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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Nadie te encontrará (27 page)

BOOK: Nadie te encontrará
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Antes de que pudiera responderle, mamá dijo:

—Ah, pero ¿es que todavía está con las zonas residenciales? Annie lleva entre manos una promoción inmensa, todo apartamentos en primera línea de mar. ¿No me dijiste que iba a ser el edificio más grande de Clayton Falls, Annie, tesoro?

Sólo había estado hablando con un promotor, ni siquiera había hecho aún ninguna presentación, un detalle que mamá conocía perfectamente, pero disfrutaba tanto echando sal en la herida que no tuve el coraje para quitarle el salero de la mano.

—Es grande, sí —repuse.

—Estoy segura de que a Tamara también le encargarán una promoción entera uno de estos días, Val. A lo mejor Annie puede darle algunos consejos, ¿no es así? —Mamá sonrió a la tía Val, cuyo té, por su expresión, parecía haberse transformado en veneno en su boca.

Por supuesto, la tía Val no perdió la ocasión de contraatacar.

—Eres muy amable, pero ahora mismo Tamara gana mucho dinero con la venta de casas y no quiere pasarse años promocionando un proyecto inmobiliario que puede que ni siquiera se venda. Pero estoy segura de que a Annie se le dará de maravilla.

Mamá se puso tan lívida que, por un momento, llegué a preocuparme de verdad, pero acertó a esbozar una sonrisa forzada y cambió de tema. No quiero ni imaginar cómo se llevarían esas dos cuando eran niñas.

Mamá nunca habla demasiado de su infancia, pero sé que su padre se largó cuando ella era muy pequeña y su madre volvió a casarse con otro muerto de hambre. Su hermanastro, mayor que ella, Dwight, es el que está en la cárcel. Atracó un banco cuando tenía diecinueve años, justo antes de que mamá se casara, cumplió su condena y lo pusieron en libertad una semana después del accidente, aunque al cabo de unos pocos días se las arregló para que lo detuvieran otra vez. El muy idiota le pegó un tiro en la pierna a un guardia la última vez. Yo no lo conozco, y mamá se niega a hablar de él. Cometí el error de preguntar si podíamos ir a visitarlo una vez y se puso hecha una fiera y me gritó: «¡Ni se te ocurra acercarte nunca a ese hombre!». Y cuando le dije: «Pero Tamara me ha dicho que la tía Val los lleva a verlo, así que por qué no podemos…», me contestó con un portazo.

Cuando ya nos habíamos mudado a la mierda de casa de alquiler, un buen día llegué de la escuela y me encontré a mamá sentada en el sofá, con la mirada fija en una carta que tenía entre las manos y una botella de vodka semivacía a su lado. Parecía como si hubiera estado llorando.

—¿Qué te pasa, mamá? —le pregunté, pero se limitó a seguir con la mirada clavada en la carta—. ¿Mamá? —insistí.

Había desesperación en su voz.

—No dejaré que vuelva a suceder. No lo permitiré.

Me invadió una oleada de miedo.

—¿Qué… qué es lo que no permitirás que vuelva a suceder?

Acercó un mechero a la carta y la dejó en el cenicero. Cuando el papel se hubo consumido, cogió la botella y se fue tambaleándose a su habitación. Encima de la mesa de la cocina encontré un sobre con el remitente de la dirección de una cárcel. El sobre había desaparecido a la mañana siguiente, pero ella no salió de casa durante una semana entera.

La voz de mi madre me hizo volver al presente:

—¿Sabes qué? Luke se parece mucho a tu padre.

—¿Tú crees? Supongo que sí, en algunas cosas. Es tan paciente como lo era papá, eso seguro. Hemos estado hablando mucho últimamente, voy a ayudarlo con la contabilidad.

—¿Con la contabilidad? —pronunció la palabra como si acabara de anunciarle que iba a dedicarme a la prostitución—. Pero si tú odias la contabilidad…

Me encogí de hombros.

—Necesito ganar algo de dinero.

—Entonces, ¿aún no has hablado con ningún agente ni con un productor?

—He decidido que no quiero sacar más dinero a costa de lo que me ocurrió. Me pone enferma que la gente, incluida yo, haya ganado dinero con una cosa así.

La primera vez que vi a una antigua amiga del instituto siendo entrevistada por televisión, me quedé anonadada en el sofá, al ver como aquella chica, a la que no había visto en diez años, le hablaba a la presentadora del programa de la primera vez que nos fumamos un porro, de la fiesta en que me emborraché y acabé vomitando en el asiento trasero del coche de un chico por el que estaba completamente colada, y luego leía en voz alta las notas que, supuestamente, nos pasábamos la una a la otra en clase. Y eso ni siquiera fue lo peor: el chico con el que había perdido la virginidad le vendió la historia a una de las revistas para hombres de mayor tirada. El muy capullo hasta les dio fotos de cuando estábamos juntos; en una de ellas, yo estaba en biquini.

—Annie, deberías pensarlo detenidamente —dijo mi madre—. No puedes permitirte el lujo de dejar pasar el tiempo. —Su rostro mostraba preocupación—. Tú no has estudiado ni has ido a la universidad. Lo único que sabes hacer, prácticamente, es vender, pero intenta vender algo ahora: la gente sólo ve en ti a una víctima de violación. ¿Y lo de llevarle la contabilidad a Luke? ¿Cuánto tiempo puede durar eso?

Recordé la llamada, unos días antes, de una productora de cine. Antes de que pudiera colgarle el teléfono, me dijo:

—Ya sé que debe de estar harta de que la gente la moleste, pero le prometo que si dedica sólo unos minutos a escucharme y todavía me dice que no, no volveré a llamarla nunca más.

Hubo algo en su tono de voz, el de alguien que no se anda por las ramas, que logró sintonizar conmigo, así que le dije que adelante, que la estaba escuchando.

Intento convencerme soltándome su discurso de que podría contar mi versión de lo sucedido, la auténtica, y que mi historia ayudaría a las mujeres del mundo entero. Luego dijo:

—¿Qué es lo que la frena? Tal vez si me dice de qué tiene miedo, pueda pensar en algo para remediarlo.

—Lo siento, puede hablar cuanto le plazca, pero contarle mis motivos a usted no formaba parte del trato.

Así que siguió hablando, y era como si supiese exactamente qué era lo que me preocupaba y qué era lo que quería oír: hasta me dijo que podría tener la última palabra con respecto al guión y decidir el reparto. Y me dijo que el dinero me dejaría la vida resuelta.

—Sigue siendo un no —contesté—, pero si cambio de idea, usted será la primera a quien llame.

—Espero que lo haga, pero también espero que entienda que esta oferta tiene fecha de caducidad…

Tenía razón, y mi madre también. Si esperaba mucho más, iba a ser demasiado poco dinero, demasiado tarde. Pero no estaba segura de qué era peor, si hundirme en medio de tanta popularidad, tal como vaticinaba mamá, o hacerle caso.

Mi madre apartó la mirada del televisor y tomó otro sorbo de vino.

—¿Le has dado mi número a algún productor de cine?

Hizo una pausa, con la copa en la mano, y arrugó la frente.

—¿Es que te ha llamado alguien?

—Sí, por eso te lo pregunto. Mi número no sale en la guía.

Se encogió de hombros.

—Esa gente sabe cómo conseguirlo.

—No hables con ninguno de ellos, mamá. Por favor.

Nos sostuvimos la mirada un momento, y acto seguido dejó caer la cabeza hacia atrás, en el respaldo de mi sofá.

—Ya sé que fui dura con vosotras cuando erais niñas, pero lo hice porque quería que tuvierais más suerte en la vida de la que tuve yo. —Esperé a que añadiera algo más, pero se limitó a hacer señas hacia el televisor con la mano con que sostenía la copa—. ¿Te acuerdas de cuando os dejaba acostaros tarde a ti y a Daisy para poder ver eso?

Entonces me di cuenta de que había estado viendo un avance de
Lo que el viento se llevó
, una de sus películas favoritas.

—Claro que me acuerdo. Te quedabas despierta con nosotras y dormíamos en el salón.

Sonrió ante aquel recuerdo, pero la tristeza se reflejaba en su rostro. Se había vuelto pensativo cuando lo ladeó para mirarme.

—Empieza dentro de una hora. Podría quedarme a dormir, como estás enferma…

—Bueno, no sé, mamá, me he estado levantando a las siete para ir a correr, tú… —Volvió a concentrarse en el televisor. La súbita pérdida de su atención me dolió más de lo que estaba dispuesta a admitir—. Sí, claro, estaría bien tener un poco de compañía. Seguramente es una estupidez salir a correr con el constipado que tengo.

Me regaló una sonrisa y me dio una palmadita en el pie, por debajo de la manta.

—Entonces me quedaré, Annie, tesoro.

Retiró los cojines del otro sofá y empezó a improvisar una cama en mitad del suelo de la sala de estar. Cuando me preguntó dónde guardaba las mantas y la vi con las mejillas sonrosadas de entusiasmo, pensé que aquello era mucho mejor que pasar la noche en vela, encerrada en el armario, pensando: «¿Por qué no se llevó nada el ladrón?».

Más tarde, esa misma noche, después de que mamá enviara a Wayne a casa cuando vino a recogerla con el coche, después de que nos hubiésemos hinchado a palomitas, a galletas de oso y a helado mientras veíamos
Lo que el viento se llevó
, mamá se quedó traspuesta con su cuerpecillo acurrucado en mi espalda y las rodillas encajadas en mis corvas. Mientras su respiración me hacía cosquillas en la espalda y su brazo me rodeaba el cuerpo, me quedé mirando su mano diminuta, en contacto con mi piel, y caí en la cuenta de que era la primera vez que dejaba que alguien se acercara físicamente a mí desde que había vuelto de la montaña. Aparté la cara hacia un lado para que no notase mis lágrimas al caerle sobre el brazo.

Estaba pensando, doctora, que cada vez que digo algo malo sobre mi madre, justo después siempre siento la necesidad de enumerar todas sus cualidades buenas; mi propia versión de tocar madera. Y el caso es que mamá no es tan mala, pero ése es precisamente el problema. Me sería más fácil si pudiera odiarla sin más, porque son las raras veces en que se muestra adorable las que hacen las otras veces mucho más duras.

Sesión dieciocho

Hoy, cuando iba de camino a su consulta, he pasado por un tablón de anuncios y me ha llamado la atención el cartel de un concierto. Lo estaba leyendo, a punto de tomarme un sorbo del café, cuando me he fijado en parte de otro anuncio que había debajo. Había algo que me resultaba familiar, así que lo he sacado. Joder, doctora, ¿sabe lo que era? Un letrero con mi cara —¡con mi cara!—, con las palabras «Agente inmobiliaria desaparecida» debajo. Me he quedado allí pasmada, mirándolo, y hasta que me ha aterrizado una gota en la mano, ni siquiera me he dado cuenta de que estaba llorando.

Tal vez debería haber colgado mis propios carteles: «Sigue desaparecida». Esa cara sonriente pertenecía a la mujer que era antes, no a la que soy ahora. Luke debió de darles la foto; la sacó nuestra primera mañana de Navidad juntos. Me acababa de dar una preciosa tarjeta navideña y yo le sonreía de pura felicidad. La mano me temblaba como si sujetara hielo en lugar de café hirviendo.

He tirado el letrero a la papelera que hay en la puerta de su consulta, pero todavía me dan ganas de volver y sacarlo de ahí. A saber lo que haría con él…

Ahora que ya se me ha pasado el susto de ver mi propia foto, la verdad es que quiero hablar de lo que pasó cuando al fin me senté a hacer una lista de todas las personas que hay en mi vida, tal como usted me sugirió. Sí, Fräulein Freud, he puesto en práctica una de sus ideas. Joder, algo tenía que hacer, no podía quedarme ahí acojonada pensando en el incidente del robo en casa.

Mi banda sonora interior para meterme miedo en el cuerpo dice algo así como: «Mi coche estaba aparcado en la entrada, así que el ladrón debió de verme salir con
Emma
. ¿Cuánto tiempo llevaba vigilando la casa? ¿Días, semanas, meses incluso? ¿Y si no era un ladrón?».

Luego me paso la siguiente hora diciéndome que era una idiota, que la policía tenía razón, que sólo podía tratarse de un hecho aislado, un ladrón estúpido al que le entró el pánico cuando se conectó la alarma. Pero entonces vuelve a asaltarme el maldito pensamiento: «Alguien te está vigilando en estos momentos. En cuanto bajes la guardia, irá a por ti. No puedes confiar en nadie».

Como le he dicho, tenía que hacer algo.

Empezando por las personas más cercanas a mí —Luke, Christina, mamá, Wayne, y familiares como Tamara, su hermano Jason, la tía Val y su marido, Mark— hice una columna al lado de cada una con las razones que podrían tener para querer hacerme daño, y me sentí como una idiota porque, naturalmente, no hay nada que poner en esa columna.

A continuación amplié la lista a cualquiera a quien pueda haber cabreado de algún modo: antiguos clientes, compañeros de trabajo, ex novios. Nunca me han denunciado, el único agente inmobiliario que podría haber tenido algún problema conmigo es el «misterioso» agente con el que estaba compitiendo para conseguir aquel proyecto cuando me secuestraron, y a pesar de que he roto algún que otro corazón, nunca he hecho nada que mereciese una venganza después de tanto tiempo. Hasta escribí los nombres de un par de ex novias de Luke; una de ellas aún estaba colada por él cuando empezamos a salir, pero se fue a vivir a Europa antes de lo del secuestro incluso. También anoté el nombre del Animal y escribí «muerto» al lado.

Me quedé allí sentada, mirando aquella lista ridícula con sus notas de «conseguí una de las promociones que él quería», «no le contesté a un mensaje», «no vendí su casa lo bastante rápido», «me quedé con uno de sus CD» en la columna de al lado, y cuando intenté imaginarme a alguna de aquellas personas merodeando por mi casa o forzando la puerta para «desquitarse», me entró la risa ante mi locura.

Pues claro que sólo fue un ladrón, seguramente algún drogata adolescente en busca de algo para financiarse su siguiente colocón, y no va a volver ahora que sabe que tengo alarma en la casa.

Joder, por idiota que me sintiera haciendo esa lista, me alegro de haberla hecho. Hasta conseguí dormir de un tirón en mi cama esa noche. Para cuando Luke vino el sábado por la tarde a instalarme ese programa de contabilidad, estaba todo lo preparada que podía llegar a estar.

Me puse a hurgar entre las cajas de ropa de Christina en busca de algo informal pero sin pasarme, y encontré unos pantalones tipo cargo de color beis y una camiseta azul verdoso. Una parte de mí quería ponerse un chándal y volver a desordenar la casa, pero cuando me miré al espejo, no me importó lo que vi.

Todavía no he encontrado el momento de ir a cortarme el pelo, así que me lo lavé y me lo recogí hacia atrás. Por fin he ganado algo de peso —nunca pensé que eso fuese a ser algo bueno— y se me ha llenado un poco la cara.

BOOK: Nadie te encontrará
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