Napoleón en Chamartín (11 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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—No es broma, señor mío. Al contrario, el destino que Vd. lleva al Perú, no se le puede dar sin una información de nobleza. Es cosa fácil. Y de su papá de Vd., ¿qué noticias se pueden encontrar en la tradición o en la historia?

—¡Oh! Mi papá, Sr. de Lobo, si no mienten los pergaminos que se guardan en el archivo de mi casa, y están todos roídos de ratones (lo cual es muestra de su mucha ranciedad), fue cocinero a bordo de la goleta
Diana
, por lo cual le cae bien un título que suene a cosa de comida… pero ahora recuerdo que un mi abuelo sirvió de alquitranero en la Carraca, y puede Vd. llamarle el archiduque de las
Hirvientes Breas
, o cosa así.

—Vd. se burla, y la cosa no es para burlas. ¿Su apellido?

—Los tengo de todos los colores. Mi madre era Sánchez.

—¡Oh! Los Sánchez vienen de Sancho Abarca.

—Y mi padre López.

—Pues ya tenemos cogidos por los cabellos a D. Diego López de Haro y a D. Juan López de Palacio, ese famosísimo jurisconsulto del siglo XV, autor de las obras
De donatione inter virum et uxorem, Allegatio in materia hæresis, Tractatum de primogenitura…

—Pues de ese caballero vengo yo como el higo de la higuera. También me llamo Núñez.

—Por las alturas genealógicas de Vd., debe de andar el juez de Castilla Nuño Rasura. ¿Y no hubo algún Calvo en su familia?

—¿Pues no ha de haber? Mi tío Juan no tenía un pelo en la cabeza. También me llamo
Corcho
, sí señor, yo soy nada menos que un
Corcho
por los cuatro costados.

—Feísimo nombre del cual no podemos sacar partido. Si al menos fuera Corchado… pues hay en tierra de Soria un linaje de Corchados que viene de la familia romana de los
Quercullus
. En lugar del
Corcho
le podemos poner al Sr. Gabrielito un
Encina
o
Del Encinar
, que le vendrá al pelo.

—A mi madre la llamaban la señora María de Araceli.

—¡Oh, bonitísimo! Esto de Araceli es bocado de príncipes, y más de cuatro se despepitarían por llevar este nombre. Suena así como Medinaceli,
Coelico Metinensis
, que dijo el latino. No necesito más.

A todas estas doña Gregoria no sabía lo que pasaba oyendo el diálogo de linajes; y absorta y suspensa aguardaba en silencio en qué vendría a parar todo aquel belén de mis apellidos.

—Que es de buena sangre el niño, no lo puede negar —dijo al fin—, porque bien se conoce en la nobleza de su condición, que hartos hay por ahí llenos de harapos, y a lo mejor salen con la novedad de que son hijos de un duque; y aquí estoy yo que tampoco doy mi brazo a torcer, pues los Conejos de Navalagamella no son ningún saco de paja.

—¿Qué Conejos son esos, señora mía?

—El mejor linaje de toda la tierra. Yo soy Coneja por los cuatro costados. El señor licenciado sabrá de qué fuentes antiguas vendrá este arroyo genealógico de la Conejería.

—Como estos gazapos —contestó el licenciado— no vengan de aquellos tiempos remotísimos en que a España la llaman
cunicullaria
, es decir,
tierra de los conejos
, no sé de dónde pueden venir.

—Así debe de ser. ¿Y el Sr. D. Gabriel de dónde viene?

—Eso lo dirá el Becerro. Ahora veo que este señor de Araceli no es cualquier cosa, y aquí en dos palotadas hemos encontrado robustas columnas donde apoyar la grandiosa fábrica de su alcurnia. Pero hablando de otra cosa, señor de Araceli, ¿quién me abonará los gastos de la saca de ejecutoria, Vd. o la persona que me ha dado el encargo de hacer estas diligencias y de ofrecer el dinero?… Porque los gastos son muchos. Además, esta comisión tan bien desempeñada, ¿no merece alguna recompensa? Yo creo que la dará la señora cond… quiero decir la Junta Central, que es quien me la ha enviado.

—Más vale que el señor licenciado no se tome el trabajo de revolver papeles ni pintar árboles, pues yo no se lo he de pagar, y ese dinero que me ofrece tampoco lo he de tomar.

—Eso sí que no lo consiento —manifestó doña Gregoria—. No ha de ser así. Santiago: oye lo que dice este porro.

—Usted lo meditará mejor —dijo el leguleyo levantándose—. En cuanto a mí, espero ganar algo en estos jaleos, porque, amigo mío, ¿cómo se da de comer a diez hijos, mujer y dos suegras? Dentro de unos días volveré a traer a usted el nombramiento, y un poco más tarde la ejecutoria. Y en cuanto al dinero, con ponerme dos letritas…

—Bueno —respondí, considerando que me convenía disimular por de pronto mis intenciones—. Yo haré lo que me parezca, y nos veremos Sr. D. Severo.

—Adiós, mi querido e inolvidable amigo —dijo deshaciéndose en cumplidos—. Que esto sirva para estrechar más los lazos de la dulce amistad que desde ha tiempo nos profesamos.

—Sí, desde el Escorial.

—Justamente. Desde entonces le eché el ojo al Sr. de Araceli, y comprendiendo sus excelentes prendas, lo diputé por grande amigo mío. Venga un abrazo.

Se lo di, y fuese tan satisfecho. Entretanto habían acudido a casa del Gran Capitán los vecinos, traídos todos por el olor de mi estupendo destino y del encumbramiento novelesco, que ninguno quiso creer, si doña Gregoria no lo jurara en nombre de todos los Conejos de navalagamellescos.

—¿Que no lo creen ustedes? —decía el Gran Capitán a las niñas de doña Melchora—. Como que me lo han hecho virrey
[3]
del Perú.

—¡Virrey
[4]
del Perú!!!

—Sí… y no quedó cosa que no sacó aquí ese Sr. de Lobo, Zorro o Leopardo —añadió doña Gregoria—. Y ahora parece que está tan clara como la luz del sol la nobleza de este niño. ¡Si vieran Vds. la sarta de duques, condes y marqueses, que han aparecido entre sus abuelos! ¡Jesús, y quién lo había de decir!… Y le dan todo el dinero que quiera pedir por esa boca… Como que pretenden que se vaya pronto para las Américas a arreglar a aquella gente que anda toda revuelta… ¿No te lo decía yo, picaronazo? Alguna cosa gorda te tenía reservada Dios por ese tu buen natural… y que eres tú tonto en gracia de Dios… Nada, nada, toda esa parentela que te ha salido hirviendo como garbanzos en puchero te está muy bien merecida.

—Pues convídenos al señor perulero a piñones —dijo doña Melchora.

—¿De modo que ya no coges el fusil? —me dijo D. Roque.

—Y ahora hace falta —añadió Cuervatón—. Pronto tendremos aquí a ese infame
córcego
.

—Sí, porque lo de Espinosa de los Monteros ha sido un menudo descalabro.

—¡Cómo descalabro! —exclamó furiosamente una voz que no necesito decir a quien pertenecía.

—Sí señor, un descalabro. Ya lo sabe todo el mundo. La retirada fue además desgraciadísima, y ha perecido mucha gente.

D. Santiago Fernández, que ya estaba de muy mal humor, se puso en punto de caramelo, y después de dudar un rato si contestaría a tales insolencias con un abrumador desprecio o con enérgicas negativas, decidiose por lo último, diciendo:

—En esta casa no se consiente gente perdida, porque juro y rejuro que los que hablan así de la batalla de Espinosa de los Monteros son espías de los franceses, y no digo más. Basta de disputas: cada uno meta su alma en su almario… y silencio, que aquí mando yo, y cuidadito con lo que se habla, que a mí no se me falta el respeto.

Conticuere omnes
.

- IX -

Quiere el buen orden de esta narración, que ahora deje a un lado la gran figura del Gran Capitán, con cuyas eminentes dimensiones se llena toda la historia de aquellos tiempos; que también pase en silencio por ahora no sólo las hazañas que piensa hacer, sino sus admirables sentencias y el dictamen profundo que sobre los asuntos de la guerra daba, y pase a ocuparme de D. Diego de Rumblar. Es el caso que una noche encontrele camino de la calle de la Pasión; y al instante me cosí a su capa, resuelto a seguirle hasta la mañana, si preciso era.

—¡Oh Gabriel! ¡Qué caro te vendes! Chico, toma tus dos reales. No me gustan deudas.

—¿Ya ha salido Vd. de apuros? No será por lo que le haya dado el Sr. de Cuervatón.

—¡Miserable usurero! No pienso pedirle más porque ahora tengo todo lo que me hace falta. ¿A que no saltes quien me lo da? Pues me lo da Santorcaz.

—Eso es raro, porque yo suponía al señor D. Luis más en el caso de recibir que de dar.

—Pues ahí verás tú. Ahora tiene mucho dinero, sin que sepa yo de dónde le viene. Parece un potentado el tal Santorcaz. ¡Cuánto me quiere y con cuánto talento me indica todo lo que debo hacer! Habías de verle cómo me ofrece dinero y más dinero, por supuesto dándole un recibito en toda regla. Ayer me prestó mil y quinientos reales que necesitaba para comprarle un collar de corales a la Zaina.

—¿Y es posible que gaste Vd. su dinero en tales obsequios, cuando tiene una tan linda novia con quien se ha de casar?…

—Qué quieres, chico: una cosa es el noviazgo, y otra es tener uno una mujer… pues. La Zaina me vuelve loco.

—¿Pero no se casa Vd.?

—¿Pues no me he de casar? Por de contado. Me parece que alguien de la familia se opone; pero no me apuro mientras tenga de mi parte a la marquesa. El casamiento es indispensable, porque es cosa de conveniencia. Mi madre me dice en todas sus cartas que si no me caso pronto, me abrirá en canal. La boda sobre todo; pero lo cortés no quita a lo valiente. ¿Has conocido mujer más salada, más seductora que la Zaina?

—Pues yo he oído, y esto lo digo para que Vd. se ande con tiento, que el Sr. de Mañara es el cortejo de la Zaina.

—Así se dice… pero a mí con esas… Puede que en un tiempo mi amigo D. Juan tuviera ese capricho; pero ya no hay tal cosa.

—Y que D. Juan salía al amanecer de casa de la Zaina, cierto es, porque yo lo he visto.

—Nada de eso hace al caso —repuso D. Diego con petulancia—. Lo que es hoy, Ignacia se está muriendo por el que está dentro de esta capa. Ya verás esta noche cómo no me quita los ojos de encima. Además, yo sé que Mañara bebe los vientos por otra mujer.

—¿Por otra?

—Mejor dicho, por dos. Mañara ha vuelto a enredarse con la señora aquella que fue causa de un escándalo el año pasado, según oí contar, y además anda en tratos con la María Sánchez, hermana de la Pelumbres. Y que con la Zaina no tiene nada, lo prueba que anoche se pusieron de vuelta y media en casa de esta. ¡Bonito pañuelo de encajes, y bonita mantilla blanca lució en los novillos de anteayer la Pelumbres! Todo es regalo de Mañara, y anoche estuvieron juntos en la cazuela del Príncipe, y fueron después a cenar en casa de la González. De modo que nadie me disputa a mi Zainita de mi alma.

En esto llegamos a casa de la semidiosa de las coles, lechugas y tomates, y vímosla trasegando de un pequeño tonel a media docena de botellas una buena porción de aguardiente, al cual, como católica cristiana, administraba el primer sacramento con el Jordán de un botijo de agua que allí cerca tenía. Lejos de ella, y a otro extremo de la salita, se calentaban junto a un braserillo el tío Mano de Mortero, padre de la Zaina, Pujitos y el simpático cortador de carne, a quien llamaban Majoma, los tres muy enredados en una calurosa conversación sobre los negocios públicos. Sin hacer caso de aquel grupo, que a su vez no lo hacía de los visitantes, D. Diego y yo nos fuimos derechamente a la Zaina, y aquí me corresponde hacer de ella la más exacta pintura que esté a mis cortos alcances.

Era Ignacia Rejoncillos la más hermosa esculturade carne humana que he visto; y digo esto no porque yo la viese jamás en aquel traje que suelen usar la Venus de Médicis, la de Milo ni otras marmóreas damas por el mismo estilo, sino porque claramente se le traslucían, a favor de los vestidos de entonces, la corrección, elegancia y proporcional forma de las distintas partes de su cuerpo; que el traje, lejos de afear estas femeninas esculturas, antes bien las hermosea, y más admirables son supuestas que vistas.

Guapísima de rostro, tenía un blanco nacarado, sin que jamás se hubiese puesto otro afeite que el del agua clara, y unos ojos chispos, pardos, adormecidillos, tan pronto lánguidos como enardecidos, de esos medio santurrones y medio borrachos, que suelen encontrarse viajando por tierra de España, detrás del cajón de una plazuela, al través de las rejas de un convento, y para decirlo todo de una vez, lo mismo en cualquier paraje público que privado. Aunque algo chatilla, sus dientes de marfil, su linda boca, que era puerta de las insolencias, su garganta y cuello alabastrino bastaban a oscurecer aquel defecto. Las manos no eran finas, como es de suponer; pero sí los pies, dignos de reales escarpines, y tenía además otro encanto particularísimo, cual era el de una voz suave, pastosa y blanda, cuyo son no es definible, y a quien daba mayor gracia lo incorrecto de la pronunciación y los solecismos que embutía en el discurso.

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