—Temple Su Paternidad la ira —le dije—, y vayase en buen hora D. Diego.
—Tienes razón —repuso—, que
aquila non capit muscas
. Su castigo tendrá en ver que se queda sin novia.
—Pues él está tan firme en casarse —dije—, que lo da por hecho, y añade que llevará adelante lo del matrimonio, contra viento y marea.
—¡Oh, qué ilusión! ¡Pues están contentas de él mis señoras la condesa y marquesa! Y por lo que hace a la novia… Acompáñame a la Merced y te contaré. ¿Hablaste largo con la señora condesa? ¿Le dijiste todo lo que sabes de este botarate?
—Un poquito, sí señor. ¿De modo que no se casará?
—Lo dudo, porque si las personas mayores de la casa no lo pueden ver, lo que es la joven… Anda esta trastornadilla después que se le han descubierto todos los escondrijos de su almita. Por fin lo dijo todo. Ya te conté que ni yo con mi gran autoridad y mis chistes y juegos, ni la marquesa con su mal genio, ni el marqués apedreándola a regalos y obsequios, pudimos hacerle confesar la causa de sus melancolías; pero al fin, apretada por su prima la señora condesa que la ama mucho, un día entre lágrimas y suspiros le confesó todo.
—Y no resultaría nada…
—Nada más sino que todo aquel mal gesto y aquellas tristezas le venían de amar a un muchachuelo, a un perdidillo, a un cascaciruelas de esas calles, a quien conoció y tuvo por novio en toda regla, allá cuando vivía lejos de sus padres. ¡Cosa de niños! Lejos de parecerme mala, me parece un buen signo de virtud la firmeza de sus sentimientos lo mismo en la adversa que en la próspera fortuna. Con todo, la marquesa y su hermano rabian, como es natural, viendo que no pueden desencantar a la niña, pues lo que tiene, más parece encanto que otra cosa. Y todo se les vuelve decir: «Padre Salmón, ¿qué haremos? Padre Salmón, ¿qué no haremos?». Yo me voy al cuarto de la madamita, y después de decirle cuatro gracias, y de imitar el graznido de los cuervos, y el relincho de un caballo, y el rum rum de las viejas rezando en la iglesia, con lo cual ella se ríe mucho, le digo: «Pero hijita de mi corazón, ¿por qué no desecha vueseñoría todo pensamiento que no sea el de su actual grandeza? ¿Qué cosa puede apetecer ahora? ¿Le falta algo? ¿No tiene todas las comodidades, todos los miramientos, todos los mimos que una doncella puede apetecer?». A lo que me contesta que ella no desea nada, y después se calla. Entonces le tomo las manos, se las acaricio y le digo: «El pajarito de mi convento me ha contado que amasteis a un jovenzuelo. ¿Por qué no arrojáis esta idea de la cabeza? ¿No comprende usía que en una tan principal casa no pueden entrar por las puertas del matrimonio personas de baja condición? Seguramente que ese zascandil que fue vuestro novio no se acuerda para nada de mi querida niña». Y ella al punto se sonríe, muda de conversación y empieza a hablar de otro asunto con tan buen tino y tanto talento, que a mí y al padre Castillo nos deja atónitos.
—Pues veo que cuando dos tan buenos predicadores no la pueden quitar con sus sermones el desencanto, encantada estará toda la vida.
—No, hijo; que se han intentado varios medios para quitarle eso de la cabeza. La condesa díjole que el zascandil ese había muerto según sus averiguaciones, y la marquesa y su hermano, tomando otro camino, han concertado hacerla creer que el tal desconocido jovenzuelo es un pícaro ladroncillo de las calles, un tramposo, estafador, a quien persigue la justicia por sus robos, chuladas y granujerías.
—¡Vive Dios! —exclamé sin poderme contener—, que eso es mentira, y le romperé el alma al que me diga que es cierto.
—¡Cómo, muchacho! —dijo muy absorto el fraile—. ¿Pero a ti qué te va ni qué te viene en esa cuestión para tomarla tan a pechos?
—Y a todas esas, ella, ¿qué decía?
—Nada. Hasta hoy la verdad es que el ingenioso artificio no ha hecho gran efecto, y mientras la doncella sin par aparenta no darse por entendida, la señora marquesa se incomoda más cada día, y a todas horas exclama: «Esto no puede seguir así». Riñe con su sobrina, esta suele llorar, aunque en ella todo revela más paciencia que dolor, y aquí de la condesa, que se pone como un basilisco en cuanto mortifican a su prima. Tía y sobrina se dicen cuatro cosas: yo las apaciguo, y hasta el otro día, que sucede lo mismo.
En esto llegamos a la puerta de la Merced, y Salmón deteniéndose, me dijo:
—¿Quieres subir? Te daré chocolate crudo y una copita.
—Gracias, padre; estoy rabiando, y no tengo ganas de chocolate ni de copitas.
Y sin más palabras, despedime de aquella lumbrera de la Iglesia para irme a mi casa.
Llegó con el 28 de Noviembre la noticia de la batalla de Tudela, y una vez que se consideró deshecho nuestro ejército de Aragón y del Centro, ya todos vimos el sombrero de Napoleón asomando por la Mala de Francia. Las fortificaciones avanzaban, y en los días 27, 28 y 29 recuerdo que menudearon bastante las que podremos llamar fortificaciones y armamentos espirituales, que eran las rogativas, rosarios, funciones de desagravios, novenas y otras devociones para alcanzar de la Divina Providencia, no que apartase los peligros, sino que enardeciera nuestros ánimos para salir victoriosos. Hubo rosario en San Ginés, jubileo en los Dominicos de la Pasión, solemnes cultos en el Carmen Calzado, y, por último, en la iglesia deNuestra Señora de Gracia, sita en la plazuela de la Cebada, se inauguró un novenario que fue la más popular de las devociones de aquellos días, por predicar allí popularísimos oradores. La gente piadosa al par que patriota no tenía tiempo para acudir a tantas partes, y vacilaba entre la iglesia y la trinchera.
Los hombres aunque lo deseáramos no teníamos tiempo para frecuentar las iglesias, y especialmente los armados no dábamos paz a los pies ni a las manos con el frecuente ejercicio y ensayo de nuestra fuerza. Los soldados, los voluntarios, los conscriptos, los
honrados
que tenían armas, nos confundimos por algunos días en comunes trabajos y preparativos, dando al olvido discordias importunas. Y no estaba el tiempo para andarse con juegos, porque ya Napoleón se nos venía encima. Mientras existió la pueril confianza de que las tropas enviadas a Somosierra estorbarían el paso del tirano, menos mal: íbamos viviendo, alimentando nuestro espíritu con risueñas ilusiones, y soñando con ver hecho pedazos el poder de Bonaparte en la era del Mico.
Pero el día 1.º de Diciembre comenzaron a circular desde muy temprano rumores gravísimos acerca de la derrota del general San Juan en Somosierra. Echose todo el mundo a la calle en averiguación de lo ocurrido, y corriendo de boca en boca las nuevas, exageradas por la ignorancia o la mala fe, bien pronto llegó a decirse que los franceses estaban en Alcobendas, y hasta alguno aseguró haberlos visto paseándose en el Campo de Guardias.
Desde el famoso 2 de Mayo no había visto a Madrid tan agitado: corrían hombres y mujeres por las calles, y entonces era el lamentar la ciega confianza, el echar de menos la actividad y previsión propias de un pueblo realmente decidido a defenderse. El Gran Capitán y yo habíamos salido desde muy temprano, él para tomar disposiciones importantes en el cuerpo de honrados a que pertenecía, y yo por acudir a mi puesto, o curiosear en caso de que aún no se tratara de cosa formal.
—Lejos de acoquinarme yo, como estos gallinas —decía el Gran Capitán—, me animo y me gallardeo y me esponjo al saber que los tenemos tan cerca. Y a mí no me hablen de que el general San Juan ha sido derrotado. Para los que conocemos las artimañas y recovecos del arte de la guerra, esa dispersión de las tropas de San Juan que parece derrota, no es otra cosa más que un hábil movimiento para engañar a Napoleón, dejándole pasar el puerto. Y si no, figúrate si será bonito ver a lo mejor que cuando tranquilamente avanzan los franceses creyéndose seguros, aparecen como llovidas por el flanco derecho las tropas españolas y me los cogen ahí sin disparar un tiro entre Alcobendas y San Agustín.
—Podrá suceder —dije yo sin manifestarle mi incredulidad—; pero figúrese el Sr. Fernández que no pasa nada de esto, sino que viene Napoleón sano y entero y nos pone cerco. ¿Cómo saldremos de este apuro?
—Admirablemente —repuso—. Podrá suceder que si trae muchas, muchísimas tropas, vamos al decir, un par de milloncitos de hombres, dure el sitio dos o tres años, después de cuyo tiempo tendrá que retirarse… porque pensar que Madrid se ha de rendir, es pensar en lo excusado. Y si no, pasea tus ojos por esas fortificaciones que en diferentes partes se han hecho en lo que el diablo se restriega un ojo; esparcía tu vista por esos hondos fosos, por esos gruesos parapetos, por esos inexpugnables montones de tierra, y por esas terroríficas baterías de cañones de a 6, y si la admiración te da tregua a las reflexiones, comprenderás que es imposible tomar a Madrid, aunque Napoleón trajera mejor gente que aquella que fue a Portugal con el Sr. Marqués de Sarriá.
—Dios le oiga a Vd. Por mi parte haré lo que pueda. ¿Y Vd. manda, o es mandado?
—Yo mando; que a ello me han obligado antiguos amigos, cuya ciega confianza en mis conocimientos raya en fanatismo. Yo no quería mandar porque no me gustan papeles; pero he tenido que ceder, y entre todos hemos formado una compañía que ha recibido orden de operar en Los Pozos, sitio el más arriesgado y peligroso y temerario de este gran asedio que nos espera. Casi todos tenemos fusiles, y los que no, manejarán la lanza.
—¡Lanza para defender murallas! —exclamé sin poder disimular la risa.
—Sí, hijo; ¿qué entiendes tú de eso? Figúrate que a esos tontos se les ponga en la cabeza dar un asalto, ¿qué mejor cosa para impedirlo?… Por cierto que voy a reunir mi gente para ir a ocupar la posición, no sea que el señor
córcego
quiera darnos una sorpresa con su acostumbrada mala fe.
—Ahora dejémonos llevar a la Puerta del Sol con todo ese gentío que allá va —dije yo—; y parece que ocurre alguna cosa grave, según gritan.
—Efectivamente; pero esa gritería es de mujeres. Sin duda esas valerosas matronas piden que se les den armas.
—Bajemos por la calle de la Montera… Por allí sube, si no me engaño, el Sr. de Santorcaz. Llamémosle: él sabrá lo que ocurre… ¡Eh, Sr. D. Luis!
—¿Qué hay en la Puerta del Sol, que tanto chilla la gente? —preguntó Fernández cuando el otro se nos acercó.
—Es que el pueblo pide armas y no se las quieren dar —repuso Santorcaz—. Es una picardía y todos esos mandrias de la Junta deben ser arrastrados.
—¡La Junta! ¡Los señores de la Junta Central!
—No hablo de la Central —prosiguió Santorcaz—; que esa, si es cierto lo que dicen, ha acordado hoy retirarse de Aranjuez, buscando refugio en el Mediodía. Hablo de la juntilla que se ha formado aquí para la defensa de Madrid, y que está en permanencia en la casa de Correos. ¡Aquí hay muchos traidores —añadió en voz alta—, y algunos han cogido dinero para entregar la plaza a los franceses! Canallas de traidores. Ahora salimos con que se han acabado las armas y los cartuchos. ¡Mentira! Yo sé dónde hay armas y cartuchos. Nos están engañando, nos van a vender!
Diciendo esto, se apartó de nosotros; después de lo cual seguimos hacia abajo, y al llegar a la Puerta del Sol vimos que estaba de bote en bote llena de gente. Aquel hueco abierto en el apelmazado caserío de Madrid es el corazón de la antigua villa, y a él afluye con precipitada congestión la sangre toda en sus ratos de cólera, de alegría o de miedo.La Puerta del Sol latía con furia. Hombres y mujeres hablaban a la vez y a sus voces se unían actitudes y gestos amenazadores. La masa más inquieta, más hirviente, más loca y alborotadora estaba al pie de la casa de Correos.
—Busquemos algún conocido que nos informe de lo que aquí ha pasado —dije metiéndome con el Gran Capitán por lo menos apretado del gentío.
—Astavía no ha pasado nada —dijo un caballero que envuelto en una capa se nos apareció, y en quien al punto reconocí al Sr. de Majoma—. Astora nada; pero… ya verán.
—¿Qué pide esa gente?
—¿Qué ha de pedir? Armas y cartuchos.
—Ya están repartidos todos los que hay.
—¡A mí con esas! —exclamó el apreciable sujeto—. Ya estamos de traidores hasta el gañote. ¡Pillos lairones! Si no les espachamos nos van a entregar a los franceses. ¡Perros gabachos! Les conozco bien y se la tengo sentenciada, sí señor; y el que diga que no son traidores, que se vea conmigo, porque yo soy más español que Santiago y más patriota que Fernando VII.
—Pero desde hace tiempo se sabe que la plaza tenía muy pocas armas, y en cuanto a los cartuchos, todos los que había y los fabricados en esta semana, se han repartido ya. El Sr. de Mañara ha estado ocho días ocupado en dirigir la fábrica de cartuchos y ayer tarde repartió muchos miles en el Ave-María y en la Comadre.