Me hinqué las uñas en la mano. La habitación volvió a aparecer enfocada.
—Para que podamos hacer que las cosas funcionen.
—Interesante, pero yo también he estado pensando. Está claro que tengo que tomar algunas decisiones y creo que no te van a gustar las opciones.
Había llegado el momento de poner toda la carne en el asador. Me levanté muy despacio y la habitación empezó a dar vueltas de nuevo. Apoyé la mano en la pared para no perder el equilibrio, cerré los ojos e inspiré hondo varias veces. Cuando volví a abrir los ojos, el Animal me miraba de hito en hito. Completamente inexpresivo.
Me llevé la mano al vientre y avancé tambaleándome para sentarme en el taburete junto a él.
—Es comprensible, supongo. Te has tomado muchas molestias y yo te he dado muchos quebraderos de cabeza, ¿verdad?
Entrecerrando las pestañas, asintió despacio con la cabeza.
—El caso es que, la última vez que lo intentamos… algunas de las cosas que dije… Esa en realidad no era yo. Sólo creía que era lo que querías, lo que te haría feliz.
Seguía sin mostrar ninguna expresión, pero me miraba fijamente a los ojos. Los mejores mentirosos son los que siempre se mantienen pegados a la verdad. Volví a inspirar aire con fuerza.
—Tenía mucho miedo, mucho, de ti y de los sentimientos que estabas despertando en mí, pero no sabía…
Separó la barbilla de su mano y se incorporó en el taburete. Iba a tener que hablarle más rápidamente.
—Ahora ya lo entiendo; sólo tengo que ser sincera contigo, y también conmigo misma, y estoy preparada para eso. —Recé por ser capaz de reunir el valor para pronunciar las siguientes palabras—. Así que me gustaría intentarlo otra vez. Por favor, dame otra oportunidad, por favor…
Esperé durante una larga pausa y luego me preparé para lo peor cuando se levantó del taburete.
—Tal vez debería esperar y darnos un poco más de tiempo, Annie. No me gustaría precipitarme.
Se plantó delante de mí con los brazos abiertos y la cabeza ladeada.
—¿Qué me dices de un abrazo? —La sonrisa no le iluminaba los ojos. Me estaba poniendo a prueba. Me adentré en sus brazos y lo rodeé con los míos—. Christina está bien —dijo—. Pasamos una tarde maravillosa viendo casas. Desde luego, es muy buena agente inmobiliaria.
Exhalé el aire al fin.
—Siento los latidos de tu corazón en mi pecho. —Me estrechó con más fuerza. Luego me soltó y dijo—: Vamos a darte algo de comer.
Salió de la cabaña pero regresó al cabo de un momento con una bolsa de la compra de papel marrón.
—Sopa de lentejas, recién hecha en mi tienda de delicatessen favorita, y un poco de zumo de manzana orgánico. Las proteínas y el azúcar te sentarán bien.
Una vez que el Animal hubo calentado la olorosa sopa, me llevó un tazón humeante y un vaso de zumo. Traté de alcanzar la sopa con manos ansiosas, pero él se sentó a mi lado y colocó el tazón en la mesa delante de él. Se me saltaron las lágrimas.
—Por favor, tengo que comer… tengo mucha hambre.
Con voz amable, repuso:
—Lo sé.
Se llevó una cucharada a la boca y sopló para que se enfriara. Observé con tormento cómo se metía la cuchara en la boca. Asintió una vez con la cabeza y luego volvió a sumergir la cuchara en el tazón. Volvió a soplar de nuevo, pero esta vez acercó la cuchara a mi boca. En cuanto hice amago de alcanzarla con la mano, se detuvo y negó con la cabeza. Volví a dejar mi mano en el regazo.
El Animal me administró la sopa despacio, soplando cada cucharada primero y deteniéndose de vez en cuando para darme sorbitos de zumo de manzana. Cuando hube ingerido aproximadamente la mitad de ambas cosas, dijo:
—Eso es lo máximo que tu estómago puede tolerar de momento. ¿Te encuentras mejor?
Asentí con la cabeza.
—Bien. —Consultó su reloj y sonrió—. Es la hora del baño.
Esta vez, cuando me condujo del baño a la cama y empezó a bajarme la cremallera del vestido por la espalda, supe lo que tenía que hacer.
—Por favor, no me toques… no quiero hacer esto.
Mientras me clavaba la barbilla en el hombro, me acarició el lóbulo de la oreja.
—Estás temblando. ¿De qué tienes miedo?
—De ti… Tengo miedo de ti. Eres fuerte y vas a hacerme daño.
Mi vestido resbaló hasta el suelo y él se desplazó delante de mí. A la luz de las velas, sus ojos resplandecían. Se quedó de pie frente a mí y me recorrió el cuello con el dedo corazón.
Deslizó el dedo hacia abajo y se detuvo justo donde empezaba mi hueso púbico.
El vello se me erizó.
—Descríbeme el miedo que sientes.
Su voz se demoró en la palabra «miedo».
—Las rodillas… me tiemblan las rodillas. Tengo un nudo en el estómago. No puedo respirar. Mi corazón, es como… es como si fuera a explotar.
Apretándome los hombros con las manos, me empujó hacia atrás, hasta que la corva de mis piernas chocó con el borde del colchón, y luego me dio un fuerte empujón, de modo que caí encima de la cama. Lo observé mientras se desnudaba.
Traté de desplazarme a gatas hasta el otro extremo de la cama, pero me arrastró de nuevo hacia atrás agarrándome del tobillo. Acto seguido, se encaramó encima de mí y me arrancó las bragas y el sujetador. Todo ocurrió muy deprisa. Se le puso dura y, un segundo más tarde, ya estaba dentro de mí. Grité. Él sonrió. Apreté los dientes, cerré los ojos con todas mis fuerzas, conté sus embestidas, forcejeando cuando él titubeaba, y me puse a rezar.
«QueseacabeyaQueseacabeyaQueseacabeya.»
Cuando por fin se corrió, quise echarme lejía en la entrepierna y frotarme con agua hirviendo hasta despellejarme la piel, pero ni siquiera podía levantarme para lavarme. Cuando se lo pedí, dijo:
—No hace falta, tú sólo descansa.
Durante su placentero relajo poscoital, permaneció acostado a mi lado, acariciándome el pelo, y dijo:
—Mañana sacaré unas pechugas de pollo del congelador. —Me atrajo hacia sí y me acarició el cuello—. Podemos preparar
chow mein
juntos, ¿te parece? —Siguió abrazado a mí hasta que se quedó dormido.
Su semen seguía aún entre mis piernas, pero no lloré. Cuando pensé en Luke, estuve a punto de dejar escapar un sollozo, pero me mordí la parte interior de la mejilla, con fuerza. Susurré un «lo siento» a la oscuridad.
Antes veía programas de mujeres que siguen casadas años y años con tipos que les dan unas palizas de muerte —peor todavía, no sólo siguen al lado del tipo, sino que intentan desesperadamente hacerlo feliz, lo que, por supuesto, nunca ocurre— y siempre intentaba ser comprensiva con ellas, quería entenderlas, pero es que no lo conseguía, doctora. A mí me parecía la mar de sencillo: recoge tus cosas y dile adiós a ese cabrón, preferiblemente acompañándolo de una patada en el culo. Oh, sí, me creía una mujer muy dura de pelar. Bueno, pues sólo hicieron falta cinco días sola en aquella cabaña para que a esta mujer tan dura de pelar se le desprendiera toda la coraza. Cinco asquerosos días y ya estaba dispuesta a hacer todo lo que él quisiese. Y ahora me presentan por ahí como si fuera una heroína. Los héroes se arrojan de cabeza a edificios en llamas y salvan a niños. Los héroes mueren por una causa. Yo no soy una heroína, soy una cobarde.
Esta noche tengo que hacer otra entrevista, ponerme delante de una rubia dicharachera con su sonrisa de dentífrico que me preguntará: «¿Cómo te sentías cuando estabas encerrada en la cabaña? ¿Tuviste miedo?». No jodas, Sherlock. Esa gente no es mejor que él, son sólo sádicos con una nómina mucho más jugosa.
Es curioso que casi nadie me pregunte cómo me siento ahora, aunque tampoco se lo diría, la verdad. Lo que no acabo de entender es por qué nadie se interesa casi nunca por lo que viene después: sólo les interesa la historia. Supongo que creen que todo acaba ahí.
Ojalá.
Es increíble que estemos ya en la tercera semana de enero, ¿no le parece, doctora? Personalmente, me alegro de haber dejado atrás por fin todo el jolgorio y la alegría navideña y del Año Nuevo, lo que me recuerda… ¿le he hablado alguna vez de las Navidades con el Animal? No, me parece que todavía no he llegado a contarle nada de su opinión no muy benigna con todo lo relacionado con el espíritu navideño. Bueno, pues un día me hizo sentarme y me dijo que era diciembre, pero que no íbamos a celebrar la Navidad porque sólo era otra forma más que tiene la sociedad de intentar controlar a la gente.
No acababa ahí. Siguió perorando sobre la sarta infinita de vicios y maldades que entrañaban las Navidades y sobre cómo la sociedad se había apropiado de un mito tradicional y lo había convertido en una máquina de fabricar dinero. Lo último que yo quería era celebrar cualquier cosa con el Animal, pero para cuando hubo acabado de enumerar los aspectos más horribles de tan señaladas fiestas, yo misma habría ayudado al Grinch en persona a robar la Navidad. De hecho, eso fue lo que hizo el muy cabrón: robarme la Navidad. Junto con muchas otras cosas, por supuesto. Sí, como el orgullo, la autoestima, la alegría, la seguridad, la capacidad de dormir en una cama, pero, eh, ¿quién se está quejando?
Bueno, al menos lo he intentado con el árbol… Tal vez el año que viene sea distinto. Tal como usted me dijo, tengo que considerar la posibilidad de que no vaya a sentirme siempre como me siento ahora, y es importante tomar nota de las pequeñas señales que indiquen algún progreso, por insignificantes que puedan parecer. Hoy, cuando he salido al porche delantero de la casa, me ha venido el olor a nieve del aire y, durante un par de segundos, he sentido una oleada de entusiasmo. Este año aún no ha nevado, y en cuanto ahí fuera había apenas dos dedos de nieve,
Emma
y yo solíamos revolcarnos en ella. Está tan graciosa que te mueres de la risa viéndola: corre, patina, salta, excava y se come la nieve. Siempre he querido saber en qué estará pensando. Seguramente, en que tiene que atrapar al conejito escondido. A veces llegaba a echarle un puñado de chucherías en la nieve para que la pobre pudiera encontrar algo de verdad.
Después, me daba un baño de agua caliente, me preparaba una taza de té, me acurrucaba junto al fuego con un buen libro y veía a
Emma
sacudir las patas al revivir en sueños lo bien que lo había pasado durante el día. Rememoré todos esos recuerdos, y me sentí bien. Como si hubiera algo que me hiciera ilusión.
Aunque la agradable sensación desapareció en cuanto recordé las últimas Navidades: créame, pasar todo un invierno en el interior de un lugar con las ventanas cerradas con persianas eleva el concepto de «claustrofobia» a otro nivel muy superior. Además, a mediados de enero del año pasado, estaba embarazada de cuatro meses.
Arriba en la montaña, vivía para la hora de la lectura —el Animal tenía buen gusto— y ni siquiera me importaba leerle en voz alta. Mientras pasaba aquellas páginas, yo estaba en otra parte. Y él también. A veces me escuchaba con los ojos cerrados, o se inclinaba hacia mí apoyando la barbilla en la mano, con los ojos chispeantes, mientras que otras veces, en los pasajes más intensos, se paseaba arriba y abajo por la habitación. Si le gustaba algo, se llevaba la mano al corazón y decía: «Vuelve a leerlo».
Siempre me preguntaba mi opinión acerca de lo que acabábamos de leer, pero al principio me sentía reacia a expresar mis propias ideas e intentaba parafrasear sus juicios. Hasta la vez que me arrebató el libro de las manos y dijo: «Vamos, Annie. Usa esa preciosa cabecita tuya y dime qué opinas tú».
Estábamos leyendo
El príncipe de las mareas
—le gustaba mezclar la lectura de clásicos con novelas contemporáneas, y casi siempre eran libros protagonizados por familias disfuncionales—, en concreto la escena en que la madre prepara comida de perro para dársela al padre.
—Me alegro mucho de que le hiciera esa putada —dije—. Se lo merecía. Era un capullo.
En cuanto las palabras salieron de mi boca, me entró el pánico. ¿Pensaría que estaba hablando de él? Además, eso de «capullo» era impropio de una niña buena, exactamente. Sin embargo, se limitó a asentir con aire reflexivo y dijo:
—Sí, no quería en absoluto a su familia, ¿no te parece?
Cuando leímos
De ratones y hombres
, me preguntó si sentía lástima por el «pobre idiota de Lennie», y al decirle que sí, comentó:
—Vaya, vaya, qué interesante… ¿Y no será porque la chica era una zorra? Creo que a ti te molestó más lo del pobre cachorrito que se cargó. ¿Te despertaría Lennie la misma simpatía si fuese una niña buena?
—Sentiría exactamente lo mismo. Estaba confuso… no era ésa su intención.
Sonrió y dijo:
—¿Conque no pasa nada si matas a alguien siempre y cuando no haya sido ésa tu intención? Tendré que acordarme de eso.
—No es eso lo que he…
Se echó a reír y levanté la mano, sintiendo que las mejillas me ardían.
El Animal era muy cuidadoso con los libros, nunca me dejaba colocarlos boca abajo cuando estaban abiertos ni doblar las esquinas de las páginas. Un día, mientras lo observaba devolver varios libros a su sitio en el estante con mucho cuidado, dije:
—Debiste de leer muchísimos libros de niño.
Se puso rígido y empezó a acariciar lentamente el lomo del volumen que sostenía en la mano.
—Cuando me daban permiso. —¿Permiso? Una forma un poco extraña de decirlo, pero antes de que me diera tiempo a decidir si debía preguntarle al respecto, se me adelantó y dijo—: ¿Y tú?
—Estaba leyendo a todas horas; una de las ventajas de tener un padre que trabajaba en la biblioteca.
—Fuiste una niña con suerte.
Dio una palmadita final a los libros y salió de la cabaña.
Cuando se paseaba arriba y abajo por la habitación, perorando sobre algún personaje o algún giro inesperado en la trama, se expresaba tan bien y era tan vehemente que a veces me atrapaba en su discurso y yo le revelaba más ideas propias. Él me animaba a explicar y defender mis opiniones, pero nunca perdía los estribos, ni siquiera cuando le llevaba la contraria, y con el tiempo empecé a relajarme durante nuestros debates sobre literatura. Por supuesto, cuando terminaba la hora de la lectura, también terminaban los únicos momentos en los que no tenía miedo, la única actividad de la que disfrutaba, la única cosa que me hacía sentirme como un ser humano, como yo misma.
Todas las noches me quedaba despierta en la cama, imaginando cómo el esperma del Animal trepaba por mi interior, y les decía mentalmente a mis óvulos que se escondieran. Como estaba tomando la pildora cuando me secuestró, tenía la esperanza de que mi cuerpo estuviese un poco descolocado y que me rescatasen antes de que pudiera quedarme embarazada. Aunque también creía que me vendría la regla en cuanto me hubiese dejado de tomar la pildora y eso no ocurrió hasta al cabo de aproximadamente una semana después de que consiguiera violarme al fin.