¿Era Mañara autor de la traición indudable descubierta en los cartuchos de arena? Histórica, no hija de nuestra invención, es la persona de Mañara; histórica es también su vida licenciosa, sus hábitos manolescos, sus aventuras y trato con la gente de los barrios bajos; histórica es también la Zaina, y tan históricos como la jura en Santa Gadea y el compromiso de Caspe, son sus amores con el regidor, su abandono, sus celos, su despecho, su ira, su sed de venganza y el descubrimiento, fatalmente hecho por ella, de los cartuchos de arena. Para saber todo esto basta leer media página de la historia mejor y más conocida que sobre aquellos tiempos se ha escrito. Pero ni en este eminente libro, ni en otro alguno, ni en boca de ningún viejo oiréis razones para contestar categóricamente a la pregunta que antes hice. ¿Fue Mañara traidor? ¿Intervino él en la obra criminal de los cartuchos de arena?
Os diré francamente que yo tampoco lo sé; pero debo advertiros que nunca tuve a aquel desgraciado por capaz de acción tan fea. Mañara pecaba de libertino, de ligero, de vano y más que nada de enamorado. Jamás se distinguió en otras maldades que en las del amor, por cierto bien perdonables. Le conocí alevoso y traidor en cuestiones de faldas; pero no supe nunca que en asuntos graves faltara a las leyes del honor. Con estos antecedentes casi puede asegurarse que no fue Mañara autor de la superchería de los cartuchos. ¿Pues quién lo fue entonces? Esto sí que ni la historia, ni la tradición, ni los viejos, ni yo podemos decíroslo. ¿No habéis observado que todos los movimientos populares llevan en su seno un germen de traición, cuyo misterioso origen jamás se descubre? En todo aquello que hace la plebe por sí y de su propio brutal instinto llevada, se ve tras la apariencia de la pasión un tejido de alevosías, de menguados intereses o de criminales engaños; pero ningún sutil dedo puede tocar los hilos de esta tela escondida en cuyas mallas quedan enredados y cogidos mil bárbaros incautos.
¿Quién hizo correr la voz de la traición de Mañara? ¿Fue todo obra deliberada de la Zaina? La historia dice que sí; pero yo creo haber oído tachar de sospechoso al pobre regidor en parajes muy distantes de la calle de la Pasión. Sin duda el frecuente roce con la plebe había desconceptuadomucho a D. Juan en la opinión de sus iguales. Carecía en absoluto de respetabilidad, y el que la pierde entre los de arriba queriendo sustituirla con bajas amistades, que son siempre inconstantes, está expuesto a perderlo todo en un momento, y a que cualquier chispa fugaz incendie de improviso la fábrica de una reputación que no se funda en nada sólido.
Mañara había adulado a la plebe imitándola. Con este animal no se juega. Es como el toro que tanto divierte, y de quien tantos se burlan; pero que cuando acierta a coger a uno, lo hace a las mil maravillas. Vimos caer a Godoy, favorito de los reyes, y ahora hemos visto caer a Mañara, favorito del pueblo. Todas las privanzas que no tienen por fundamento el mérito o la virtud suelen acabar lo mismo. Pero nada hay más repugnante que la justicia popular, la cual tiene sobre sí el anatema de no acertar nunca, pues toda ella se funda en lo que llamaba Cervantes
el vano discurso del vulgo, siempre engañado.
—Pero vámonos de aquí —dije a mi amigo—. ¿No oye Vd. lo que dicen esos que pasan? Dicen que los franceses han aparecido por Fuencarral.
—Vamos, vamos a cumplir con nuestro deber —repuso el Gran Capitán, siguiéndome por la calle de las Urosas—. Pero me temo que lo que debía ser gloriosísima jornada, va a ser cualquier cosa, gracias a esa vil gentualla. La traición mina la plaza. Eso de los cartuchos de arena me ha puesto triste y el miserable canalla que tal hizo merece mil muertes.
Madrid, después de inmolado Mañara, continuaba inquieto, como presagiando grandes males, mientras los frailes agonizantes arrancaban de manos del pueblo el cadáver informe. La noticia de que los franceses estaban a las puertas de la villa, lo hizo, sin embargo, olvidar todo, y corría la gente azorada y medrosa, creyendo ver asomar al volver de una esquina la figura característica del azote de Europa.
El cuerpo de voluntarios a que yo pertenecía fue destinado a defender la puerta de los Pozos (la misma que después se llamó de Bilbao al extremo de la calle de Fuencarral), y el inmediato jardín de Bringas. Consistía su fortificación en un foso no muy profundo en un gran espaldón de tierra y piedras, a toda prisa levantado, y en seis cañones de a 6. La tapia que no tenía facha de inexpugnable, como recordarán los que han alcanzado alguno de sus heroicos trozos, había sido aspillerada en toda su extensión. Iguales poco más o menos, eran las fortificaciones de las vecinas puertas de Santa Bárbara y Fuencarral. El sitio donde se habían levantado obras más considerables era la puerta de Recoletos, monumento que ha durado hasta ayer y que no necesito designar topográficamente, con su costanilla de la Veterinaria ni su convento de Agustinos, porque los mozuelos barbilampiños los han conocido. Pero volvamos a los Pozos, puerta destinada a ser teatro de nuestro heroísmo, y empecemos diciendo que en la noche del 1.º de Diciembre nos situamos allá, tan convencidos de que íbamos a ser atacados que estuvimos largas horas sobre las armas, dispuestos a vender caras nuestras vidas.
La fuerza se componía de estos elementos: unos sesenta soldados, que aunque no todos artilleros, hacían de tales por necesidad imprescindible; cuatro compañías de voluntarios antiguos, con los cuales mezclábase un número irregular de conscriptos, y como ochenta hombres de la milicia
honrada
, a quien mandaba o quería mandar el Gran Capitán, no sé si con el título de sargento, coronel o general, pues cualquiera de estos grados le cuadraría. Los soldados estaban fríos y con poco ánimo; los voluntarios inflamados en patriotismo y llenos de ilusiones; pero tan inexpertos, que no daban pie con bola, como vulgarmente se dice, a pesar de estar entre ellos el gran Pujitos; y finalmente los
honrados
no cabían en sí de entusiasmo, no obstante ser todos ellos personas de paz, y tener algunos buena carga de años a la espalda, especialmente los de la compañía, o mejor, los del grupito en que alzaba el gallo D. Santiago, cuya hueste se componía de respetables porteros y criados de la oficina de Cuenta y Razón.
En cuanto a jefes, debo decir que allí no existían en todo el rigor de la palabra, pues si bien entre la tropa había oficiales valientes y entendidos, no sabían o no querían hacerse obedecer de los paisanos, resultando de esta desconformidad que allí cada cual hacía lo que le daba la gana y según su propia inspiración; y aunque mi amigo tenía pretensiones de imponer su autoridad, esto no pasó nunca de un conato de dictadura que más se inclinaba a lo cómico que a lo trágico.
En cambio reinaba gran fraternidad, y cuando avanzada la noche tuvimos la certeza de que no había tales franceses por los alrededores, nos reunimos en el jardín de Bringas, y encendida una gran hoguera, celebramos agradable tertulia, donde se habló de temas patrióticos con la verbosidad, facundia y exageración propia de españolas lenguas. Cuál encomiaba la defensa de Zaragoza
[8]
; cuál ponía la defensa de Valencia contra Moncey por cima de todos los hechos de armas antiguos y modernos; quién decía que nada podía igualarse a lo del Bruch; quién encomió hasta las nubes la vuelta de las tropas de la Romana; y por último, no faltó uno que, sin quitar su mérito a estas gloriosas acciones, pusiera sobre los cuernos de la luna cierta campaña famosa de Portugal en 1762.
Disipado todo temor, muchas mujeres fueron a visitarnos, y entre ellas no faltó doña Gregoria, ni doña Melchora con las niñas, ni tampoco la señora de Cuervatón, pues ha de saberse que su marido formaba en las filas de los
honrados
. Para que no se crea que todos éramosgente de poco más o menos, añadiré que algunas altísimas damas fueron a visitar a sus hijos, hermanos o maridos, que allí se andaban mano a mano con nosotros, o como voluntarios o como sorteados.
Cenamos, bebimos, cantamos, hablamos, y por último, a todos nos vino el deseo de llevar adelante alguna hazaña aquella misma noche. El primero que emitió la idea fue D. Santiago y al punto se la aceptó con alborozo, determinando hacer una exploración camino arriba hasta Fuencarral, por ver si realmente estaban los franceses tan cerca como se creía. A toda prisa se preparó la salida, y a eso de las dos de la madrugada nos pusimos en marcha unos doscientos hombres, en buen orden, y mandados por un coronel de ejército.
—¡Qué bueno fuera —me decía Fernández—, que ahora tropezáramos con una avanzada enemiga y la derrotáramos en un abrir y cerrar de ojos, volviendo a Madrid con unos cuantos miles de prisioneros!
—Todo podría ser, amigo mío —le respondí—, que para la voluntad de Dios no hay nada imposible.
—Más gracioso aún sería —prosiguió— que el bergante del Emperador se anduviera paseando por ahí, mirando desde lejos la gran ciudad que aspira a ganar, y le sorprendiéramos de sopetón, echándole mano para llevarle a Madrid sobre un asno foncarralero.
—También es posible —repuse—, y pongamos que ese señor se haya aburrido de estar en su campamento, y tomando una escopeta, a pesar de la oscuridad de la noche, se venga con un par de generales y un par de perros por esos trigos a levantar y correr perdices; que todos los monarcas suelen ser cazadores.
—Eso no me parece verosímil —dijo—; pero bien podría suceder que ese hombre, conociendo que no puede vencernos por la fuerza, intente dar al traste por la astucia con nuestro poderío, y se disfrace con el traje de un payo huevero de Alcobendas, para acercarse a nuestras formidables fortificaciones y estudiarlas cómodamente.
Con estos y otros coloquios rebasamos más allá de la venta, situada en lo que hoy se llama Cuatro Caminos, sin hallar alma viviente ni sentir rumor alguno; pero cuando estábamos cerca del camino que a mano derecha conduce a Chamartín, percibimos un ruido lejano que a todos nos dejó suspensos, pues no parecía sino que temblaba la tierra al galopar de millares de caballos.
—¡Es una avanzada de caballería! —gritó nuestro coronel—. Retirémonos.
—¿Qué es eso de retirarse? —gritó con enojo el Gran Capitán—. ¿Somos españoles o qué somos?
—No tenemos más que cuatro caballos —le dijo el jefe—. Si nos dan una carga, ¿qué va a ser de nosotros?
—¡Qué cargas ni cargas! ¡Buenos son ellos para meterse en cargamentos! Ea, muchachos, el que quiera seguirme que me siga; yo voy adelante.
Los
muchachos
, cuyo patriotismo invocaba Fernández, eran seis o siete vejestorios como él, compañeros en la portería y servicio interior de las oficinas de Cuenta y Razón. Pero aquellos valientísimos militares, más duchos en el manejo de la escoba que en el de otra arma alguna, profesaban aquel principio tan sabio como famoso, de que una retirada a tiempo es una gran victoria, y todos a una manifestaron al Gran Capitán que no le seguirían en tan temeraria empresa, pues hazañas sin cuento podrían realizar tras las fortificaciones.
El escuadrón francés avanzaba, a juzgar por el acrecentamiento del ruido, pero no veíamos cosa alguna. Se dio orden de retirada, y para hacerla más a salvo, nos desviamos del camino, escurriéndonos por una hondonada que caía hacia la dehesa de Amaniel. D. Santiago renunció a regaña dientes a los peligros de una lucha con los dragones que a toda prisa avanzaban, y me decía:
—Pensar que de esta manera hemos de vencer, es una necedad. En la guerra ha de fiarse todo a lo imprevisto, a la sorpresa y a los golpes de mano. ¿Qué nos costaba esperar esos caballos, sorprenderlos, matar a los jinetes y entrar en Madrid caballeros los que salieron peones?
En esto vimos un bulto, un hombre, que saliendo precipitadamente de detrás de unos tejares, corrió hacia la carretera, al parecer huyendo de nosotros.
—¡Eh! ¡Un hombre! ¡Un espía!… ¡Quién vive! —gritamos, corriendo algunos en su persecución.
Detúvose el hombre ante nosotros con muestras de tener mucho miedo, y entonces advertimos que su traje era el de un paleto, con ancho sombrero y una manta por capa. Cuando nos llegábamos a él, pareció vacilante e indeciso; pero al fin oyéndonos hablar, abalanzose hacia nosotros, diciendo: