—¿Y se defenderá Madrid?
—Pues ya. No hay muchos fusiles que digamos; pero se han reunido un sin fin de sables viejos, muchas lanzas, cascos antiguos del tiempo del rey que rabió por gachas, cacerolas que pueden servir de escudos, mazas que para partircabezas de franceses serán una bendición de Dios, guanteletes, pinchos, asadores, llaves viejas, y otras mil armas mortíficas.
—De nada servirá nuestro valor —dijo Santorcaz—, si antes no acabamos con todos los traidores que hay en Madrid.
—Lo mismo digo —afirmó Mortero.
—Por todas partes no se ven sino espías de los franceses, y ahora es ocasión de que este señor regidor que aquí tenemos se luzca.
—Así es la verdad —dije yo—. Sé de muchos que se fingen muy patriotas, y están vendidos a los franceses. Los que hacen más aspavientos y dan más gritos, y más gallardean de patriotas, son los peores. ¿No es verdad, Santorcaz?
—Pues acabar con ellos.
—Para eso nos bastamos y nos sobramos —añadió Majoma—. Y vengan malos patriotas y gabachones para dar cuenta de ellos.
—Personajes conozco yo —dijo Mañara—, que han de morir arrastrados, si Dios no lo remedia; y si llego a ser regidor, ya nos veremos las caras, señores afrancesados.
—Esa es la gente más mala —afirmó Santorcaz con mucho desparpajo—, más desvergonzada y más traidora que hay; y si no ponemos mano en ellos, no saldremos bien de es ta guerra. Porque yo sé que hay quien está tramando abrir las puertas de Madrid si nos ponen asedio.
—Pues despacharlos, y se acabó la junción —dijo Pujitos—. En mi compañía están tan rabiosos, que sólo con decir «ese es gabacho», se le van encima y le quieren despedazar.
—Los peores —repetí yo, teniendo el gusto de que el tío Mano apoyara enérgicamente mi opinión—, son los que chillan y enredan, y están a todas horas hablando de traidores; y si no aquí está Santorcaz que conoce a la gente y lo puede decir.
—Así es, en efecto —repuso el franc-masón algo contrariado—, pero que hay traidores no tiene duda.
D. Diego, la Zaina y las otras tres damas, no menos que esta famosas, habían entablado animada conversación, formando otro corrillo.
—No se olvide el señor condito —dijo Menegilda—, que nos prometió traer una noche a su novia.
—Si yo no tengo novia.
—Sí que la tiene. ¿No es verdad, Gabriel, que tiene novia?
—Y más bonita que el sol —respondí acercándome.
—Vamos, la tengo —dijo Rumblar—, pero no la quiero, Zainilla. No te vayas a poner celosa.
—Ya estoy frita con los tales celos, niño mío —contestó la maja—. ¿Pero por qué no la trae aquí una noche?
—Antes traerá una estrella del cielo —afirmó Mañara acercándose al grupo femenino.
—D. Diego me ha prometido traerla y la traerá —dijo Santorcaz atraído también por aquel coloquio.
—Sí —indicó Mañara—, la familia de ese señorito iba a permitir que una tan delicada doncella viniera a estas casas.
—¡A estas casas! —exclamó la Zaina—. ¿Estamos en algún presillo? Más honrada es mi casa, Sr. D. Juan, que muchas de señoras amadamadas, por donde usía anda en malos pasos.
—Calla, tonta —dijo Mañara de mal humor.
—Y buenas princesas ha traído Vd. a esta casa, y a la de la Pelumbres y de la Primorosa —añadió Ignacia—. Toas semos unas, y no lo igo por esa duquesa con quien fue hace dos noches en ca la Pelumbres. Alifonsa, ¿sabes quién es? ¿Te acuerdas de aquella duquesilla amojamada, que parece un almacén de huesos? Si D. Juan la trae por aquí, pondremos una fábrica de botones.
—¿Qué hablas ahí, zafiota, animal sin pluma? —exclamó Mañara con vivo arrebato de ira—. Habla mejor si no quieres que con tu lengua haga una pantufla para azotarte la cara.
—¡A mí con esas el asno regidor! —vociferó la Zaina—. Después que le he despreciao, después que he tenido que escupirle en la cara para que no anduviera tras de mí chupándose la tierra que yo pisaba, ¿ahora viene con esa? Con las barbas de un usía friego yo los cacharros de la cocina, y tripas de caballero le echo a mi gato.
—¡Condenada manola! —dijo Mañara cada vez más encolerizado—. La culpa tiene quien te ha dado esas alas y quien con personas bajas se entretiene. ¿Para qué tomas en tu ruin boca el nombre de señoras respetables de quien no mereces besar la suela del zapato? ¡Cuidado con los celitos de la niña!
—¿Celos yo? —exclamó la maja más encendida que la grana—. ¡Por Dios, que me quiera Vd., so pringoso: tomelo por estera y se creyó cortejo!
Y diciendo esto, lanzó un salivazo en medio del corrillo.
—¡Miserable mujerzuela! ¡La culpa tiene quien se arrima a ti, por hacerte gente siquiera un día!
—Eh, eh, poco a poquito —dijo a este punto el tío Mano de Mortero, que de espectador indiferente de aquella escena se trocaba en actor de ella—. Eso de mujerzuela es de gente mal hablada, y aquí no se habla mal de nadie, y lo que es mi hija tiene su siempre y cuando como cualquier otra. Que el Sr. D. Juan no nos toque a la honor, porque a mí no me falta un saco de onzas de oro ensayadas para apedrear a cualquiera. Y tú, princesa mía, ¿a qué le haces tantos cocos ahora al Sr. de Mañara, cuando ha pocos días te chiflabas por él, y si alguna noche faltaba su señoría a hacerte compañía o a ayudarte a rezar el rosario, ponías en el cielo unos suspiros como catedrales? Anda, que todos son buenos, y váyase lo uno por lo otro.
—¿Suspiritos tenemos? —preguntó Mañara con presunción.
—Y si hubo suspiros —dijo Mortero—, mi hija es una persona de etiqueta, y los puede echar como cualquiera otra, aunque sea por el Rey; que si está en el cajón de verduras, es porque quiere; que su padre ya le ha prometido varias veces ponerla al frente de una casa de bebidas finas.
—¡Yo suspirar por ese animal! —dijo la Zaina—. Por lástima le he mirao una vez cuando iba al cajón a echarme flores.
—Eso quisieras tú; pero no se estila echar margaritas a puercos.
La Zaina hizo un movimiento. El demonio fue sin duda quien llevó a sus irritadas manos una botella de las que en la mesa contigua había, y disparola con tanta fuerza contra Mañara, que a no apartarse este vivamente, viéramos allí partida en dos la cabeza más dura que ha gastado regidor en el mundo. Levantose este furioso para castigar el descomedimiento de la Zaina; pero con tanta presteza acudió D. Diego en defensa de la verdulera, que sobre él cayeron los primeros golpes. Lleno de rabia al verse aporreado, arremetió contra Mañara, a punto que el tío Mano de Mortero empezaba a probar la exactitud de su apodo, repartiendo algunos puñetazos sobre tirios y troyanos. Las majas Narcisa, Menegilda y Alifonsa, declaráronse también en guerra, por dar gusto a las inquietas manos, y bien pronto de todos los allí presentes no quedó uno que no llevase su óbolo a tal colecta de golpes y gritos. Era aquello una bendición de Dios, y juro que jamás habría yo metido mis manos en tal fregado, si no me incitara a ello una caricia que sentí en mitad de la espalda, hecha por mano desconocida. Y lo peor fue que Majoma, hombre ingenioso, inclinado siempre a sacar partido de tales alteraciones del orden privado, descargó varios palos sobre el candil que la escena iluminaba, y al punto nos vimos todos de un color. Aquí fue el arreciar de los puñetazos, y el esfuerzo de los gritos y el rodar unos sobre otros, y si bien el peso de un cuerpo nos oprimía a veces, también el nuestro caía en humanas blanduras, de cuyos choques provenían los pellizcos, arañazos y demás proyectiles menudos. Por aquí se oían voces lastimeras, por allá gritos de venganza, y sobre toda especie de rumores, descollaba la voz estentórea del tío Mano de Mortero, diciendo:
—En mi casa no ha de haber escándalos, y el que diga que aquí se siente el vuelo de una mosca, miente. Vamos, amiguitos; no meter tanto ruido ni pegar tan recio. Esto es una broma: conque paz y pan, y divirtámonos.
Y a todas estas la vecindad se alborotaba, y en la calle deteníase la gente curiosa, no porque le hiciera novedad aquel ruido, sino por gozar de él, y se temió la intervención de la justicia, lo cual hería al Sr. Mano en lo más delicado de su dignidad, y por fin hubo uno que pudo dar con la puerta y abrirla y echarse fuera, con lo cual, habiendo entrado un poco de luz, pudimos vernos. Todo indicaba que íbamos a tener una visita alguacilesca, lo que me impulsó a coger por un brazo a D. Diego y echarlo conmigo afuera, y bajar a saltos la escalera hasta dar con nuestros cuerpos en la calle, por la que nos escurrimos, sin miedo a la corchetería.
Cuando nos vimos lejos, acortamos el paso, contemplándonos uno a otro. D. Diego había padecido más averías que yo en la refriega, y ostentaba en la cara un verdugón hecho por buena mano.
—¡Maldito de mí! —exclamó tentándose los bolsillos de sus calzones—. ¿Sabes que me han quitado mis dos relojes? ¡Pues también el dinero, todo el dinero que llevaba!
—Era de suponer, Sr. D. Diego —le respondí registrándome también—, pues no salimos de ninguna misa cantada. Y por lo que veo, a mí también me han desplumado.
—¿Te quitaron el reloj?
—No señor, el reloj no me lo han quitado ni me lo quitarán todos los cacos del mundo, porque no lo tengo; pero sí perdí un dinerillo… bien poco, por cierto.
—¡Dios mío! Sin relojes, sin dinero… —clamó doloridamente D. Diego—. ¿Con qué compraré ahora las diez y siete varas de cotonía que quiere la Zaina? ¿Con qué alquilaré el coche para que vaya el lunes a los novillos? Si Santorcaz no me presta, me moriré.
—Diez y siete varas de fresno, que no de cotonía, es lo que merece esa gentuza —le contesté—; pues es necesario estar loco o enamorado para poner los pies en tales casas.
Como antes indiqué, no pude obtener licencia para salir de Madrid, porque la villa, viéndose pronto en gran aprieto, cayó en la cuenta de que necesitaba de toda su gente para defenderse. ¿Por qué no me marché? ¿Quién me lo impidió? ¿Quién torció el camino de mi resolución? ¿Quién había de ser, sino aquel que por entonces era el trastornador de todos los proyectos, el brazo izquierdo del destino, el que a los grandes y a los pequeños extendía el influjo de su invasora voluntad? Sí: el baratero de Europa, el destronador de los Borbones y fabricante de reinos nuevos, el que tenía sofocada a Inglaterra, y suspensa a la Rusia, y abatida a la Prusia, y amedrentada al Austria, y oprimida a la hermosa Italia, osó también poner la mano en mi suerte, impidiéndome pasar a otro ejército.
Es, pues, el caso, que el D. Quijote imperial y real, como algunos de nuestros paisanos le llamaban, no sin fundamento, había entrado en España a principios de Noviembre, con ánimos de instalar de nuevo en Madrid la botellesca corte. A él se le importaba poco que los españoles llamasen tuerto a su hermano; y fijo en el número y fuerza de nuestros soldados, no atendía a lo demás. Una vez puesto el pie en tierra de España, no le agradó mucho que el mariscal Lefebvre ganase la batalla de Zornosa, porque sabido es que no era de su gusto que se adquiriese gloria sin su presencia y consentimiento. Mandó, sin embargo, al mariscal Víctor que persiguiese a nuestro degraciado Blake, cuyas tropas se habían reforzado con las del marqués de la Romana, escapadas de Dinamarca, y aquí tienen Vds. la batalla de Espinosa de los Monteros, dada en los días 10 y 11, y perdida por nosotros, por más que el Gran Capitán, con más celo que buen sentido, se empeñe en negarlo. ¡Ay! Valientes oficiales perecieron en ella, y grandes apuros y privaciones pasaron todos, sin un pedazo de pan que llevar a la boca, ni una venda que poner en sus heridas.
Así sucumbió el ejército de la izquierda, cuyos restos salvándose por las fragosidades de Liébana, recalaron por tierra de Campos, para ser mandados por el marqués de la Romana. No fue más dichoso el ejército de Extremadura en Gamonal cerca de Burgos, pues Bessieres y Lasalle lo destrozaron también el mismo fatal día 10 de Noviembre, y el 12 entraba en la capital de Castilla el azote del mundo, publicando allí su traidor decreto de amnistía. Aún nos quedaba un ejército, el del Centro, que ocupaba la ribera del Ebro por Tudela: mandábalo Castaños; pero nadie confiaba que allí fuéramos más afortunados, porque una vez abierta la puerta a las calamidades, estas habían de venir unas tras otras a toda prisa, como suele suceder siempre en el pícaro mundo. También nos preparaba el cielo en el Ebro otra gran desgracia; pero a mediados de Noviembre, cuando corrieron por Madrid las tristes nuevas de Espinosa y de Gamonal, aún no se había dado la batalla de Tudela.