera quemado. Una oleada de terror se apoderó de mi cuerpo. ¿Qué clase de persona se quema las yemas de los dedos?
No podía apartar la mirada de la navaja, viendo como se acercaba cada vez más a mi pierna. Ni siquiera podía llorar.
—Tienes unas piernas muy fuertes, como las de una bailarina. Mi madre era bailarina. —Se volvió hacia mí, pero yo estaba concentrada en la navaja—. Annie, te estoy hablan… —Se sentó sobre sus talones—. ¿Te da miedo la navaja?
Asentí con la cabeza.
La levantó en el aire de modo que la luz se reflejaba en ella.
—Las nuevas ya no apuran tanto. —Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa. Acto seguido, se inclinó hacia delante y empezó a afeitarme la pantorrilla—. Si te muestras abierta ante esta experiencia, descubrirás muchas cosas acerca de ti misma. El mismo hecho de saber que alguien tiene el poder de decidir la vida o la muerte sobre ti puede ser la vivencia más erótica de tu vida. —Me miró con dureza—. Pero tú ya sabes lo liberadora que puede llegar a ser la muerte, ¿verdad, Annie?
Al ver que no le contestaba, alternó la mirada entre la navaja y yo.
—No… no sé a qué te refieres…
—No te habrás olvidado de lo de Daisy…
Lo miré fijamente.
—A ver, ¿cuántos años tenías? Doce, ¿verdad? Y ella, ¿dieciséis? Perder a alguien a quien quieres tan joven… —Meneó la cabeza—. Una cosa así puede llegar a cambiar a las personas.
—¿Cómo sabes lo de Daisy?
—Tu padre… murió cuando lo llevaban de camino al hospital, ¿no es así? Y Daisy, ¿cómo dices que murió?
Lo sabía. El cabrón ya lo sabía.
Yo lo averigüé, supe cómo había muerto, en su entierro, cuando oí a mi tía explicarle a alguien por qué mi madre se había negado a que su preciosa hija tuviera un ataúd descubierto. A lo largo de los meses siguientes mi hermana se me apareció en sueños, sujetándose el rostro bañado en sangre con las manos y suplicándome que la ayudara. Durante los meses siguientes, me despertaba en plena noche, gritando.
—¿Por qué haces esto? —dije.
—¿Afeitarte las piernas? ¿Acaso no te parece relajante?
—No me refiero a eso.
—¿Hablar de Daisy? Es bueno hablar de esas cosas, Annie.
Una nueva oleada de incredulidad, de negarme a dar crédito a que aquello estuviese sucediéndome, volvió a apoderarse de mi cuerpo. No podía estar dándome un baño de agua caliente con un perturbado que me estaba afeitando las piernas mientras me decía que tenía que exteriorizar mis sentimientos, que eso era bueno para mí. ¿En qué mundo podía pasar semejante locura?
—Levántate y pon el pie en el borde de la bañera, Annie.
—Lo siento, podemos seguir hablando, de verdad. Por favor, no me obligues a hacer eso…
Me miró con los ojos vacíos. Ya había visto esa expresión antes.
Me levanté y puse el pie en el borde de la bañera.
Tiritando de frío, vi emanar de mi cuerpo un vapor con olor a rosas. No soporto el olor a rosas, nunca lo he soportado. Pero ¿y el Animal?
Empezó a tararear una canción.
Sentí ganas de empujarlo de una patada. Sentí ganas de darle un rodillazo en la cara, pero no lograba apartar los ojos de la hoja brillante de la navaja. No me hacía daño físicamente, sólo un poco cuando me sujetó el culo para colocarme en el sitio, pero el terror era absoluto, una masa inmensa que me desgarraba el pecho.
Hace años fui a un médico, a un vejestorio que sólo me había visitado en una ocasión anteriormente. Aquella vez debía hacerme una citología, y todavía me acuerdo de verme tumbada de espaldas con su cabeza entre mis piernas. Los fines de semana se dedicaba a pilotar aviones, y tenía la consulta llena de fotos de avionetas. Mientras me metía un instrumento frío me dijo: «Piensa en aviones». Y eso fue lo que hice mientras el Animal me afeitaba: pensar en aviones.
Cuando hubo terminado y me hubo lavado, me sacó de la bañera y empezó a secarme con cuidado con la toalla. A continuación abrió el armario con la llave, sacó un bote grande de leche hidratante y empezó a restregármela por todo el cuerpo.
—Una sensación muy agradable, ¿a que sí?
Se me encogió la piel. Sus manos estaban por todas partes, deslizándose entre todos los pliegues, untándome de crema.
—Por favor, para. Por favor…
—Pero ¿por qué iba a parar? —dijo y sonrió.
Se tomó todo el tiempo del mundo y no se dejó ni un solo centímetro.
Cuando acabó, me dejó allí de pie, encima de la maldita alfombrilla de baño rosa de pelusa, sintiéndome como un cerdo untado con mantequilla y oliendo a puñeteras rosas. No tuve que esperar mucho a que reapareciera con un puñado de ropa en la mano.
Me hizo ponerme unas diminutas braguitas blancas de encaje —no eran tanga, sino bragas normales— y un sujetador sin tirantes a juego. Todo de mi talla. Dio un paso atrás, me repasó de arriba abajo y aplaudió con las manos, felicitándose a sí mismo por un trabajo bien hecho. Luego me dio un vestido, un trapito blanco y virginal que seguramente me habría gustado en alguna vida anterior. Joder, aquel vestido era precioso, y tenía toda la pinta de ser muy caro. Se parecía a aquel vestido tan famoso de Marilyn Monroe, sólo que no tan atrevido, la versión niña buena.
—Date la vuelta.
Al ver que no obedecía, arqueó una ceja y trazó un movimiento circular en el aire con el dedo.
El vuelo de la falda se levantó cuando empecé a girar sobre mí misma. Asintió con la cabeza para mostrar su aprobación y luego levantó la mano para que me detuviera.
Cuando me llevó fuera del cuarto de baño, advertí que había recogido todas mis fotos y que la caja había desaparecido. Había velas encendidas en el suelo, las luces estaban atenuadas y ahí estaba, frente a mí, con un aspecto imponente: la cama. Lista y expectante.
Tenía que encontrar un modo de hacerle entrar en razón. Ganar algo de tiempo hasta que alguien me encontrase. Porque alguien me encontraría tarde o temprano.
—Si esperásemos… sólo hasta que nos conociésemos un poco mejor —dije—, sería más especial.
—Relájate, Annie. No tienes nada que temer.
El amigo de los niños diciéndote que hace un día maravilloso para matar a todos tus vecinos.
Me hizo volverme y empezó a bajarme la cremallera del vestido blanco. Me había echado a llorar, pero no era un llanto incontrolado, sólo unos estúpidos hipidos entrecortados. Cuando hubo terminado de bajarme toda la cremallera que me recorría la espalda, me besó en la nuca. Sentí un escalofrío. Él se echó a reír.
Dejó que el vestido me resbalara hasta el suelo. Mientras me desabrochaba el sostén, intenté zafarme de él, pero me sujetaba con fuerza rodeándome la cintura con el brazo. Llevó la otra mano hacia delante, levantándola, y me agarró un pecho. Las lágrimas me rodaban por el rostro. Cuando una de ellas le goteó en la mano, me obligó a volverme para mirarlo de frente.
Se llevó la mano a los labios y cubrió la parte húmeda con la boca. La retuvo allí un segundo, esbozó una sonrisa y dijo:
—Salada.
—Para —le imploré—. Por favor, déjalo ya. Para. Tengo miedo.
Me dio media vuelta y me sentó en la orilla de la cama. No me miró a los ojos ni una sola vez; tenía la mirada clavada en mi cuerpo. Una perla de sudor le resbaló por la cara, le cayó por la barbilla y aterrizó en mi muslo. Me escocía en la piel, y sentí unas ganas desesperadas de quitarla de allí, pero me daba miedo moverme. A continuación, se arrodilló en el suelo y empezó a besarme.
Sabía a café rancio y amargo.
Me retorcí y traté de quitármelo de encima, pero él se limitó a apretar los labios con más fuerza contra los míos.
Al final dejó mi boca en paz. Dando gracias, aspiré una bocanada de aire, pero se me quedó atragantado cuando vi que se levantaba y empezaba a desnudarse.
No era un hombre robusto, pero tenía unos músculos bien torneados, como los de un corredor, y el cuerpo completamente desprovisto de vello. Su piel lisa relucía a la luz de las velas. Me miró como si esperara que fuese a decir algo, pero lo único que podía hacer yo era devolverle la mirada, mientras seguía temblando descontroladamente. La polla se le empezó a poner flácida.
Me cogió por las rodillas y volvió a colocarme encima de la cama. Mientras me separaba las piernas con la rodilla, me inmovilizó un brazo entre mi cuerpo y el suyo y me sujetó el otro encima de la cabeza con la mano izquierda, clavándome el codo en el bíceps.
Traté de escabullirme, dando sacudidas con las caderas, sin dejar de retorcerme, pero me bloqueó el muslo con la espinilla. Empezó a tirarme de las bragas con la mano que le quedaba libre.
Mi cerebro trataba frenéticamente de recordar todo cuanto había aprendido a lo largo de mi vida acerca de los violadores. Algo sobre el poder… necesitaban poder, pero había distintas clases de violadores, algunos necesitaban cosas diferentes. No conseguía recordarlo. ¿Por qué no conseguía recordarlo? Si no lograba disuadirlo, ¿podía al menos intentar que se pusiese un condón?
—¡Para! Tengo… —con el pecho, me empujó mi propio puño contra el plexo solar. Mascullé, casi sin aliento— una enfermedad. Tengo una enfermedad de transmisión sexual. Tú también la pillarás si…
Me arrancó las bragas. Empecé a dar sacudidas salvajes. Él sonrió.
Casi sin aliento, dejé de forcejear y aspiré aire para recobrar la respiración. Tenía que pensar, tenía que concentrarme, tenía que encontrar un modo…
Su sonrisa empezó a desdibujarse.
Y entonces lo entendí. Cuanta más resistencia oponía yo, cuanto más reaccionaba, más se excitaba él. Obligué a mi cuerpo a que dejara de temblar. Dejé de llorar. Dejé de moverme. Pensé en aviones. No tardó demasiado en darse cuenta.
Me hundió el codo con tanta fuerza que creí que iba a romperme el brazo, pero no emití ni un solo ruido. Me separó aún más las piernas e intentó abrirse camino en mi interior, pero había perdido la erección. Me fijé en que tenía un lunar en el hombro, con un solo pelo.
Apretó los dientes, endureció la mandíbula y soltó con un gruñido:
—Di mi nombre.
No lo hice. No pensaba, de ninguna manera, llamar a aquel animal por el nombre de mi padre. Puede que controlase mi cuerpo, pero no pensaba permitir que controlase mis palabras.
—Dime lo que sientes.
Me limité a seguir mirándolo fijamente.
Me volvió la cara hacia un lado.
—No me mires.
Volvió a intentar abrirse paso dentro de mí. Pensé en ese único pelo, el del lunar. Tenía todo el cuerpo completamente afeitado salvo por ese único lunar. Atravesé la fase de terror, llegué a la histeria y empecé a reírme tontamente. Iba a matarme, pero yo no podía parar. La risa se transformó en carcajadas.