Nadie te encontrará (18 page)

Read Nadie te encontrará Online

Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Nadie te encontrará
2.48Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todavía seguíamos con la rutina del baño por las noches, pero tenía prohibido meter a la niña conmigo en la bañera y el Animal nunca me tocaba los pechos. Después del baño, yo la amamantaba en la cama mientras él limpiaba el cuarto de baño. Cuando terminaba, la dejaba en una pequeña cama a los pies de la nuestra, sólo era una cesta de mimbre con unas mantas, como una cama para perros, pero eso no parecía molestarla.

Me acordé de un par amigas mías con niños pequeños que se quejaban de que al principio no podían pegar ojo por las noches. Yo tampoco podía. No por culpa del bebé, que sólo se despertaba una vez en toda la noche, sino porque tenía tanto miedo de lo que él pudiera hacerle si lo despertaba, que me quedaba en vela atenta al más leve suspiro o alteración en su respiración. Me hice toda una experta en deslizarme hasta los pies de la cama ante las primeras señales de que se estaba despertando para que él no advirtiese ninguna variación en el peso sobre el colchón, y como una perra amamantando a un cachorro, dejaba colgando el pecho por el lado, incorporaba un poco a la niña y le daba de mamar. Si él se movía o hacía algún ruido, me quedaba completamente inmóvil, con el corazón acelerado, y me preguntaba si la niña notaría las palpitaciones a través del pecho. En cuanto la respiración se le apaciguaba de nuevo, volvía deslizándome arriba.

A la hora de irnos a dormir, cuando ella ya estaba en su cesta, él me examinaba y me ponía crema en mis partes con mucho cuidado, deteniéndose a hacer un sonido tranquilizador si yo me estremecía, mirándome con gesto compasivo. Decía que teníamos que esperar seis semanas para poder volver a «hacer el amor» otra vez. Cuando me violaba, era mucho más doloroso pero, en cierto modo, menos perturbador. A veces hasta me obligaba a mí misma a no mostrar ninguna reacción si me dolía cuando me aplicaba la crema, para que siguiera. El dolor era normal.

Cuando la niña tenía poco más de una semana, yo estaba cocinando y necesitaba las dos manos, así que estaba a punto de dejarla en su cesta cuando él se plantó delante de mí y dijo:

—Yo la tomaré en brazos.

Alterné la mirada entre él y la seguridad de su cuna, de la que tan cerca había estado, pero no me atreví a llevarle la contraria. Después de depositarla con delicadeza en sus brazos, se fue con ella, y el corazón se me subió a la garganta. Se sentó al borde de la cama.

La niña empezó a protestar, y dejé lo que estaba haciendo para correr frente a él.

—Siento que te haya molestad… la meteré en su cama.

—No, estamos bien aquí los dos. —La meció arriba y abajo en sus brazos y, mirándola, dijo—: Sabe que soy su padre y se va a portar muy bien, ¿a que sí?

La niña se tranquilizó y él sonrió.

Volví junto a la cocina, pero me temblaban tanto las manos que casi no podía remover la olla; de vez en cuando me volvía para coger unas especias y así no perderlo de vista.

Al principio se limitó a mirarla, pero luego le retiró el arrullo y le quitó el pelele, de modo que estaba tumbada en su regazo únicamente con el pañal. Me aterrorizaba que se pusiese a berrear, pero sólo agitó las manitas y las piernas en el aire fresco. El la examinó, la asió del brazo y lo dobló hacia atrás despacio. A pesar de que no lo estaba doblando con fuerza, se me tensó el cuerpo temiendo que los gritos de la niña inundasen el aire, pero no hizo ningún ruido. Repitió el mismo movimiento con su otro brazo y con las piernas, era como si no hubiese visto un bebé en toda su vida.

Su expresión era de sosiego, de curiosidad más que de cualquier otra cosa, y la limpió con delicadeza cuando le quitó un hilo de baba de la barbilla, hasta sonrió, pero mi ansia de correr hacia allí y arrancarle a la niña de los brazos era insoportable, sólo el miedo a las consecuencias la superaba. Cuando la cena estuvo lista al fin, me dirigí a la cama con las piernas temblorosas, extendí los brazos para que me devolviera a la niña y dije:

—Tu plato está en la mesa.

Sólo tardó un segundo en dármela, y mientras me la pasaba por el aire, una expresión que no le había visto nunca le cruzó el semblante. La soltó. Por una fracción de segundo la niña se quedó suspendida en el aire, y luego cayó. Me abalancé hacia delante y logré atraparla justo antes de que cayera al suelo. Con el corazón golpeándome el pecho con tanta fuerza que me dolía, la estreché contra mí con todas mis fuerzas. Él sonrió y se levantó a comerse su cena, tarareando una tonada entre dientes.

A medio bocado, hizo una pausa y dijo:

—Se llama Juliet.

Asentí con la cabeza, pero ni loca iba a llamarla con el nombre de su madre tarada. Para mis adentros la llamaba por su nombre secreto, y exceptuando a usted, nunca le he dicho a nadie cómo la llamó él.

Después de ese día, la tomaba en brazos algunas veces, normalmente cuando yo estaba haciendo algo, como doblando la ropa o limpiando. Siempre se sentaba en la cama con ella, la ponía boca abajo y luego le doblaba los brazos y las piernas hacia atrás. Ella nunca protestaba, así que no creo que le hiciese daño, pero pese a eso siempre me entraban ganas de correr y quitársela, y sólo saber que podría causarle daño a ella para castigarme a mí contenía a mis pies. Al final volvía a meterla en su cesta, pero una vez la dejó en la orilla de la cama como si fuera un juguete del que ya se había aburrido. Me entraban unos sudores fríos cada vez que se acercaba a ella.

Cuando trabajaba en el huerto, me dejaba sacarla fuera conmigo, acurrucada en un pequeño arrullo que llevaba colgando del cuello. Me encantaba estar a aire libre con ella, viendo crecer las hortalizas que había plantado, oliendo la tierra caldeada por el sol, o simplemente acariciando con las manos la pelusa de la cabeza de mi hijita. Decir que encontré algo semejante a la felicidad ahí arriba se me antoja una barbaridad, porque sería como decir que estaba bien… nunca estuve bien. Pero cuando estaba con mi hija sí me sentía feliz al menos una parte del tiempo todos los días.

El Animal nunca me dejaba salir a menos que él también estuviese trabajando fuera, pero por lo general siempre tenía algo que hacer, como cortar leña, supervisar las persianas o repintar algunos de los troncos, así que conseguía salir a menudo. Quería que yo pintase las mecedoras del porche, y me las llevé abajo al río para trabajar en ellas mientras disfrutaba del sol con mi hija.

Si estaba contento conmigo, me dejaba sentarme un rato junto al río una vez que terminaba mis quehaceres diarios. Aquéllos eran buenos tiempos, días en los que deseé haber tenido un bloc de dibujo para captar el contraste entre la piel blanca como la leche de mi hijita y el verde esmeralda de la hierba, o la forma en que arrugaba la naricilla cuando una hormiga le subía por el cuerpo. Las imágenes del estramonio en flor, de la luz del sol danzando en el río y del reflejo de los abetos en su superficie me hacían sentir un cosquilleo en los dedos con el ansia de dibujar. Pensaba que si era capaz de plasmar toda aquella belleza aunque fuese en un simple papel, tendría un modo de recordar que seguía existiendo un mundo ahí fuera al que valía la pena volver cuando las cosas se ponían feas en el interior de la cabaña, pero cuando le pedí un bloc de dibujo al Animal, me dijo que no.

Como hacía calor, me dejaba lavar la ropa en el río cada dos días o así; se tomaba muy en serio lo de ahorrar agua. Los estúpidos baños que me hacía tomar todas las noches consumían una tonelada de agua, pero nunca le dije nada. Dios, cómo me gustaba la forma en que olía la ropa con el agua del río y el sol… Una soga atada a un manzano que alguien debía de haber plantado hacía años en una esquina de la cabaña hacía las veces de cuerda de tender. Así éramos el Animal y yo, una pareja normal y corriente de pioneros.

Vi por primera vez al ánade real flotando por la orilla del río, donde el agua se apaciguaba, antes de dar a luz. A veces iba acompañado de otros patos, pero normalmente siempre estaba solo. Si el Animal no estaba mirando en mi dirección, dejaba aquello que estuviera haciendo y me dedicaba a admirar aquel ejemplar. Las primeras veces que bajé al río a lavar la ropa o simplemente a sentarme, el ánade real alzó el vuelo en cuanto me vio, pero cuando mi hija tenía una semana, me senté en una piedra a aclarar unas mantas y disfrutar de la sensación del agua fresca en las manos, y el pato se limitó a desplazarse a la otra orilla del río y a seguir nadando por allí, picoteando el agua, cazando bichos.

El Animal bajó hasta la orilla y me dio un mendrugo de pan. A mí me sorprendió el gesto, pero me alegré de poder dar de comer al pato.

A lo largo de los días siguientes, fui tratando de atraer al pato cada vez más y más cerca con el pan. No tardó en comerlo directamente de mi mano. Me pregunté si habría volado alguna vez por encima de mi casa. Era un recordatorio de la vida más allá de mi magra existencia, y estaba impaciente por bajar al río y verlo todos los días, pero tenía mucho cuidado de no dejar traslucir mi entusiasmo. Aparentar indiferencia se había convertido ya en un acto reflejo, porque había aprendido por las malas que dejar que el Animal supiera que algo me gustaba era la forma más rápida de perder ese algo para siempre.

Nunca nos perdía de vista ni nos permitía alejarnos demasiado, pero normalmente nos dejaba a solas en el río. A veces hasta podía olvidarme de su presencia lo bastante para convencerme de que sólo estaba pasando el rato tranquilamente junto al río en un típico día de verano, sonriendo ante el creciente interés de mi hija por el mundo. Antes de que naciera, me había preguntado muchas veces si podría percibir todo el mal que la rodeaba, pero lo cierto es que era el bebé más feliz que había visto en toda mi vida.

Había dejado de escudriñar el claro con la vista para tratar de encontrar posibles vías de escape. No iba a poder correr muy rápido con ella en brazos, y sabía que mi temor ante lo que podría hacernos si nos atrapaba no era nada comparado con la realidad.

Cuando mi hija tenía dos semanas, el Animal bajó al río y se agachó a mi lado. En cuanto el pato lo vio, se apartó de mi mano y se alejó nadando hacia el centro del caudal de agua. El Animal trató de tentarlo ofreciéndole pan para que se acercara, pero el pato no le hizo ningún caso, y el cuello empezó a teñírsele de un rojo rabioso. Conteniendo el aliento, recé por que el pato aceptase el pan que le tendía, pero no lo hizo, y finalmente el Animal arrojó el pan al suelo y se dirigió de nuevo a la cabaña, mascullando que tenían que preparar algo para la cena. El pato regresó a mi lado inmediatamente.

Oí una detonación ensordecedora al tiempo que la hermosa cabeza del pato estallaba delante de mis ojos. Las plumas se quedaron flotando en el aire y luego aterrizaron encima de mí, de la niña, de la superficie del agua. Pese al pitido insoportable en los oídos, oí unos chillidos y me di cuenta de que salían de mi garganta. Me levanté de un salto y di media vuelta. Vi al Animal de pie en el porche con un rifle en la mano. Lo miré de hito en hito mientras me tapaba la boca con las manos para sofocar los gritos.

—Tráelo dentro.

Con gran dificultad, mi boca trataba de articular palabras.

—¿Por qué has…? —Pero le estaba hablando al aire. Ya había desaparecido del porche.

Con los berridos de mi niña expresando mis propios sentimientos, me adentré vadeando en el río y recogí los restos del pato. Prácticamente se había quedado sin cabeza, y su pobre cuerpo ensangrentado estaba del revés, flotando río abajo.

Ese mismo día, un poco más tarde, aprendí a desplumar un pato. Nunca olvidaré el olor. Los ojos se me llenaban de lágrimas, que resbalaban continuamente, y no importa las veces que me repitiera que dejara ya de llorar, y sabe Dios que lo intenté: los sollozos eran incontenibles. Mi sentimiento de culpa se acrecentaba con cada pluma que arrancaba del cuerpo de aquel pato. Si no hubiese tratado de domesticarlo, todavía seguiría con vida.

Cuando llegó la hora de sentarse a la mesa y dar cuenta de nuestro asado de pato, me quedé paralizada. El Animal se sentó frente a mí, y allí delante, entre ambos, dispuesto en una enorme fuente de servir, estaba mi pato. Había sucumbido ante todas y cada una de sus exigencias, pero al verlo trinchar mi símbolo de libertad, lo odié más que nunca. No podía llevarme el tenedor a la boca con la mano. No tardó en darse cuenta.

—Cómete la cena, Annie.

Las lágrimas resbalando por mi rostro fueron mi única reacción. Ya era bastante terrible que fuese yo la causa de su muerte; no podía comérmelo, eso era imposible. El Animal agarró un puñado de carne, se acercó hasta mí, me abrió la boca a la fuerza y me metió la carne, toda de golpe. Mientras yo hacía arcadas y me atragantaba, asfixiándome con el pato, él no dejaba de gritarme.

—¡Que te lo comas te digo!

Con la otra mano me sujetaba la parte de atrás de la cabeza para que no pudiera zafarme, y una vez que me hubo llenado la boca, me tapó los labios con la otra mano. Me comí a mi pato. No tuve más remedio que hacerlo.

El Animal volvió a sentarse y siguió comiéndose su plato. Yo estaba hipnotizada por el destello metálico de su cuchillo y tenedor mientras cortaba el pato con sumo cuidado en trozos pequeños. Consciente de que lo estaba mirando, se llevó el tenedor a la boca muy despacio y, con delicadeza extrema, arrancó un trozo con los dientes. Cerró los labios alrededor del trozo de carne, cerró los ojos haciendo revolotear las pestañas y emitió un suspiro de placer. Mientras masticaba sin prisas, abrió los ojos para mirarme. Al final, engulló su bocado.

Luego, sonrió.

Aquella noche fue la primera vez que no pude mirar a mi hija mientras le daba de mamar. Estaba bebiéndose el pato, bebiéndose mi hermoso pato, y me pregunté si notaría el sabor de mi dolor.

Anoche me costó un esfuerzo sobrehumano no meterme en el armario, doctora. En mi habitación todo estaba muy oscuro, como boca de lobo, y no dejaba de pensar que había algo, que algo quería tocarme, pero cuando encendía la linterna que guardo debajo de la almohada, no había nada. Intenté dormir con una vela encendida, pero fue peor, porque sólo veía el parpadeo de unas sombras espeluznantes en las paredes. Encendí todas las luces, pero entonces me desvelé, y eso sólo hizo que fuera más fácil oír todos los crujidos de la casa, y es una casa muy vieja, por lo que se oyen montones de crujidos. Así que la buena noticia es que al final no llegué a dormir dentro del armario, doctora, y la mala es que, desde luego, los programas que echan de madrugada por la tele son pura bazofia.

Other books

Chained (Brides of the Kindred) by Anderson, Evangeline
A Question of Love by Jess Dee
Surrender, Dorothy by Meg Wolitzer
Dog Eat Dog by Edward Bunker