—¡Ah! Sois españoles. Gracias a Dios: ya me he salvado.
Acabando de decir esto, cayó de rodillas. Pero en el mismo instante llegose a él con aire resuelto el Gran Capitán, y poniéndole en el pecho la boca de un fusil, exclamó con voz exaltada y furiosa:
—Dese a prisión Vuestra Majestad Imperial y Real. Bien lo decía yo; pero a mí no me la da Vd…. digo, Vuestra Majestad; que soy perro viejo, y harto se ve que disfrazado con traje de paleto, se acerca Vuestra Majestad Imperial a nuestra gran plaza para estudiar las fortificaciones.
—Hombre de Dios —dijo el payo—, Vd. es loco, o me toma por el emperador Napoleón.
—¡Por quién le he de tomar, hermano! A mí no se me engaña con palabritas. Es Vuestra Majestad mi prisionero, y no le he de soltar aunque me dé siete condados. ¡Viva España y viva Fernando VII!
Todos los circunstantes nos reímos, lo cual desconcertó a D. Santiago, y al punto el prisionero dijo levantándose:
—Yo, señores, soy oficial del ejército de D. Benito San Juan, y he asistido al desastre más funesto de esta campaña. Perdí en la acción de Somosierra a mi padre y a dos hermanos, y vengo huyendo de las guerrillas francesas que persiguen a los dispersos. Tuve que disfrazarme en Roblegordo para evitar que me cogieran, y a pie he llegado hasta aquí. Pero si quieren que les diga más, denme algo que me sustente, pues con dos días de no probar bocado, estoy cayéndome muerto por instantes.
Un compañero nuestro le dio a beber un trago de aguardiente, con lo cual tomó fuerzas y pudo seguirnos, reanimado también moralmente por verse en nuestra compañía. El Gran Capitán, corrido y confuso, marchaba silenciosamente a su lado, pero no las tenía todas consigo, y todo se volvía mirarle y remirarle, sospechando que si no el mismo Emperador, podía ser algún generalazo o cualquier archipámpano de la corte imperial.
—Con ser tantas mis personales desdichas —dijo el desconocido—, pues en el campo de batalla quedaron mis dos hermanos y mi buen padre (que somos de un antiguo solar de tierra de Sepúlveda), todavía abruma mi ánimo más que nada la catástrofe nacional de que he sido testigo. Nosotros acudimos a tomar las armas en defensa de la patria. Felices mil veces los que murieron por tan santo objeto, y mal hayan los que quedamos para contar tan gran desventura. ¿Se sabe ya en Madrid la derrota de San Juan? ¿Cómo se cuenta? ¿Qué se dice? Se nos tachará de medrosos o cobardes. ¡Oh, señores! Yo no creo que sea posible llevar más adelante el heroísmo. Nuestros soldados se han conducido con bravura portentosa, y si no vencieron, fue porque la superioridad de los enemigos y su mucho número lo han hecho imposible.
—Eso será lo que tase un sastre —dijo el Gran Capitán—. ¿Por dónde anda ahora San Juan? Porque yo entiendo que fingió retirarse para atacar después en mejor posición.
—¡Qué ha de fingir, hombre, qué ha de fingir! —repuso el oficial—. San Juan, si es que vive, andará fugitivo como yo, y sin un solo soldado.
—Eso no puede ser, caballero. ¿Cómo se entiende? Si eso fuera cierto, señor mío, significaría ni más ni menos una especie de derrota.
—Pues ya lo creo. Pero les contaré punto por punto. San Juan tomó buenas posiciones en el paso de Somosierra y puso una vanguardia en Sepúlveda. Atacaron esta los franceses anteayer de madrugada; mas no pudieron romper su línea y tuvieron que retirarse.
—¿Los franceses? bien —dijo el Gran Capitán—. Pues si se retiraron, ¿cómo se entiende nuestra derrota?
—Paciencia, señor mío, paciencia. Sepa usted que sin aparente motivo, aunque es fácil comprender que ha habido algo de traición, la vanguardia de Sepúlveda, a pesar de quedar victoriosa, se retiró a Segovia. Avanzaron los franceses, y nos atacaron en nuestras posiciones de Somosierra. Nosotros no teníamos fuerzas bastantes para defender el paso, y mucho menos después de la defección, o no sé cómo llamarlo, de la vanguardia. Sin embargo, nos resistimos toda la mañana de ayer, aglomerando nuestra gente en el camino, y sin disponer de fuerzas ligeras que flanquearan las alturas. Los franceses que traen muchos soldados y cuerpos de todas clases, dispusieron guerrillas de cazadores que en un instante tomaron las alturas, y con un cuerpo de caballería polaca nos cargaron en la carretera de un modo espantoso. No puede formarse idea de aquel ataque sino viéndolo. Escuadrones enteros se estrellaban contra nuestra batería y centenares de jinetes caían despeñados a los abismos que costean el camino; pero sus recursos son inmensos; tras un escuadrón inútilmente sacrificado, lanzaban otro y otro, sin que se les importara ver morir oficiales a centenares y generales por docenas. Con este ataque incesante combinaban el fuego de las tropas ligeras, desparramadas por los altos, y al fin sucumbimos al número, que no al valor. Los franceses se abrieron paso a costa de inmensas pérdidas, y luego persiguieron a los restos de nuestras tropas con tanto encarnizamiento, que dudo que hayan podido sobrevivir muchos. La mayor parte, pereciendo en aquellas fragosidades, han cumplido con su deber, que era defenderlas mientras tuvieran cuerpo vivo en que recibir una bala. No fue posible más, porque más habría sido hacer milagros, y estos sólo Dios los hace.
Calló el oficial, y todos los que le oíamos estábamos tan apesadumbrados y tristes con su relato, que nada le contestamos. Tampoco él habló más, y así silenciosos y taciturnos llegamos a Madrid y a nuestra puerta de Los Pozos, donde el desgraciado tránsfuga halló una hoguera en que calentarse, y un bocado con que reanimar sus fuerzas. Todos le prodigaban solícitos cuidados, menos D. Santiago Fernández, el cual no podía desechar cierta comezón y desasosiego.
—Gabriel —me dijo, llevándome aparte—. No insisto por no parecer pesado; pero digan lo que quieran los demás, ese hombre que hemos encontrado no me gusta, y quiera Dios no tengamos que sentir; porque yo sé, y tú sabraslo también, que en las guerras es muy común eso de disfrazarse para visitar el campo enemigo y examinar a mansalva las fortificaciones, así como también es cosa corriente sobornar a algún infeliz para que fingiéndose amigo penetre en la plaza y haga circular noticias falsas que desalienten a los sitiados.
Amaneció el 2 de Diciembre, y a favor de las primeras luces del día se distinguieron fuertes columnas de caballería francesa en los cerros del Norte. Ya estaban allí, y no eran pocos ciertamente. Aquella mañana fue muy alegre para nosotros, porque sin motivo alguno que lo justificara, nos sentíamos tan animados, que no nos cambiáramos por los sitiadores. El peligro había acallado por el momento todas las discordias, y nuestro patriotismo nos achicaba las circunstancias desfavorables, aumentando considerablemente las ventajosas. Todo se volvía a gritar, dando vivas y mueras, pues nada cuesta triunfar de este modo con las fáciles armas de la lengua.
Nos desayunamos muy contentos con lo que las mujeres del barrio, altas y bajas, bonitas y feas nos traían en repletas cestas. También fue con la suya doña Gregoria, mas del contenido de ella no probó bocado D. Santiago, porque, según decía, en los momentos supremos no debe embrutecerse el cuerpo con viciosos regalos.
Lejos de asentir a la más mínima concupiscencia del paladar, increpó D. Santiago a los glotones, y luego, pasando revista a sus compañeros, que todos desiguales en estatura, armamento y vestido, no tenían más uniformidad que la de su vejez, ni otro aspecto respetable que el de sus canas, les arengó así:
—Muchachos, acordaos de que todos sois unos buenos chicos, y de que todos os habéis cubierto de gloria en los reales ejércitos. Ha llegado la ocasión suprema, y desde el momento en que se presenta a las puertas de Madrid ese monstruo infame, ya no pertenecéis a vuestros hogares, ya no pertenecéis a la oficina de Cuenta y Razón, ya no pertenecéis sino a la patria. Compañeros: todos sois hombres experimentados; no como estos mocosos rapazuelos que no saben coger un fusil. ¡Ya se ve! ¡Cuándo las han visto ellos más gordas! Y basta de sermones, que ahora obras y no palabras, y más vale una buena puntería que cien discursos;conque, compañeros, ¡viva Fernando VII! y sepan que los estima su amigo y seguro servidor Santiago Fernández.
Esta alocución del veterano hizo reír a muchos de sus amigos, y casi, casi… si no fuera por temor a denigrar la memoria de varón tan insigne, diría que la recibieron con chistes, jácaras y todas las zandunguerías que son propias de los españoles aun en apretadas ocasiones de la vida; pero Fernández, sin hacer caso de bromas, seguía tomando enérgicas disposiciones. Quiso también meter su cucharada en la artillería, echándoselas de gran balístico; pero le mandaron que fuera a rezar el rosario, cuyo insulto le exasperó de tal manera, que, a no reparar en consideraciones patrióticas de gran peso, habríale abierto en dos tajadas la cabeza al descomedido y grosero que tal dijo.
En confianza revelaré a mis lectores que el deslenguado y procaz que de tal modo prohibió a nuestro Gran Capitán que se acercase a los cañones, fue el insigne Pujitos, flor y espejo de los entremetidos, personaje de todas las ocasiones y de todos los sitios, a quien la suerte nos deparó también por compañero en aquella gran jornada.
A eso de las doce nos visitó el capitán general con D. Tomás de Morla, y aunque los victoreamos hasta quedar roncos, no me pareció que estaban ellos muy satisfechos. Aún permanecían allí cuando distinguimos un gran tropel de franceses por la Mala de Francia abajo y flanqueando el camino. Era la avanzada del Cuerpo de Bessieres que venía a intimarnos la rendición. Cuando el parlamentario llegó a los Pozos, poco faltó para que los más belicosos y trapisondistas le despidieran a puntapiés; pero al fin fue recibido decorosamente, y se le contestó que no nos daba gana de rendirnos.
—Como no sea por medio de artimañas, embaucamientos o pérfidas tretas, semejantes a aquella del caballo de Troya, no nos rendiremos —me dijo Fernández—. Mira qué cabizbajo se va el oficial a dar la infausta nueva a su Emperador. Me parece que veo a este pateando y arrancándose los pelos de rabia al saber nuestra respuesta.
Durante aquella tarde no volvieron parlamentarios, ni se presentó fuerza alguna francesa; pero a lo lejos distinguíamos el movimiento de las columnas, tomando posiciones y estableciendo trincheras para la artillería, lo cual indicaba que los franceses diferían la función para el día 3. Durante la noche el mariscal Ney hizo otra intimación, pero fue hacia la parte de Recoletos o puerta de Alcalá.
—¿Ves cómo no se atreven a volver acá, ni quieren más cuentas con nosotros? —dijo el Gran Capitán, cuando lo supo—; pero allá les habrán contestado lindezas. Ya se ve, comprendiendo que por las armas no pueden nada, ponen en juego melosidades, agasajos y socaliñas. Pero durmamos, Gabriel, con toda tranquilidad, pues me parece que mañana 3 tampoco habrá nada, y sabe Dios si al ver el aparato de estas intomables fortalezas, habrán decidido retirarse del lado allá de la sierra.
No necesito decir que de todo en todo se engañaba mi optimista amigo, pues cuando dormíamos a pierna suelta en la huerta de Bringas al calor de una hermosísima hoguera, nos despertaron unos tremendos cañonazos que retumbaban en todo Madrid con pavoroso ruido.
—¡A las armas! —dijo Fernández—. Levántense todos, y si cae una granada, arrojarse de barriga. Yo soy opinión de que hagamos una salida para ver de ponerle las peras a cuarto a esos de los cañoncitos. Mirad, chicos, hacia Chamberí hay una batería.
Al punto nuestros artilleros, que eran mitad de línea y mitad paisanos, se dispusieron a la defensa, y como dos de las piezas hicieran fuego, no quisimos ser menos los infantes, y allá fue una descarga sin saber contra quién.