Nadie te encontrará (23 page)

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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Nadie te encontrará
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Quise pasar de largo e intenté no mirar aquellos dientes blancos y las mejillas sonrosadas de la niña, pero cuando pasé por su lado, uno de sus brazos diminutos empezó a gesticular hacia mí, y me paré. Como si fuera un imán, fui incapaz de no extender la mano o impedir que mis pies se acercaran más. Sólo quería tocar aquella mano diminuta un segundo. Era lo único que necesitaba, me dije, sólo un segundo. Sin embargo, la mano de la niña se cerró en torno a mi dedo extendido mientras se reía y lo apretaba. Al oír su risa, su madre dijo:

—Sí, Samantha, cariño, aquí estoy. Mamá estará ahí enseguida.

Samantha, se llamaba Samantha. El nombre retumbó en mi cabeza, y me entraron ganas de decirle a aquella mujer, que estaba arrodillada escogiendo tarros de lo que ahora veía que era comida para bebés, que yo también tenía una hija, la niña más preciosa que había en el mundo. Pero entonces me preguntaría qué tiempo tenía la niña, y yo no quería decirle que estaba muerta y ver cómo aquella mujer desplazaba la mirada hacia su hija, con una mezcla de alivio y gratitud por que no fuese su hija, y ver luego en esos mismos ojos la certeza —la certeza de la confianza ciega de una madre— de que nunca iba a pasarle nada malo a su hija.

Cuando quise retirar el dedo, Samantha me lo apretó con más fuerza, y en sus labios se formó una burbuja diminuta de saliva. Inhalé su olor por la nariz: polvos de talco, pañales y el leve olor dulzón a leche. Quería aquella niña. Me dolían las manos del ansia de arrancar a aquella chiquilla del asiento y depositarla en mis brazos, en mi vida.

Tras lanzar miradas furtivas a uno y otro lado del pasillo, que estaba vacío, mi cerebro trató de calcular cuántos pasos necesitaría para salir corriendo con ella de allí. Sabía que a aquellas horas sólo trabajaba una cajera. Sería pan comido… Me acerqué al carrito. Con el corazón retumbando en mis oídos, vi relucir todos y cada uno de aquellos finos cabellos rubios de bebé bajo la luz fluorescente de la tienda, y extendí la mano que me quedaba libre para tocar un mechón de seda. Mi hija tenía el pelo oscuro. Aquella no era mi hija. Mi hija ya no estaba.

Di un paso atrás justo cuando la madre se ponía de pie en el pasillo, reparaba en mí y encaminaba sus pasos hacia el carro.

—¿Hola? —dijo con una tímida sonrisa.

Me entraron ganas de decirle: «¿Cómo se te ocurre hacer algo así? Dejar a tu hija sola en el carro. ¿Es que no sabes lo que podría pasarle? ¿No sabes cuánto loco suelto hay ahí fuera? ¿No sabes lo loca que estoy?».

—Se la ve una niña feliz —dije—. Y es preciosa.

—Ahora está contenta, pero ¡debería haberla visto hace una hora! Lo que me ha costado calmarla… —Mientras seguía hablando del estrés que sufre una madre, un estrés por el que habría dado mi alma a cambio, quise llamarla hija de puta desagradecida, decirle que debería dar las gracias por cada lloro que saliese de la boca de su hija. Pero en vez de eso, me quedé allí, petrificada, mientras asentía o sonreía de vez en cuando a aquella mujer hasta que al final se quedó sin munición y puso fin a su perorata diciendo—: ¿Tiene usted hijos?

Me vi sacudiendo la cabeza de un lado a otro, desdibujando mi sonrisa hasta transformarla en una línea recta y sintiendo que la garganta me vibraba mientras articulaba las palabras:

—No. No tengo hijos.

Mis ojos debieron de delatarme, porque la mujer me sonrió con ternura y dijo:

—Ya los tendrá algún día.

Me dieron ganas de darle una bofetada, me dieron ganas de gritar y dar rienda suelta a mi rabia. Me dieron ganas de llorar. Pero no lo hice. Me limité a sonreír, asentí con la cabeza y le deseé que tuviera un buen día mientras me iba y las dejaba allí, en el pasillo.

Fue entonces cuando me di cuenta de que a lo mejor no lo estaba llevando tan bien como creía yo sola, sin ayuda de nadie. Conseguí esconder ese momento detrás de todos mis demás momentos en que había estado al borde de la locura hasta que ayer vi una nota en el periódico anunciando que una de las chicas con las que trabajaba antes acababa de dar a luz a un niño. Le envié una tarjeta de felicitación, pero sabía que no podía fiarme de cuál sería mi reacción si iba a verla a ella y a su bebé. Hasta escoger la tarjeta fue una agonía. No estoy segura de por qué lo hice, como no fuera por llevar a cabo otro patético intento de demostrarme a mí misma que puedo controlar cosas que, evidentemente, soy incapaz de controlar.

—A Wayne y a mí nos gustaría que vinieses a cenar a casa esta noche —dijo mi madre cuando me llamó el martes a última hora de la tarde—. Estoy cocinando un asado.

—Lástima, porque justo acabo de cenar ahora mismo, una cena temprana. Ojalá me hubieras llamado antes.

Era mentira, no había cenado, pero prefería revolcarme sobre ascuas de carbón encendido… ¡qué digo!, prefería comerme las ascuas de carbón encendido, antes que ir a su casa a que me soltase un sermón sobre lo que fuese que consideraba que estaba haciendo mal en ese momento. Nadie como mi madre para hacer que me sintiera como una mierda por sentirme como una mierda. Ya estaba de mal humor por culpa de un imbécil productor de cine que no deja de llamar a mi puerta con distintas ofertas: llega incluso a plantarse ahí de pie, como un pasmarote, esperando hablar conmigo a través de la hoja de madera, subiendo la oferta cada pocos minutos como si estuviera pujando en una maldita subasta. Está malgastando saliva conmigo.

Recuerdo cuando vi la película
Titanic
, hace años. A la salida del cine, los espectadores, atiborrados de palomitas, comentaban lo fabulosos que eran los efectos especiales y lo realista que era todo, en especial los cadáveres cabeceando en el agua. ¿Y yo? Yo me fui derecha al cuarto de baño a vomitar, porque esa gente realmente murió así, centenares y centenares de personas, y no estaba bien quedarse ahí sentado comiendo gominolas, chupándose la mantequilla salada de los dedos y admirando lo auténticas que parecían sus muertes en el agua helada.

Bueno, pues si de algo estoy segura es de que no quiero que la gente se ponga hasta las cejas de palomitas mientras valora mi vida por su calidad comercial como producto de entretenimiento.

—Y te he llamando antes, pero no me has cogido el teléfono.

Mi madre nunca dice: «No estabas en casa», sino que siempre suelta: «No me has cogido el teléfono» en tono acusador, como si dejara sonar el teléfono sólo para cabrearla.


Emma
y yo salimos a dar un paseo.

—¿Y se puede saber de qué te sirve el contestador si no escuchas los mensajes?

—Tienes razón… lo siento. Pero me alegro de que me hayas llamado otra vez, porque quería preguntarte una cosa. Anoche estuve rebuscando entre mis cosas para ver si encontraba mis fotos de Daisy y de papá, pero no las encontré.

No es que me quedasen muchas fotos de ellos de todos modos, porque la mayoría me la habían dado algunos familiares y el resto habían sido hechas rehenes por mamá en sus álbumes de recortes con promesas vagas de que «algún día» serían mías. Me jodia especialmente que mamá se hubiese quedado con una en la que sólo aparecíamos papá, Daisy y yo; era raro encontrar una foto en la que no apareciese mi madre.

—Estoy segura de que te las llevé cuando te instalaste de nuevo en tu casa.

—No que yo recuerde, y estuve buscándolas por todas partes la otra noche…

Aguardé unos segundos, pero no me dio ninguna explicación de cuál podía ser el paradero de las fotos desaparecidas, y sabía que no me la daría a menos que la presionase un poco más. Sin embargo, había algo más que quería preguntarle, y había aprendido a escoger mis batallas con mamá. Jugar a la ruleta rusa seguramente era menos arriesgado.

—Mamá, ¿piensas alguna vez en papá y Daisy?

Se oyó un suspiro de exasperación al otro lado del teléfono.

—Pues claro que sí. Qué pregunta más tonta… Bueno, y ¿cuanto has comido? Esas sopas de lata de las que vives no alimentan nada. Te estás quedando en los huesos.

—Estoy intentando hablar contigo de algo importante, mamá.

—Ya hemos hablado…

—No, la verdad es que no hemos hablado. Yo siempre he querido hacerlo porque pienso en ellos a todas horas, sobre todo cuando estaba ahí arriba, en la montaña, pero cada vez que intento sacar el tema, tú siempre cambias de tercio o empiezas a alabar a Daisy y sus dotes como patinadora y todas sus…

—¿Por qué haces esto? ¿Acaso pretendes hacerme daño?

—¡No! Sólo quería… bueno, he pensado que como… como yo he perdido a una hija y tú has perdido a una hija, he pensado que podríamos hablar y que tal vez podrías darme alguna orientación sobre cómo superarlo.

¿Orientación? Pero ¿en qué coño estaba pensando? Lo único que esa mujer sabía orientar era el codo para empinar la botella de vodka.

—No creo que pueda ayudarte, Annie. La hija que tú tuviste… No es lo mismo, sencillamente.

Mi voz se volvió de acero y se me aceleró el pulso.

—¿Y se puede saber por qué no es lo mismo?

—No lo entenderías.

—¿Ah, no? Bueno, y por qué no me explicas por qué la muerte de mi hija no puede compararse a la muerte de la tuya para que yo lo entienda, ¿eh?

La furia hacía que me temblara la voz, y sujeté el teléfono con tanta fuerza que me hice daño.

—Estás tergiversando mis palabras. Por supuesto que lo que le ocurrió a tu hija fue una tragedia, Annie, pero no puedes compararlo con lo que me pasó a mí.

—Querrás decir con lo que le pasó a Daisy, ¿no?

—Todo esto es muy propio de ti, Annie: te llamo para invitarte a cenar y, sin saber muy bien cómo, conviertes la invitación en otro de tus ataques. Si quieres que te diga la verdad, a veces creo que sólo buscas maneras de amargarte la vida y sentirte aún más desgraciada.

—Si ése fuera el caso, pasaría más tiempo contigo, mamá.

A su respingo de estupor le siguió el clic seco del teléfono cuando colgó. La rabia me catapultó por la puerta en compañía de
Emma
, pero después de correr con todas mis fuerzas durante media hora, mi breve euforia por el ejercicio intenso y por haberle dicho «no» a mi madre se apagó de repente al pensar en la siguiente llamada telefónica. Wayne me llamaría para decirme el daño que le había hecho a mi madre, que la tenía allí mismo, a su lado, y que lo mejor sería que me disculpase e hiciese un esfuerzo por entenderla: al fin y al cabo, ella es la única madre que voy a tener en esta vida y la pobre mujer ya lo ha pasado bastante mal. Y mientras, allí estoy yo, pensando: «¿Y por qué demonios no intenta ella entenderme a mí? ¿Y lo mal que lo he pasado yo?».

Después de que mi hija muriera en la montaña, me desperté con la mirada fija en su mantita doblada, y mis pechos empezaron a derramar leche por la parte delantera de mi vestido como si estuvieran llorando por ella. Tampoco mi cuerpo había aceptado su muerte. Cuando el Animal advirtió que estaba despierta se acercó, se sentó a mi lado en la cama y me acarició la espalda.

—Te he traído hielo para la cara. —Me enseñó un paquete de hielo y me lo acercó a la cabeza.

Yo no hice caso del ofrecimiento y me incorporé para mirarlo de frente, aún sentada.

—¿Dónde está mi hija?

Clavó la mirada en el suelo.

—Siento haberte chillado, pero no quería su manta, la quería a ella. —Me deslicé por el costado de la cama y me hinqué de rodillas delante de él—. Por favor, te lo suplico. Haré lo que sea. —Todavía no me había mirado, así que moví la cara directamente dentro de su campo de visión—. Cualquier cosa, lo que tú quieras, sólo dime dónde está su… —Mi boca no podía formar la palabra «cuerpo».


You caaan't always get wbat you want
—canturreó, y siguió tarareando el resto de la canción de los Rolling Stones.

—Si tuvieras una pizca de compasión me dirías…

—¡Si tuviera una pizca de compasión! —Se levantó de la cama de un salto y, apoyando las manos en las caderas, empezó a pasearse arriba y abajo—. ¿Es que acaso no te he demostrado una y otra vez lo compasivo que soy? ¿Acaso no he estado a tu lado todo este tiempo? ¿No sigo a tu lado todavía, a pesar de las cosas terribles que me has dicho? ¿Te traigo su manta para que tengas un poco de consuelo y lo único que quieres es a ella? Te ha dejado, Annie. ¿Es que no lo entiendes? Ella te ha dejado, pero yo estoy aquí. —Apreté las manos frenéticamente contra mis orejas para no escuchar sus odiosas palabras, pero él me las apartó y dijo—: Ya no está, se ha ido, se ha ido, se ha ido, y saber dónde está no te ayudará en absoluto.

—Pero es que se ha ido tan rápido, que lo único que quiero… necesito… —«Decirle adiós.»

—No necesitas saber dónde está, ni ahora ni nunca. —Se acercó un poco más—. Aún me tienes a mí, y eso es lo único que debería importar. Y ahora mismo es la hora de que me prepares la cena.

¿Cómo iba a poder con todo aquello? ¿Cómo iba a poder seguir…?

—Es la hora, te digo, Annie.

Lo miré atónita.

Él chasqueó los dedos y señaló a la cocina. Apenas había dado un par de pasos cuando dijo:

—Esta noche puedes comerte una ración extra de chocolate de postre.

El Animal nunca llegó a decirme dónde estaba el cuerpo de mi hija, doctora, y sigo sin saberlo. La policía acudió incluso con perros rastreadores de cadáveres, pero no pudieron encontrarla. Me gusta creer que dejó su cuerpo en el río y se fue flotando apaciblemente corriente abajo. A eso intento aferrarme cuando paso las noches en vela en el interior del armario, pensando en ella allí sola en la montaña, o cuando me despierto gritando y empapada en sudor tras otra pesadilla en que unas alimañas la destrozan a dentelladas.

No tengo forma de honrar a mi hija: no hay tumba, ni memorial. La iglesia local quiso levantar una lápida en su recuerdo, pero me negué porque sé que los morbosos y los periodistas se pasarían el día sacándole fotos. Me he erigido a mí misma en su cementerio. Por eso me dolió tanto que mi madre dijera que quiero sentirme aún más desgraciada. Hay mucho de verdad en eso.

Cuando Luke volvió a llamar la otra noche, me sorprendí riendo un momento cuando le conté que
Emma
se había caído al agua durante nuestro paseo. Interrumpí mi risa al instante, pero ya había salido, mi risa había salido ya. Y me sentí avergonzada, como si estuviese fallándole a mi hija, como si la hubiese defraudado por sentir, aunque fuese un instante, una alegría despreocupada y genuina. Había perdido la vida y con ella la oportunidad de sonreír, reír o sentir, así que si me río y sonrío, siento que la estoy traicionando.

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