Cuando me encajé sobre mi cuerpo aquellas prendas, todos los frailes vinieron a verme, y a porfía dijeron que nada podía pedirse en el arte y buen parecer; que el sastre, autor de tales ropas, por fuerza había adivinado las medidas de mi cuerpo, y que de tan linda manera vestido, podía echarme a buscar aventuras por las altas casas de Madrid, seguro de encontrar en alguna quien me mirase con agrado. A estas alabanzas contestaba yo con risas y bromas, pero la verdad era (y en conciencia no quiero ocultar esto aunque me desfavorezca) que yo estaba un poquillo envanecido con mi traje, y todo se me volvía dar vueltas ante un espejo; pues también en los conventos había espejos. El más satisfecho de todos era Salmón, que no cesaba de hacer reverencias ante mí, llamándome
señor duque
; y por fin lleváronme como en jubileo a la celda del prior,el cual se rió mucho, alabando con exageración mi buen empaque.
Vestido ya, vinieron a decir al fraile que un joven le buscaba con mucho empeño. Salimos los dos y en el claustro bajo hallamos a D. Diego, pálido, azorado, inquieto, el cual llegose impaciente al mercenario, y le habló así:
—Padre, la Zaina se muere y quiere confesarse.
—¡Pobre Zainilla! —exclamó el mercenario—. ¿Y qué es ello?
—Un mal que nadie conoce, ni se ha visto otro parecido, pues unos lo tienen por locura, otros por consunción, estos por reumatismo, y aquellos por melancolía. Lo cierto es que se muere sin remedio, y ahora ha dado en llorar después de dos días en que no ha hecho más que morderse, arrancarse los cabellos, e insultar a todos, a mí principalmente, llamándome necio y mentecato.
—¡Era Vd. su cortejo! —dijo con desabrimiento Salmón—. ¡Oh, entre qué gente anda metido el señor conde de Rumblar!
—Padre, dejémonos de discusiones, y vaya pronto a confesar a la Zaina, que se muere, pues ahora a ratos llora mucho y habla con razón diciendo que quiere confesar sus pecados a Dios para irse al cielo, y a ratos le entra un delirio en que dice mil disparates, y manda a todos que laven las piedras de la calle que están manchadas de sangre, y luego pregunta que cuándo acaba de pasar la estera que ya lleva tantos años y tantos siglos de estar pasando por delante de sus ojos: en fin, mil desatinos que no son para contados.
—Pues voy allá al momento; pero antes pediré licencia al prior, por ser ya de noche.
—Gabriel —me dijo Rumblar, cuando nos quedamos solos en el claustro—, ¿qué traje es ese? ¿Te has vuelto caballero?
—Amigo D. Diego —le contesté—, de menos nos hizo Dios.
—¿Y qué es de ti? No se te ve por ninguna parte. ¿Qué traes a vueltas con estos frailuchos?
—Más respeto, Sr. D. Diego, para esta buena gente —le dije—, siquiera porque estamos en su casa.
—No les puedo ver. Santorcaz que todo lo sabe, me ha contado mil cuentos indecentísimos que prueban lo mala que es esta canalla. Es preciso acabar con ellos. De veras te digo que desde que veo un fraile me horripilo. Especialmente a este Salmón, a quien llamo el padre Tragaldabas, no le puedo ver ni en estampa. Verdad es que él tampoco me adora, y seguramente es quien intrigando en casa de la marquesa ha hecho fracasar mi proyectado casamiento.
—¿Ya no se casa el señor conde? Eso no le será penoso porque me parece haber oído decir a Vd. que no amaba mucho a la novia.
—Verdad es que la tal Inés no me hace mucha gracia; pero yo estoy decidido a que sea mi esposa, porque así conviene a mis intereses. ¿Sabes? Santorcaz me ha dicho que todo hombre debe mirar por sus intereses, porque sin esto no se puede tener representación alguna en el mundo. Además él, que todo lo sabe y es más listo que el demonio, me asegura que yo tengo talento, disposición y estoy llamado a muy grandes cosas, por lo cual me dice: «Don Diego; a Vd. le es necesaria una buena posición, que le permita desplegar sus dotes».
—¿Pero Vd. no tiene por sí una desahogada posición?
—Bicoca: el patrimonio de Rumblar es de esos que hacen en las ciudades chicas un mediano papel; pero aquí apenas puedo presentarme en quinta fila. Nuestra casa ha vivido desde hace tiempo con la esperanza de que se le incorpore ese mayorazgo de Leiva que es uno de los primeros de España. Si cuando apareció Inés, como legítima heredera, mi señora mamá se disgustó mucho, luego que se concertó el casarnos para evitar pleitos y cuestiones, quedose muy satisfecha. Conque figúrate cuál será su rabia y la mía, ahora que las señoras marquesa y condesa me han dicho terminantemente que no hay nada de lo convenido. Mi madre a quien lo escribí me contesta furiosa, llamándome tonto y necio y estúpido, y amenazándome con venir a darme mil palmetazos si no llevo adelante el negocio de la boda, como puede hacerlo un caballero resuelto y de pesquis. A mí, francamente, no se me ocurre nada; pero para dicha mía tengo ahí a ese bendito Santorcaz que me aconseja como un padre de la Iglesia, y últimamente ha discurrido el más ingenioso arbitrio para que las de Leiva no se burlen de mí.
—Yo creo que al señor conde no le será difícil llegar al casamiento, y con el casamiento a la posesión del mayorazgo, con tal que esa joven esté dispuesta a darle su mano.
—Eso no, porque no estoy loco por ella, que digamos, y de buena gana renunciaría a todo, si exclusivamente de mí dependiera. Has de saber, compañero, que yo, más que todos los mayorazgos del mundo, apetezco una libertad sin límites para hacer lo que me dé la gana; ir a las logias, dar gritos en las calles cuando hay alborotos, cortejar a las mozas del Avapiés, echar un par de pesetas a un caballo de oros, y divertirme en paz y en gracia de Dios: pero Santorcaz, que es mi mejor amigo y mentor, como él dice, me tiene sujeto, y me hinca las espuelas en esto del mayorazgo, afeándome mi descuido en cuestión tan importante. Como además le debo enormes cantidades que no sé de qué modo pagarle, aquí tienes el siempre y cuándo de esta mi resolución mayorazguil. Te advierto que lo que me deslumbra y me vuelve lelo es la esperanza de poseer una renta de esas que le permiten a uno gastar y gastar y gastar todo lo que se le antoja. ¿Hay mayor gusto, muchacho, que ir un día por casa de todos los amigos y convidarlos a una merienda en el Canal, poniendo comida para más de cuatrocientas bocas, con tanta abundancia como en aquellas célebres bodas de Camacho? ¿Hay mayor gusto que visitar los interiores del teatro del Príncipe o de los Caños, y saber que no habrá entre aquellos lienzos pintados actriz española, cantarina italiana, ni bailarina francesa que no se le rinda a uno de toda voluntad? ¿Hay mayor satisfacción que dar una corrida de toros, permitiendo la entrada gratis a todo el pueblo, pagando con doble sueldo a los lidiadores y lidiando uno mismo con un traje fino bordado de plata y oro? Pues esto y aún más espero tener, si sale bien lo que hemos tramado.
Quedeme absorto y mudo, meditando en la inconmensurable degradación a que en pocos meses había caído aquel joven tan estrecha y meticulosamente educado bajo la inspección de su
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rigorosa madre; instruido tan sólo en cosas aparentemente buenas, en el temor excesivo a los superiores, en el desprecio de las novedades, en el aborrecimiento de las cosas mundanas, en el respeto a la tradición, en el encogimiento del espíritu; educado para ser gran señor, y representante de todas las virtudes patriarcales. Ved a dónde había ido a parar su imaginación atada durante la infancia con cien cadenas; ved por qué derrumbaderos tenebrosos se despeñaba salvajemente su voluntad, criada en el respeto; ved qué clase de pájaro atrevido salía de aquel huevo empollado al calor de las mezquinas ideas del siglo pasado. Verdad es que cuando aquella inocente gallina sacó al mundo su echadura, se encontró que de los rotos cascarones salían en vez de pollos otras mil alimañas desconocidas, y la infeliz cacareó con angustia, sin saber quién las había engendrado.
—Pero si ella no le quiere a Vd. tampoco —dije a D. Diego—, lo que proyecta no será tan fácil.
—Eso me parecía a mí; pero Santorcaz, que sabe más que siete, me ha llenado la cabeza de catálogos, principiando por decirme que yo era un papanatas, y burlándose de mí con tanta zunga, que al fin me enfadé y dije: «Pues yo seré más osado que Judas, y me atreveré a cuanto hay que atreverse, pues ni las de Leiva, ni Vd. ni nadie se reirán de mí».
—¿Y qué hace ahora el Sr. de Santorcaz?
—Le han hecho los franceses jefe de la policía menuda, cargo que desempeña a las mil maravillas. A todos los desafectos al nuevo Gobierno me les echa mano lindamente. Verdad es que por ahí le critican mucho, llamándole traidor; pero él se ríe de todo y dice que no hay mejor Rey que José, y que los españoles son unos animales. Esto al principio me enfadaba mucho; pero ya me he acostumbrado a oírselo decir, y yo mismo, que era antes más español que Fernando VII, ya no doy dos higos por España, y al son que me tocan bailo… Pero verás lo que tenemos proyectado. Para probarle a él y a todos sus amigos que no merezco esas burlas, he decidido que si Inés no se quiere casar conmigo voluntariamente, se casará por fuerza.
—Eso me parece difícil.
—Así lo parece: pero no lo es. Tú no tienes grandes ideas ni un corazón osado, como yo lo voy a tener ahora, de modo que no podrás comprender esto. Figúrate que consigo engañar a la muchacha, y sacarla a hurtadillas de su casa, sin que lo adviertan tías ni primas, y llevármela bonitamente a donde me diese la gana por unos días…
—Pero eso no podrá ser, porque esa honesta joven no saldrá con Vd. de su casa, y mucho menos, si como dice, no le quiere ni pizca.
—Tú eres memo, por lo que veo —me contestó con petulancia truhanesca—. Eso mismo me parecía a mí; pero Santorcaz y sus amigos me llamaron el Papamoscas de Burgos. Te advierto que es preciso tener el corazón echado para adelante, como dicen ellos, y atreverse a todo. Con tal que Inés salga conmigo… llévela yo a una casa que tenemos preparada al efecto, y después su misma familia nos echará la bendición. El siglo lo tiene dispuesto así.
Tuve que hacer un esfuerzo para refrenar la indignación que tanta bajeza me producía.
—Poco me importa —añadió—, que Inés no me ame en este momento. Yo estoy seguro de que se volverá loca por mí en cuanto nos tratemos con cierta intimidad. Todos dicen que tengo yo cierto atractivo… así… pues… un gancho para pescar muchachas… Desde que se le pase la tristeza… No sé si te he contado que allá en los tiempos en que mi novia andaba abandonada por el mundo, tuvo por novio a un perdido, un raterillo, un granuja… ¡Qué cosas se ven en el mundo! Lo más raro de todo es que le ha guardado a su galán zarrapastroso una fidelidad de novela sentimental, que causa vergüenza a todos los de la casa. Como que han tenido que hacerla creer que ese joven ha muerto, para que no deshonrara a la familia pensando en él.
—Pero nada de eso hace al caso, y cada vez veo más difícil que Vd. pueda sacar de su casa a tan honrada joven.
—Animal, claro es que no saldrá, si le digo a dónde la llevo; pero como no lo he de decir, sino que tenemos preparado un cierto artificio.
—¿Cuál?
—Ya he sobornado a Serafina, su doncella, a quien he tenido que dar una buena suma, y es seguro que mañana muy temprano saldrán las dos a dar un paseo por los jardines de palacio, encontrándose en cierto sitio solitario, donde es lo más fácil del mundo poner en ejecución mi pensamiento. Santorcaz asegura que esto saldrá muy bien, y él es quien lo dispone todo, quien prepara los coches, quien ha buscado la casa, quien ha dado el dinero para sobornar a la criada. ¡Si vieras qué interés tan grande se toma!
—Lo creo.
—Mañana temprano queda todo hecho. A esa hora la marquesa está entregada a sus devociones, la condesa no se habrá levantado aún, y el marqués estará en el primer sueño.
—Sr. D. Diego —dije disimulando la ira cuanto me fue posible—, ¿y Vd. no ve en eso una serie de repugnantes bajezas, infamias y desvergüenzas, indignas, no digo de un caballero, sino del más desarrapado chalán? El que es capaz de hacer esto, está destinado a acabar sus días en un presidio.
—Te hablaré francamente. Cuando Santorcaz y sus amigos me manifestaron su plan, sentí aquí dentro cierta repugnancia y no la oculté. Pero se rieron mucho de mí, y allí fue el llamarme zanguango, corazón de mirlo, hombre de alfeñique y otras injurias que me indignaron mucho. Al mismo tiempo, por otro lado Santorcaz me apremia para que le pague las grandes sumas que le debo, y que ya exceden a cinco años de renta de mi patrimonio. Además de esto, mi madre me manda de Bailén unas cartitas en que me pone como chupa de dómine. Dice que si no llevo adelante por cualquier medio este casamiento, soy un necio y un badulaque, y que pierdo y arruino a mi familia con mi dejadez y pazguatería. Hasta D. Paco me escribe diciéndome que seré para siempre indigno del
altísono
nombre de Rumblar, si no pesco ese mayorazgo, y ahí tienes… No hay más remedio que hacerlo. Fuera, pues, escrúpulos de monja, y adelante. Ahora voy a probar que soy un hombre hasta allí, capaz de todo y dispuesto a las más atrevidas cosas. ¿Qué te parece? ¿No apruebas mi conducta? ¿No te entusiasmas oyéndome?
—¿De modo que mañana temprano…? —pregunté con mas interés que D. Diego en aquel asunto.
—Al rayar el día. No sé si te he dicho que ella madruga mucho. Santorcaz dice que cuanto más pronto mejor. Ninguno de la familia se enterará del caso, hasta que estemos en Madrid. Ya he escrito una carta a la marquesa, fingiéndome muy enamorado y diciéndole que la fuerza irresistible de mi pasión me impele a obrar así, y otras muchas cosas muy bien puestas; como que la ha escrito Santorcaz… Pero, chico, es tarde y me retiro; quiero ver en quépara esta pobre Zaina y si se muere o no se muere. La verdad es que me quería bastante; y sabe Dios si habrá influido en su enfermedad… Como ahora me tiene loco la hermana de la Pepa Ramos… ¿La conoces tú? ¡Qué guapa y qué mona es! Adiós: me voy allá. ¿Quieres venir? ¿Qué haces aquí con esos frailucos? Pero dime: ¿has heredado por ventura? No te conozco. Mira que los frailes son muy intrigantes… adiós, adiós, que aún tengo algo que arreglar para mi viaje al Pardo a la madrugada.
Y diciendo esto, se marchó, dejándome solo en el claustro. En éste me paseaba yo, presa de la más grande agitación, cuando me avisaron la llegada del coche enviado por Amaranta para mi fuga. Al instante corrí a la calle y entrando en él, pregunté al lacayo: