Nadie te encontrará (26 page)

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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Nadie te encontrará
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Examiné cada uno de ellos con cuidado. Todos estaban bien cerrados y con mi ropa perfectamente doblada en el interior. Todo seguía colgado en orden en el armario, y la puerta estaba bien cerrada; a veces, uno de los lados se atasca. Retrocedí unos pasos y examiné el dormitorio. Un canasto con la ropa que acababa de sacar de la secadora seguía intacto en el mismo sitio, la enorme camiseta con la que dormía seguía tirada en el suelo, a los pies de la cama. La cama.

¿No era aquello de ahí una marca, en la orilla? ¿Me había sentado ahí para ponerme los calcetines? Me acerqué e inspeccioné cada centímetro de la cama. Examiné cada cabello. ¿Era mío? ¿Era de
Emma
? Acerqué la nariz al edredón de pluma y lo olisqueé por completo. ¿Olía a rastro de colonia? Me levanté de nuevo.

Un extraño había forzado la puerta de mi casa, había estado en mi dormitorio, examinando mis cosas, tocando mis cosas… Se me puso la carne de gallina.

Deshice la cama, recogí mi camiseta, lo metí todo en la lavadora con litros de lejía y limpié a conciencia cada una de las superficies de mi casa. Después de tapar con tablones la puerta de atrás y la ventana —la casa parecía un auténtico bunker para cuando hube terminado—, me llevé el teléfono inalámbrico al armario de la entrada y me quedé allí escondida el resto del día.

Gary, el poli del que le he hablado alguna vez, me llamó luego para asegurarse de que estaba bien, todo un detalle por su parte, sobre todo teniendo en cuenta que él no se ocupa de los robos. Confirmó el dictamen de los otros polis: lo más probable es que fuese un suceso aislado y que el ladrón entró a llevarse lo que pudiera, pero que de pronto le entró el pánico y se largó por la vía más rápida. Cuando le llevé la contraria y le insistí en que aquella reacción era de estúpidos, me contestó que los delincuentes cometen un montón de estupideces cuando están asustados. También me sugirió que llamase a alguien para que se quedase haciéndome compañía en casa o que me fuese a dormir a casa de un amigo hasta que me arreglasen la puerta.

Puede que estuviese muerta de miedo, pero de ninguna manera iba a ir a casa de mi madre. ¿Y amigos? Bueno, aunque no fuese más paranoica que Howard Hugues, no estoy segura del número de amigos que me quedan estos últimos tiempos. Luke es prácticamente el único que me sigue llamando por teléfono. Cuando volví, todo el mundo —amigos, ex compañeros de trabajo, gente con la que fui a la escuela pero a la que hacía años que no veía— estaba todo el día encima de mí, no podía soportarlo. Pero ya se sabe, la paciencia de la gente tiene un límite, y si insistes en darles con la puerta en las narices, al final se cansan y se largan.

Christina es casi la única a quien se me ocurriría pedírselo, pero usted ya sabe lo que me pasó con ella, o al menos sabe tanto como yo, porque todavía no entiendo por qué me porté tan mal con ella. Seguramente sólo intenta ser una buena amiga dejándome en paz últimamente, pero a veces pienso que ojalá se armase de valor y viniese a sacarme a empujones, que ojalá me presionase como hacía antes.

Naturalmente, enseguida pensé en irme a vivir a otra parte, pero maldita sea… ¡me encanta mi casa! Si alguna vez la vendo, no será por culpa de un ladrón de mierda. Aunque tampoco podría, de todos modos. ¿Cómo diablos me iban a conceder una hipoteca? He pensado en buscar trabajo. Ahora sé hacer un montón de cosas nuevas, pero a saber qué clase de trabajo me darían…

Todo lo cual me lleva a la llamada telefónica que recibí de Luke cuando volví a casa después de nuestra última sesión.

—Mi contable se ha ido y me ha dejado en la estacada, Annie. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas hacerte cargo hasta que encuentre a alguien? Sólo sería media jornada y…

—No necesito tu ayuda, Luke.

—¿Quién ha dicho que necesites ayuda? Se trata de mí, soy yo el que necesita tu ayuda… esos libros de contabilidad pueden conmigo. Me sabe mal hasta pedírtelo, pero es que eres la única persona que conozco a quien se le dan bien los números. Puedo llevártelo todo a casa, ni siquiera tendrás que desplazarte hasta el restaurante.

Creo que fue por vergüenza por lo que le dije que sí, que podía intentarlo, antes de darme cuenta de a qué me había comprometido. Luego fue otra historia: «¡No estoy lista para esto!», pensé. Estuve a punto de llamarlo y desdecirme, pero respiré hondo varias veces y luego me dije que debía meditarlo un poco, que ya lo decidiría al día siguiente. Por supuesto, el día siguiente fue cuando entraron a robar en mi casa. Con toda la conmoción y el consiguiente ataque de pánico, mi conversación con Luke se me fue por completo de la cabeza. Y entonces, anoche, me dejó un mensaje diciendo que vendrá a casa este fin de semana con un programa de contabilidad para instalármelo en el ordenador. Joder, sonaba tan aliviado y agradecido que no se me ocurrió ninguna manera de salir de aquel atolladero. Y, realmente, tampoco estaba segura de querer salir de él.

No dejo de repetirme que Luke sólo lo hace por su negocio, pero estoy segura de que no soy la única persona que puede llevarle la contabilidad… la guía telefónica está llena de nombres.

El pasado lunes por la noche, tenía un resfriado que amenazaba con ir a peor y estaba tumbada como una zombi en el sofá, con mi pijama de franela azul descolorido y mis zapatillas de erizo, una caja de Kleenex en el regazo y el televisor encendido pero casi sin voz. Oí el ruido de la puerta de un coche al cerrarse delante de mi casa. Contuve la respiración un segundo y agucé el oído. ¿Se oían pasos en la gravilla? Me asomé a la ventana, pero no veía nada en la oscuridad. Cogí el atizador de la chimenea.

Oí unas pisadas suaves en las escaleras; luego, silencio.

Sujetando el atizador con fuerza, me asomé a la mirilla, pero no vi nada.

Oí una especie de crujidos al pie de la puerta.
Emma
empezó a ladrar.

—¡Sé que está ahí! —grité—. ¡Será mejor que me diga quién es ahora mismo!

—Dios santo, Annie, sólo te estaba recogiendo el periódico.

Mamá.

Abrí las cerraduras; cuando vino el cerrajero a reparar el marco de la puerta, le pedí que me instalara una más.
Emma
olisqueó a mamá y luego se fue directa a mi habitación, donde seguramente se escondió debajo de la cama. A mí me dieron ganas de hacer lo mismo.

—Mamá, ¿por qué no has llamado antes de venir?

Sacudió la cabeza de modo que su cola de caballo quedó balanceándose en el aire, me colocó el periódico en la mano con malos modos y dio media vuelta para marcharse. La sujeté por los hombros.

—Espera, no quería decir con eso que te fueras, pero es que me has dado un susto de muerte. Estaba… medio dormida.

Se volvió y, con sus enormes ojos azules de muñeca clavados en la pared del fondo, por encima de mi hombro, dijo:

—Perdóname.

Bueno, eso me dejó sin palabras. A pesar de que había pronunciado aquel «perdóname» con cierto retintín, no recuerdo cuándo fue la última vez que mi madre había pedido perdón por algo.

Desplazó la mirada hasta mis zapatillas de erizo y arqueó las cejas. Mi madre lleva zapatillas de tacón con plumas de marabú, ya sea verano o invierno, y antes de que pudiera hacer algún comentario sobre las mías, le dije:

—¿Quieres pasar?

Cuando entró en la casa y se detuvo en el recibidor, me fijé en que llevaba en la mano una bolsa de papel marrón bastante grande, sujeta contra el pecho. Por un momento me pregunté si se habría traído una botella consigo, pero no, el paquete era plano y cuadrado. En la otra mano llevaba una fiambrera que me tendió en ese momento.

—Me ha traído Wayne, le iba de paso para ir a la ciudad. Te he hecho unas galletitas de oso.

Ah. Galletas de mantequilla de cacahuete con la forma de una zarpa de oso con trocitos de chocolate fundido en las uñas. Cuando era niña, me las hacía cuando yo estaba triste o si ella se sentía culpable por alguna razón, cosa que no ocurría a menudo. Debía de sentirse mal por nuestra discusión.

—Eres muy amable, mamá. Las echaba de menos.

No dijo nada, sino que se limitó a quedarse allí de pie, inspeccionando mi casa con ojos inquietos, y a continuación se acercó a la repisa de la chimenea para tocar con los dedos las hojas secas del helecho.

Antes de que pudiera criticar mis deficientes dotes para el cuidado de mis plantas, dije:

—No sé si querrás quedarte mucho tiempo, porque tengo un resfriado, pero si es así, puedo preparar té.

—¿Estás enferma? ¿Y por qué no has dicho nada? —Aquello la animó como si acabara de ganar la lotería de las madres—. Cuando vuelva Wayne, te llevaremos a mi médico. ¿Dónde tienes el teléfono? Llamaré a su consulta ahora mismo.

—Ya me han visto suficientes médicos. —Mierda, hablaba como el Animal—. Oye, si decido que necesito que me vea uno, puedo ir yo misma con el coche, pero da lo mismo, porque no nos van a dar cita tan tarde.

—Eso es absurdo, pues claro que mi médico podrá visitarte.

En toda mi vida, a mi madre nunca le ha dado la gana de tener que esperar para lo que fuese —una visita con el médico, una mesa en un restaurante, la cola del supermercado— y, desde luego, siempre se las ha ingeniado para conseguir una visita al momento, la mejor mesa y que el encargado del supermercado le abra otra caja sólo para ella.

—Mamá, déjalo ya, estoy bien, ¿de acuerdo? Los médicos no pueden hacer nada contra un resfriado… —Alcé la mano cuando la vi abrir la boca para interrumpirme—. Pero te prometo que si empeoro, iré al médico.

Suspiró, dejó su bolso y el paquete en la mesita auxiliar y dio unas palmadas en el sofá.

—¿Por qué no te tumbas y dejas que te prepare un té con miel y limón bien calentito?

Si le decía que yo solita me bastaba para hervirme el agua, me lanzaría una de sus miradas, así que me desplomé en el sofá.

—De acuerdo, está en el estante de arriba.

Una vez que me hubo traído una taza humeante y una bandeja de galletas de oso y que se hubo servido una saludable copa del vino tinto que tenía yo en la cocina, se sentó en el extremo del sofá y nos tapó a ambas con mi cubrecama.

Bebió un buen trago de vino, me dio el paquete y dijo:

—He encontrado ese álbum de fotos que me decías, debió de mezclarse con nuestras cosas, no sé cómo.

Sí, seguro. Pero no dije nada. Me había devuelto las fotos, y el té estaba recorriéndome el cuerpo con un agradable calor, incluso tenía los pies calientes debajo de la pierna de mi madre.

Cuando empecé a hojear el álbum, mi madre sacó un sobre de su bolso y me lo dio.

—Estas no las tenías, así que te he hecho copias.

Sorprendida ante aquel gesto inesperado, me concentré en la primera. Ella y Daisy estaban en una de las pistas de hielo de la ciudad, vestidas con trajes a juego, ambas con una cola de caballo a juego, e incluso con patines a juego. Daisy aparentaba unos quince años, así que seguramente había sido tomada justo antes del accidente, y con aquel traje rosa chillón, mamá casi aparentaba la misma edad. Se me había olvidado que a veces patinaba con Daisy, cuando entrenaba.

—La gente siempre estaba diciéndome que parecíamos hermanas —dijo.

Me dieron ganas de replicarle: «¿De verdad? Pues no entiendo por qué».

—Tú eras más guapa.

—¡Annie! Tu hermana era preciosa.

La miré a la cara. Tenía los ojos brillantes y sabía que estaba satisfecha, pero también sabía que estaba de acuerdo conmigo. Cuando se levantó por un poco más de vino, hojeé el resto de las fotos, y cuando volvió a sentarse a mis pies con una copa entera —esta vez se trajo la botella medio vacía consigo y la dejó en la mesita auxiliar—, me detuve en la última, de papá y ella en el día de su boda.

Al mirarla, vi que tenía la mirada fija en su copa. Tal vez fuese por culpa de la luz, engañosa, pero parecía,que tenía los ojos húmedos.

—Tu vestido era muy bonito.

Examiné el escote corazón y el largo velo de pedrería sobre su pelo rubio. Luego levanté la vista de la foto.

Se inclinó un poco hacia mí y me confió:

—Lo confeccioné a partir de un patrón que Val quería para su propio vestido de novia algún día. Yo le dije que no tenía pecho suficiente para llenarlo. —Mamá se echó a reír—. ¿Te puedes creer que todavía no me lo ha perdonado? Ni eso ni que saliera con tu padre. —Se encogió de hombros—. Como si yo tuviera la culpa de que él acabase prefiriéndome a mí.

Aquello era nuevo.

—¿La tía Val salía con papá?

—Sólo salieron unas pocas veces, pero supongo que ella se hizo ilusiones. En la boda se portó fatal, apenas me dirigió la palabra. ¿Te he hablado alguna vez de la tarta? Era de tres pisos y…

Mientras mamá recreaba paso por paso su banquete de bodas, cuyos detalles ya había escuchado un millón de veces, pensé en la tía Val. Con razón siempre estaba intentando vengarse de mamá… Puede que eso explicase también su actitud hacia mí y Daisy. Cuando éramos niñas, ella y mamá hacían eso tan típico de quedarse con los hijos de la otra el fin de semana, cosa que a mí y a Daisy nos aterraba. A mí la tía Val no me hacía prácticamente ningún caso, pero es que a Daisy la odiaba, y buscaba cualquier excusa para dejarla en ridículo y burlarse de ella mientras Tamara y su hermano se partían de la risa.

Nuestras familias dejaron de hacer cosas juntas después del accidente. Wayne y el tío Mark no tienen demasiado en común, y ni siquiera se caen bien, así que básicamente eran la tía Val y mamá. Cuando nos incluían a nosotros, los niños, mi primo Jason me hacía rabiar, pero Tamara guardaba las distancias; a mí me parecía una engreída, pero ahora me imagino que seguramente su madre la machacaba con respecto a mí tanto como a mí la mía con respecto a ella.

Una tarde, cuando ya me había mudado a mi casa, mi madre y la tía Val aparecieron tras una sesión de compras. La tía Val miró alrededor y luego me preguntó qué tal me iba en el mundo inmobiliario, si me gustaba y eso.

—Está muy bien, me gusta el reto.

—Sí, a Tamara también parece irle viento en popa. Este trimestre le han dado el premio del récord de ventas en su oficina. Ha ganado una botella de Dom Pérignon y un fin de semana en Whistler. ¿En tu empresa también son habituales esas prácticas, Annie?

Una pulla muy buena, aunque no demasiado sutil. La inmobiliaria para la que trabajaba era grande para tratarse de Clayton Falls, pero no tenía ni punto de comparación con la empresa de Tamara, en pleno centro de Vancouver; nosotros ya podíamos darnos con un canto en los dientes si nos regalaban una botella de vino y una placa de plástico.

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