—No lo entiendo, has dicho que murió. ¿Qué quieres decir con eso de que le dijiste que la abandonó?
—Él se pasaba meses fuera, meses enteros, y estábamos bien. Y luego volvía a casa, y yo siempre sabía cuándo iba a volver, porque la ayudaba a ponerse el vestido para él, y se maquillaba. Yo le decía que no me gustaba que se maquillara, pero ella me contestaba que a él sí. Él ni siquiera permitía que comiera con ellos; sé que ella quería darme de comer, pero él la hacía esperar hasta que hubiera acabado. Para él, yo no era más que un perro callejero que su mujer había traído a casa de la perrera. Luego, después de cenar, se metían en el dormitorio y cerraban la puerta, pero una noche, debía de tener yo unos siete años, no la cerraron del todo. Y vi… ella estaba llorando. Las manos de él… —Su voz se fue apagando y se quedó con la mirada perdida.
—¿Tu padre le estaba pegando?
Ya había advertido antes que, cuando hablaba de su madre, la voz se le apagaba, y esta vez, cuando respondió, hablaba casi como un autómata.
—Yo era muy delicado… Siempre era delicado con ella cuando la tocaba. No la hacía llorar. Aquello no estaba bien.
—¿Le estaba haciendo daño?
Con los ojos fijos en el centro de mi pecho, y la mirada hueca, negó con la cabeza, una y otra vez, mientras repetía:
—Aquello no estaba bien…
Se acarició el mentón.
—Ella me vio… en el espejo. Me vio. —La piel de alrededor de sus dedos enrojeció al tiempo que, por unos segundos, cerraba la mano alrededor del cuello con fuerza; a continuación, se llevó la mano al muslo y se puso a restregarlo con ahínco, como si quisiese limpiarse algo de la palma. Con voz áspera, dijo—: Y luego… sonrió.
La boca del Animal esbozó una sonrisa beatífica, que fue ampliándose hasta casi convertirse en una mueca. Mantuvo aquel rictus tanto tiempo que tenía que dolerle por fuerza. Noté que se me aceleraba el corazón.
Me miró al fin a los ojos y añadió:
—A partir de ese día, siempre dejó la puerta abierta. Dejó la puerta abierta durante años… —La voz se le apagó de nuevo—. Cuando cumplí los quince, empezó a afeitarme a mí también, para que mi piel estuviese tan lisa como la de ella, y si la abrazaba con demasiada fuerza por las noches, se enfadaba. A veces, cuando soñaba, las sábanas… me hacía quemarlas. Estaba cambiando.
Procurando hablarle en voz baja y suave, pregunté:
—¿Cambiando?
—Un día, llegué a casa de la escuela más temprano que de costumbre. Oí unos ruidos que procedían del dormitorio. Creía que él estaba de viaje, así que me acerqué a la puerta. —En ese momento se estaba frotando el pecho con fuerza, como si le costase respirar—. Él estaba detrás de ella. Y otro hombre, un extraño… Me fui antes de que ella me viera. Esperé fuera, debajo del porche…
Se interrumpió de golpe, y al cabo de unos segundos, dije:
—¿Debajo del porche?
—Con mis libros. Ahí es donde los escondía. Sólo se me permitía leer dentro si él estaba en casa. Cuando se iba, ella decía que interferían con nuestro tiempo a solas. Si me sorprendía leyendo alguno, le arrancaba las páginas.
Ahora ya sabía por qué siempre tenía tanto cuidado con los libros.
—Una hora después, cuando los hombres pasaron por encima de mi cabeza, todavía olían a ella. Iban a salir a tomar una cerveza. Ella estaba dentro de la casa… tarareando una canción. —Negó con la cabeza—. Mi madre no debería haberles permitido que le hicieran esas cosas. Estaba enferma. No veía que aquello estaba mal. Necesitaba mi ayuda.
—¿Y lo hiciste? ¿La ayudaste?
—Tenía que salvarla, tenía que salvarnos a los dos, antes de que cambiase tanto que ya no pudiese ayudarla, ¿lo entiendes?
Lo entendía. Asentí con la cabeza.
Satisfecho, siguió hablando.
—Una semana después, cuando ella había salido a comprar, le pedí a él que me acompañara con el coche para poder enseñarle una vieja mina que había en el bosque. —Se quedó mirando fijamente el cuchillo del cuello del ciervo—. Cuando mi madre volvió a casa, le dije que él había recogido todas sus cosas y se había marchado, que había conocido a otra persona. Ella lloró, pero yo cuidé de ella, como al principio, sólo que esta vez era aún mejor porque no tenía que compartirla con nadie. Luego se puso enferma e hice todo lo que a ella le gustaba, hice todo cuanto me pedía. Absolutamente todo. Así que cuando su estado empeoró y me pidió que la matara, creyó que yo sería capaz de hacerlo. Pero yo no quería. No podía. Me lo suplicó, me dijo que no era un hombre de verdad, que un hombre de verdad podría hacerlo. Dijo que él lo habría hecho, pero yo no podía.
Mientras hablaba, el sol había ido ocultándose y empezó a nevar, una fina capa de blanco nos cubrió a los dos y al ciervo de escarcha. Uno de los mechones rubios del Animal le había caído sobre la frente formando una onda, y las pestañas se le juntaron y le brillaron. No estaba segura de si era por la nieve o por las lágrimas, pero tenía un aspecto angelical.
Me dolían los muslos de estar tanto rato en cuclillas, pero ni loca iba a preguntarle si podía estirar las piernas. Puede que mi cuerpo estuviera inmóvil, pero la cabeza me daba vueltas sin cesar.
Negó con la cabeza y levantó la vista del cuchillo.
—Así que, en respuesta a tu pregunta, Annie, puede hacer que te sientas muy bien. Pero ahora más vale que terminemos, o algún animal salvaje olerá la sangre fresca y saldrá a cazarnos. —Ahora su tono de voz era alegre.
Por un minuto, no supe a qué pregunta se estaba refiriendo. Luego me acordé. Le había preguntado qué se sentía al matar a alguien.
Mientras yo seguía sujetando las patas del ciervo, él hurgó en el corte y sacó con cuidado la bolsa del estómago, más o menos del tamaño de una pelota de playa, y la depositó en la nieve. En uno de los extremos, todavía seguía sujeta por una especie de cordón umbilical, por debajo de la caja torácica. Extrajo el cuchillo del cuello, que se resistió a salir por un segundo antes de desprenderse con un ruido seco. A continuación volvió a removerle las entrañas con el cuchillo y extrajo lo que parecía el corazón y las otras visceras del ciervo. Los soltó junto al estómago como si fueran basura. El olor a carne cruda me provocó una arcada biliosa en la base de la garganta, pero logré reprimirla.
Me dijo «quédate aquí» y desapareció en el interior de un cobertizo de grandes dimensiones que había junto a la cabaña. Volvió al cabo de unos segundos con una sierra mecánica y un trozo de cuerda. Me quedé sin respiración al verlo arrodillarse junto a la testuz del ciervo. El silencio prístino del páramo invernal se quebró con el ruido de la sierra al traspasar el cuello del ciervo. Quise apartar la vista, pero no pude. Dejó la sierra en el suelo, recogió el cuchillo y se desplazó a los cuartos traseros del ciervo. Me estremecí cuando quiso tocarme, lo que provocó su risa, pero sólo quería quitarme las patas del ciervo de la mano. A continuación usó el cuchillo para practicar un agujero a través del tobillo, justo por detrás del tendón de Aquiles de ambas patas, y pasó la cuerda a través del orificio.
Llevamos el cuerpo del ciervo a rastras hasta el cobertizo, cada uno sujetando sendas patas delanteras. Miré hacia atrás. El cadáver había dejado un reguero de sangre a nuestras espaldas, y una huella sanguinolenta en la nieve. Nunca olvidaré la imagen de la cabeza, el corazón y las otras visceras de aquel pobre ciervo a la intemperie helada.
El cobertizo estaba hecho de sólido metal, los animales salvajes no eran bienvenidos, y había un congelador enorme junto a una de las paredes. Algún aparato que supuse un generador zumbaba con insistencia al fondo, al lado de una bomba de agua que debía de ser para el pozo. Seis enormes barriles rojos identificados con la palabra diesel ocupaban la pared opuesta. Junto a ellos había un depósito de propano. No vi leña por ninguna parte, de modo que supuse que debía de almacenarla en otro sitio. El aire olía a una especie de mezcla de aceite, gasolina y sangre de ciervo.
Arrojó la cuerda atada a las patas traseras del ciervo por encima de una viga del techo, y luego los dos tiramos de ella hasta que el cuerpo quedó suspendido en el aire. ¿Colgaría de allí mi cadáver algún día también?
Creí que ya habíamos terminado cuando, de pronto, se puso a afilar el cuchillo con una piedra y empecé a temblar vigorosamente. Mirándome a los ojos, frotó el cuchillo hacia delante y hacia atrás con un movimiento rítmico, mientras una sonrisa le afloraba a los labios. Al cabo de más o menos un minuto, lo levantó en el aire.
—¿Qué te parece? ¿Ya está lo bastante afilado?
—¿Para… para qué?
Empezó a avanzar hacia mí. Me puse las manos delante del vientre. Sintiéndome torpe con aquellas botas de goma, me tambaleé hacia atrás.
Él se detuvo y, con el semblante confuso, dijo:
—¿Se puede saber qué te pasa? Tenemos que desollarlo. —Cortó la piel alrededor de cada tobillo y luego asió una pata—. No te quedes ahí, agarra la otra pata.
Tiramos de la piel hacia abajo para pelarla, y tuvo que hacer uso del cuchillo varias veces para que se soltase, pero básicamente sólo por la parte de las patas, y cuando llegamos a la zona del tronco, se despellejó como si fuera piel muerta después de una quemadura solar.
Cuando lo hubo despellejado, enrolló la piel y la guardó en el congelador. Luego me hizo quedarme fuera, donde pudiera verme, mientras él recogía la sierra, la devolvía a su sitio en el cobertizo y lo cerraba con llave. Le pregunté qué iba a hacer con las visceras y la cabeza y me contestó que ya se encargaría de ellas más tarde.
Una vez dentro de la cabaña, vio que estaba tiritando y me dijo que me sentase junto al fuego para entrar en calor. Nuestra charla no parecía haberle molestado. Sopesé la posibilidad de peguntarle si había matado a alguien más, pero se me encogió el estómago ante la idea de oír su respuesta. En vez de eso, pregunté:
—¿Puedo lavarme, por favor?
—¿Es la hora de tu baño?
—No, pero…
—Entonces ya sabes cuál es la respuesta.
Durante el resto del día, seguí empapada de sangre de ciervo. Se me ponía la carne de gallina, pero intenté no pensar en ello, intenté no pensar en nada, ni en la sangre, ni en ciervos muertos, ni en padres asesinados. Centré toda mi atención en el fuego y en observar cómo bailaban las llamas.
Más tarde, esa misma noche, cuando empezaba a vencerlo el sueño, dijo:
—Me gustan los gatos.
¿Que le gustaban los gatos? ¿A aquel pedazo de sádico asesino le gustaban los gatos? Por poco se me escapa una risotada histérica, pero me tapé la boca con la mano en la oscuridad.
Se lo tengo que decir, doctora, últimamente lo estoy haciendo francamente bien. Ayer por la tarde sólo tenía ganas de volver a meterme en la cama, pero en vez de eso cogí la correa de
Emma
y me la llevé al paseo marítimo a dar una vuelta. Eso es toda una novedad en contraste con nuestras salidas habituales por el bosque, para asegurarme de que no me voy a encontrar absolutamente con nadie.
Pues esta vez, para variar, estuvimos muy sociables. Bueno,
Emma
lo estuvo, siente debilidad por los chuchos más pequeños, tiene que pararse a besuquearlos a todos. Con los grandes nunca se sabe cómo va acabar la cosa, pero ponle un caniche delante y está en la gloria canina. Yo había conseguido evitar cualquier intercambio con otro ser humano fijando la vista a lo lejos, o en los perros, o en mis pies mientras tiraba de su correa para meterle prisa, pero cuando insistió en pegar la hebra con un cocker spaniel, me paré y hasta me puse a charlar con los dueños, una pareja de jubilados. Las típicas tonterías de dueños de perros: ¿cómo se llama?
¿Timber?
¿Y cuántos años tiene? Pero joder, doctora, hace dos semanas habría preferido tirarlos al mar de un empujón que comunicarme con ellos a cualquier nivel.
Cuando regresé, tuve que quedarme unos días en casa de mi madre porque mi casa estaba alquilada, y no sabe el alivio que sentí por que no la hubieran vendido, sólo era otro embuste más del Animal. Por suerte, estaba tan paranoica con la idea de llegar a perder mi casa algún día que había cogido toda la comisión de la venta de un inmueble y la había metido en una cuenta separada para tener así acumulados en el banco los plazos de un año entero de hipoteca. La entidad hipotecaria se había limitado a seguir cobrando los recibos, mes tras mes, y supongo que cuando mi cuenta bancaria se hubiese quedado a cero, habrían ejecutado la hipoteca.
Le pregunté a mi madre dónde estaban mis cosas y me dijo: «Tuvimos que venderlo todo, Annie. ¿De dónde crees que sacamos el dinero para tu búsqueda? La mayor parte de los donativos iban destinados a la recompensa. También tuvimos que gastar todo el dinero del alquiler». Y lo decía completamente en serio: lo habían vendido absolutamente todo. No me habría extrañado ver pasar por la calle a alguna chica con mi chaqueta de piel.
Mi coche estaba en
leasing
, y una vez que la poli lo hubo procesado, se fue derechito al concesionario. Ahora conduzco ese cacharro de mierda de ahí fuera hasta que decida qué quiero hacer con mi vida; tener un buen coche ya no me parece tan importante como antes.
Tenía bastante dinero ahorrado, pero como tenía todos los recibos domiciliados, no me queda casi nada. La empresa para la que trabajaba le dio a mamá algunos cheques con el dinero de algunos tratos que se cerraron después de mi secuestro. Intentó cobrarlos en efectivo para poder añadirlos al dinero de la recompensa, que ahora ha ido a parar a las organizaciones benéficas, pero no se lo permitieron, así que tuvo que ingresarlos en mi cuenta. Por suerte, porque de lo contrario me habría quedado ya sin blanca.
Hace unos días, estaba apoltronada en el sofá con
Emma
cuando sonó el teléfono. No estaba de humor para hablar con nadie, pero vi el número de mi madre en el identificador de llamadas y supe que si no contestaba, no dejaría de insistir.
—¿Cómo está mi princesita hoy?
—Bien.
Quise decirle que estaba cansada porque la noche anterior, la quinta noche consecutiva que dormía en mi propia cama, una rama había arañado el cristal de mi ventana y había pasado el resto de la noche acurrucada en el interior del armario, preguntándome si volvería a sentirme segura alguna vez.
—Escucha, tengo unas noticias estupendas: a Wayne se le ha ocurrido una idea buenísima para un negocio. No puedo contarte los detalles hasta que lo tenga todo atado, pero esta vez está tramando algo gordo de verdad.