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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Nadie te encontrará (20 page)

BOOK: Nadie te encontrará
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Al cabo de unos días dejó de toser, pero entonces la niña empezó a llorar por las noches y a despertarse cada una o dos horas. Cuando la tocaba con la mano, la notaba caliente. Intentaba consolarla en cuanto se despertaba, pero una vez no actué con suficiente rapidez y él le arrojó una almohada a su cuna.

Otra de las veces no me dejó acudir a su lado, y me dijo:

—Sigue leyendo. Sólo quiere llamar la atención.

Yo quería cuidar de mi hija, quería mantenernos a las dos con vida. Seguí leyendo.

Sus berridos se hicieron más insistentes. Él me arrancó el libro de las manos.

—Haz que se calle o lo haré yo.

Con el tono de voz más sereno y reconfortante que fui capaz de articular, la saqué de su cunita y dije:

—Creo que a lo mejor ella también está cayendo enferma.

—No le pasa nada. Sólo tienes que aprender cómo controlarla. —Enterró la cabeza bajo la almohada. Yo sentí la descabellada necesidad de ir corriendo y apretar aquella almohada con todo el peso de mi cuerpo, pero entonces asomó la cabeza y dijo—: Tráeme un vaso de agua, y que sea fresca esta vez.

Le dediqué una sonrisa risueña mientras, en mi interior, otra parte de mí estallaba en mil pedazos y desaparecía para siempre.

A la mañana siguiente, más pronto que de costumbre, la niña se despertó llorando. La tomé enseguida en brazos y me puse a caminar de puntillas, tratando de tranquilizarla, pero era demasiado tarde. El Animal se levantó de la cama de un salto y se vistió mientras me lanzaba una mirada asesina.

—Lo siento, pero creo que está enferma de verdad.

Salió de la cabaña muy malhumorado. Volví a meterme en la cama y me dispuse a darle de mamar. Era una de las cosas que más me gustaba hacer con ella. Me encantaba cómo levantaba la cabecita para mirarme, apoyando una mano minúscula en mi pecho, cómo se le hinchaba el estómago cuando ya estaba llena, cómo su culito se amoldaba perfectamente a mi mano. Todo en ella era tan delicado… sus manitas, con sus pequeñas líneas y sus uñas diminutas, sus suaves mejillas, sus pestañas oscuras y sedosas…

Normalmente, cuando acababa de darle de mamar, me ponía a darle besos por todas partes, empezando por los pies y su delicado empeine. Cuando llegaba a la altura de sus manos, hacía como que le mordisqueaba los deditos y luego iba subiendo poco a poco por el brazo. Como apoteósico final, le hacía pedorreras en la barriga hasta que la niña emitía unos graciosos grititos de alegría.

Sin embargo, aquel día, mi niña habitualmente feliz estaba inquieta y llorona, y cada vez que intentaba darle el pecho apartaba la boca de mi pezón de inmediato. Tenía la piel caliente al tacto, y las mejillas eran dos redondeles colorados, como si alguien le hubiese pintado una cara de payaso. Tenía la barriga hinchada y pensé que tal vez tendría gases, de modo que empecé a pasearla en brazos, pero lo vomitó todo encima de mi hombro y al final se quedó dormida llorando. Nunca en toda mi vida me había sentido tan impotente. Me aterrorizaba la reacción del Animal si se lo decía, pero tenía que conseguir ayuda para ella.

—La niña está muy enferma, necesita un médico —dije en cuanto regresó.

Me miró fijamente.

—Prepara el desayuno.

Durante el desayuno, la pequeña empezó a llorar en su cesta y yo me acerqué a tomarla, pero él levantó la mano y dijo:

—Déjala. Tomándola en brazos sólo refuerzas su mal comportamiento. Acábate el desayuno.

Sus berridos desgarraban el aire, y entre un sonoro aullido y el siguiente, cuando se paraba a respirar, creí detectar un espasmo en sus bronquios.

—Está muy malita. ¿Podemos llevarla a un médico, por favor? Ya sé que tu madre murió, pero tenía cáncer… no fueron los médicos los que la mataron. Puedes atarme en el interior de la furgoneta y llevarla a ella. —Vacilé por un instante—. O esperaré aquí y tú la llevas, ¿de acuerdo?

¿De verdad acababa de decir aquello? ¡La niña se quedaría a solas con él! Pero al menos obtendría ayuda.

Masticaba muy lentamente. Al final, hizo una pausa, se enjugó la boca con la servilleta, bebió un sorbo de agua y dijo:

—Los médicos hacen preguntas.

El llanto de la niña había alcanzado un volumen capaz de romperle el corazón a cualquiera.

—Ya lo sé, pero tú eres listo, más listo que cualquier médico, y sabrás exactamente qué decir para que no sospechen nada.

—Exacto. Soy más listo que cualquier médico, y por eso sé que la niña no necesita ninguno. —Se fue derecho a su cuna, conmigo detrás, pegada a sus talones. Alzó la voz hasta competir con los berridos y dijo—: Sólo necesita aprender un poco de respeto.

—¿Por qué no descansas un poco y trato yo de calmarla?

—No, Annie. Es evidente que has estado haciendo algo mal.

Cuando la sacó de la cesta, me agarré la tela del vestido a la altura del muslo para evitar que mis manos se lanzaran a golpearle en la espalda y recé por que se calmase en sus brazos. Sin embargo, cuando la acunó en ellos, los gritos se intensificaron aún más.

—Por favor, dámela a mí. —Extendí las manos temblorosas—. Por favor… Está asustada.

Me miró fijamente a los ojos, con la cara lívida de ira, y acto seguido, lanzó las manos al aire y dejó caer a la niña. Conseguí atraparla, al tiempo que perdía el equilibrio y caía de rodillas en el suelo. Ya fuera por la sorpresa o por cansancio extremo, la pequeña emitió un hipido exhausto y se quedó callada en mis brazos. Él se arrodilló y acercó su rostro al mío, tan cerca que noté su aliento en mi cara.

—Has puesto a mi hija en mi contra. No me gusta, Annie. No me gusta nada.

Con voz trémula, acerté a susurrar:

—Yo nunca haría algo así… sólo está confusa, porque no se encuentra bien. La niña te quiere. Yo sé que te quiere, lo noto. —Ladeó la cabeza—. Cuando oye tu voz, sus ojos se mueven en esa dirección. Eso no lo hace conmigo cuando tú la tienes en brazos.

Me acababa de inventar aquella barbaridad, pero tenía que convencerlo.

Me horadó con la mirada durante un angustioso minuto. Luego juntó las manos y dijo:

—Vamos, que se nos enfría el desayuno.

Dejé a la niña en su cesta y lo seguí con el cuerpo en tensión, a la espera de oír su llanto de un momento a otro. Por suerte, se había quedado dormida.

Después de desayunar, el Animal se desperezó y se dio unas palmaditas en la barriga. Tenía que intentarlo de nuevo.

—A lo mejor, si me dejas echar un vistazo a los libros, tal vez encontrara alguna hierba o planta de las que crecen por aquí para dársela. Sería un remedio natural, y tú también podrías hojear los libros y ver qué podríamos darle.

Dirigió la mirada a su cuna y dijo:

—Se pondrá bien.

Pero no fue así. Durante los dos días siguientes, le subió la fiebre; su piel de seda ardía en mis manos, y no tenía la menor idea de qué podía hacer por ella. La tos la dejaba sin resuello, y yo le ponía paños calientes en el pecho para tratar de aliviarle la congestión, pero con eso sólo conseguía intensificar su llanto. Nada surtía efecto. Empezó a despertarse a cada hora por las noches, y yo no conseguía conciliar el sueño, sino que permanecía en un estado de duermevela constante, presa del miedo. A veces oía como se le congestionaba el aire en la garganta y mi corazón dejaba de latir hasta que la oía respirar de nuevo.

El Animal decidió que si lloraba durante el día, no teníamos que hacerle caso, para que aprendiese un poco de autocontrol, pero lo normal es que no aguantara más de diez minutos antes de salir por la puerta hecho una furia y gritando: «¡Haz que se calle!». Yo siempre la cogía enseguida por las noches, cuando lloraba, pero si lo despertaba, le arrojaba la almohada, a la niña, a mí, o se tapaba la cabeza con ella. A veces daba puñetazos a la cama.

Para que él pudiera volver a dormirse, yo me encerraba en el cuarto de baño con la niña hasta que se calmara. Una noche, con la esperanza de que el vapor la ayudase a respirar, abrí el grifo de la ducha, pero no tuve tiempo de averiguar si habría surtido efecto o no, porque apareció encolerizado por la puerta y gritándome que cerrase el agua inmediatamente.

Al cabo de unas cuantas noches así, me convertí en una zombi. La quinta noche que estuvo enferma, me parecía como si se estuviera despertando cada media hora, y cada vez me costaba más mantenerme despierta para anticiparme a su llanto. Recuerdo que me pesaban tanto los párpados que quise cerrarlos sólo un segundo, para descansar un poco, pero debí de quedarme dormida, porque me desperté de un sobresalto. Mi primer pensamiento fue en lo tranquila que estaba la cabaña y, aliviada porque la niña estuviese descansando al fin, dejé que se me cerraran las pestañas. Luego advertí que no notaba la presencia del Animal a mi lado y me levanté de golpe.

La cabaña estaba a oscuras. Aunque era verano, la noche anterior había refrescado, así que él había encendido un pequeño fuego, y por el resplandor de las ascuas vi su silueta dibujada a los pies de la cama. Estaba un poco encorvado hacia delante, así que pensé que la estaba tomando en brazos, pero cuando se volvió, vi que ya la tenía en su regazo. Medio dormida, extendí los brazos.

—Lo siento, no la he oído llorar.

Me dio a la niña, encendió la lámpara y empezó a vestirse. Yo no entendía por qué. ¿Acaso ya era hora de levantarse? ¿Por qué no había dicho nada? La niña estaba tranquila en mis brazos, y le retiré la manta de la cara.

Por primera vez en varios días, no la tenía contraída ni parecía incómoda, y no tenía las mejillas coloradas ni estaba sudorosa. Pero su palidez tampoco parecía completamente normal, y tenía la boquita de color azulado. Hasta los párpados los tenía azules. Los ruidos que hacía él al vestirse eran amortiguados por las palpitaciones de mi corazón en los oídos, y de repente, se hizo un silencio absoluto en mi cabeza.

Cuando le puse mi mano fría en la mejilla, ésta estaba más fría aún. No se movía. Acerqué el oído a su boca y noté cómo se me encogía el pecho mientras mis propios pulmones trataban con todas sus fuerzas de respirar. No oí nada. No percibí nada. Luego acerqué el oído a su pecho diminuto, pero lo único que se oía eran los latidos de mi corazón desbocado.

Le hice pinza con los dedos en la nariz diminuta, insuflé aire en su boquita y le apreté el pecho varias veces. Oí una especie de aullidos en la habitación. El corazón me dio un salto de alegría… hasta que me di cuenta de que era yo misma quien los emitía. Entre un intento de reanimación y el otro, acercaba el oído a su boca.

—Por favor, por favor, respira… Dios, por favor, ayúdame, Dios mío…

Era demasiado tarde. Estaba demasiado fría.

Me quedé paralizada a los pies de la cama y traté frenéticamente de negar el hecho de que estaba sosteniendo a mi hija muerta en mis brazos. El Animal nos miraba con gesto impasible.

—¡Te dije que necesitaba un médico! ¡Te lo dije…! —le grité mientras le golpeaba las piernas con una mano mientras me aferraba a la niña con la otra.

Me dio una bofetada en la cara y luego, con voz indiferente, dijo:

—Dame a la niña, Annie.

Negué con la cabeza.

Me agarró el cuello con una mano y cerró la otra en torno a su minúsculo cuerpo. Nos miramos. La mano que me rodeaba el cuello empezó cerrarse con más fuerza.

La solté.

Él la tomó de mis brazos y se la llevó al pecho, luego se incorporó y se dirigió a la puerta.

Quise decir algo, lo que fuese, para detenerlo, pero no conseguía que mi boca articulase ninguna palabra. Al final, levanté su mantita en el aire, quise arrojarla a su espalda en movimiento y, con un hilo de voz, acerté a decir:

—Frío… Tiene frío…

Se detuvo, volvió sobre sus pasos y se plantó delante de mí. Cogió la manta pero se limitó a quedársela mirando, en la mano, con una expresión indescifrable. Quise coger a mi hija y extendí los brazos, con ojos suplicantes. Su mirada se cruzó con la mía un instante, y por un momento creí ver algo atravesándole el rostro, un asomo de duda, pero al cabo de un segundo su mirada se ensombreció y su gesto se tornó severo. Movió la manta hacia arriba para taparle la cabeza.

Empecé a chillar.

Se dirigía hacia la puerta. Me levanté de la cama de un salto, pero era demasiado tarde.

Clavé las uñas desesperadamente, inútilmente, en la puerta. Le di patadas y la golpeé hasta que ya fui incapaz de levantar mi cuerpo magullado del suelo. Al final, apoyé la mejilla a la puerta y grité su nombre secreto hasta que se me secó la garganta.

Estuvo sin aparecer unos dos días. No sé cuánto tiempo pasé junto a la puerta, gritando y suplicándole que me la trajera. Arañé la superficie hasta que me sangraron los dedos y me destrocé todas las uñas, sin conseguir dejar ni siquiera una marca. Al final encaminé mis pasos de nuevo hasta la cama y lloré hasta quedarme sin lágrimas.

En un patético intento de ganar tiempo para no sufrir, mi cerebro quiso racionalizar lo que había sucedido y tratar de encontrarle sentido, pero sólo podía pensar en que su muerte era culpa mía: me había quedado dormida. ¿Habría llorado? Tenía tan interiorizados cada uno de sus ruiditos que, de haber sido así, sin duda la habría oído. ¿O acaso estaba tan agotada que me había quedado profundamente dormida? Era culpa mía, todo era culpa mía, debería haberme despertado por la noche para ver cómo estaba.

Cuando abrió la puerta, estaba sentada en la cama con la espalda apoyada en la pared. No me habría importado que me hubiese matado allí mismo. Pero cuando se acercó a mí, me percaté de que llevaba algo en los brazos y el corazón me dio un brinco. ¡Todavía estaba viva! Me dio el fardo. Era su manta, sólo su manta.

Me abalancé sobre el pecho del Animal y empecé a golpearlo con todas mis fuerzas. Con cada golpe, repetía: «¡Maldito loco cabrón, maldito loco cabrón, maldito loco cabrón!». Me agarró por los brazos, me alzó del suelo y me sostuvo alejada de él. Como una gata callejera enloquecida, seguí dando zarpazos en el aire.

—¿Dónde está? —Escupía saliva por la boca—. Dímelo ahora mismo, hijo de puta. ¿Qué coño has hecho con ella?

Por su expresión, parecía confundido incluso cuando respondió:

—Pero… te he traído su…

—Me has traído una manta. ¡¿Una manta?! ¿Crees que eso va a reemplazar a mi hija? ¡Maldito estúpido de mierda! —Una risa histérica empezó a salirme a borbotones por los labios y se convirtió en carcajadas.

Me soltó los brazos, di con los pies en el suelo con un ruido sordo y me tambaleé hacia delante. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, tomó impulso con el brazo y me encajó un puñetazo en la mandíbula. Cuando el suelo se abalanzó sobre mí, toda la habitación se quedó a oscuras.

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