—De Inglaterra, justo —repuse yo vivamente—. Me lo ha quitado Vd. de la boca.
—Y la insensata resistencia del pueblo español.
—Exactamente… la insensata resistencia…
—A pesar de todo —dijo el español—, yo dudo mucho que el Emperador pueda llevar adelante tan atrevido pensamiento, y menos ahora cuando corren rumores de que el Austria…
—¿Qué dicen los últimos despachos? Parece que el Austria se arma.
—Sí señores —respondí yo en tono profético, misterioso y sibilítico—. El Austria se arma y… no diré más.
—Pero hombre —apuntó el diplomático—. Si aquí somos todos amigos. Di de una vez todo lo que sabes.
—Dispénsenme Vds. señores —indiqué cortésmente—. De buena gana lo haría por complacer a personas tan amables; pero antes que mi deseo está mi deber, antes que la satisfacción de un capricho amistoso, la conciencia de mi discreción, cuyo inexpugnable baluarte en vano atacan galantes sugestiones o arteras amabilidades. Callaré por ahora; pero tengan ustedes entendido que el Austria… el Austria…
Los tres cortesanos se miraron, y yo examiné las pinturas del techo.
De improviso entraron dos, a quienes igualmente me presentó mi augusto tío; pero aquí fui menos afortunado, porque uno de ellos, al saludarme, me dijo con cierta malicia:
—Es muy particular. Hace tres años vi en París al señor duque de Arión y no reconozco su fisonomía en la de Vd. O yo estoy trascordado, o Vd. ha variado considerablemente.
Por mi suerte el diplomático se había apartado un poco, y además yo tuve buen cuidado de no engolfarme en conversaciones con aquel caballero. También quiso mi buena estrella que viniese a sacarme de apuros, otro que llegó de repente y con gran prisa, a decir:
—Señores, la conferencia va tomando carácter de altercado. Alzan mucho la voz y desde el corredor de Poniente se oyen los gritos. Vamos allá y oiremos algo.
Vierais allí cómo aquellos cortesanos coman por los pasillos, cómo se escurrían por los laberintos de palacio, cómo se precipitaban unos delante de otros disputándose cuál llegaba primero a pescar una noticia, una voz perdida, un gesto visto al través de un resquicio, un accidente, un destello de reales miradas, cualquier mezquindad que les fuera favorable. Yo seguí tras ellos, y salí también; atravesamos un gran salón, donde había hasta una veintena de personas de distintos uniformes; internáronse en nuevos pasillos, pasaron de sala en sala, llegando por último a un largo y oscurísimo corredor que tenía ventanas a un angosto patio. Allí había otros cinco o seis, asomados a las ventanas, y muy atentos a no sé qué, pues yo no veía nada digno de llamar la atención. Todos se acercaban con pasos quedos, chicheaban muy por lo bajo, y atendían y miraban; pero ¿qué miraban y a qué atendían?
El patio a que me refiero era muy estrecho. En la pared de enfrente había una gran ventana cuyas hojas de cristal, cerradas y por dentro cubiertas con una cortina de gasa, daban paso a la luz interior. Los gruesos cortinones de invierno estaban recogidos a un lado y otro, de modo que quedaba un triángulo de luz, con el ángulo más agudo en la parte superior. En este triángulo se dibujaban varias sombras, pero con toda precisión una sola, efecto de linterna mágica producido por la presencia de un hombre entre la luz que iluminaba aquella pieza y el hueco de la ventana. Movíase la sombra al tenor de los diversos grados de animación de la palabra, y en esta sombra y en sus irregulares movimientos fijaban la vista y el oído y la atención y el alma toda los cortesanos allí reunidos.
—Ahora hablan más bajo —dijo muy quedamente uno de ellos—, pero hace poco se han oído con claridad algunas palabras.
Y alargaban los cuerpos fuera del corredor, por ver si sus pabellones auriculares cogían al vuelo alguna sílaba. Yo también atendí; pero la verdad es que allí se oía tanto como en un desierto. Lo que sí excitó mucho mi curiosidad, fue la sombra que ocupaba el centro del triángulo. Era la de un hombre rechoncho y de cabeza redonda, con pelo corto. Notábase el movimiento pausado de sus brazos al hablar, el de su cabeza al atender; notábanse claramente las señales de asentimiento, las negaciones vagas y las fuertes; notábanse la tenacidad, la duda, el ademán de la pregunta, el de la respuesta, y tanta era la verdad con que aquella silueta reproducía a la persona misma, que hasta se creía advertir en ella la sonrisa, el fruncimiento de cejas, el asombro y cuantos modos de lenguaje posee y usa el rostro humano. Unas veces la cabeza puesta de frente, proyectaba en la vidriera una forma redonda, otras volviéndose proyectaba su perfil; luego veíamos que a su altura subía una mano y distinguíamos perfectamente el dedo índice afianzando y dando energía a la palabra; después desaparecían las manos, y los brazos, juntándose a la masa del cuerpo, indicaban que se habían cruzado; luego transcurría mucho tiempo sin que la figura hiciese ademán alguno, señal de que oía o de que meditaba, hasta que de nuevo volvía a ponerse en acción.
—Miren Vds. ahora —dijo uno de los cortesanos—, cómo dice que no, que no y que no con la cabeza.
En efecto, la sombra movió su cabeza haciendo la señal negativa por espacio de algunos segundos.
—De seguro está diciendo que no cederá a nadie sus derechos a la corona de España —indicó uno.
—Lo que indudablemente estará diciendo —habló otro—, es que pasará por todo, menos porque los ingleses se metan aquí.
—¡Quia! —exclamó un tercero—. Lo que debe de estar diciendo es que los españoles no podrán resistir mucho tiempo.
Entonces la sombra movió la cabeza en señal afirmativa repetidas veces y con mucha insistencia, acentuando con la mano aquel movimiento.
—Pues ahora dice que sí, que sí y que sí —indicó uno.
—Sin duda habla de que son indudables sus derechos de conquista.
—Y de que puede disponer del trono de España como se le antoje.
—¡Patarata! Apuesto a que no es nada de eso, sino que asegura vencerá a los ingleses.
Poco después la sombra se llevó la mano a la nariz.
—Toma tabaco —dijeron los cortesanos.
—Ya van trece veces desde que estamos aquí.
Luego la sombra acercó un bulto a su cara, inclinándola después, y se oyó desde nuestro observatorio un lejano ronquido.
—¡Se suena! —exclamaron los cortesanos.
—¡Buena señal! —dijo uno.
—¡No, sino muy mala! —añadió otro.
Después la sombra se levantó, y al instante confundiose entre otras sombras. Un momento después, separadas las demás, volvió a destacarse; pero ya estaba transfigurada, porque la cabeza redonda había desaparecido en otra mayor sombra trapezoidal. Una vez puesto el sombrero, se hubiera distinguido de cuantas sombras suele engendrar la noche, y de cuantas pueden volver de los Elíseos Campos o de los cristianos cementerios a pasearse por el mundo.
—Ya sale… —dijeron los cortesanos.
—Corramos al salón.
Y aquello no fue correr, sino volar a la desbandada.
—¿No vienes al salón? —me preguntó el diplomático.
—¿No ve Vd. que no vengo de etiqueta?
—Es verdad; pero tú… Te advierto que el Emperador se marcha. ¿Acaso vienes a hablar con el rey José?
—Yo no quiero ver al Emperador esta noche le respondí—. Aunque él me trata con bastante intimidad, y solemos jugar un poco al tute…
—¡Al tute!… hombre… eso sí que no lo sabía.
—Sí… pues decía que aunque tenemos mucha confianza, y nos tratamos como dos amigotes, no puedo presentarme así en el salón, cuando los demás van de etiqueta. Vd. no irá tampoco…
—¡Oh, sí! Yo voy al salón… porque te advierto que el Emperador al entrar me miró, y después preguntó quién era yo. De modo que ahora…
—¿Pero no le ha hablado Vd. nunca?
—Te diré, lo que es hablarle… así… pues… así como estoy hablando ahora contigo, no… pero hemos cambiado notas, y no creas… en ocasiones con la pluma en la mano nos hemos puesto como ropa de pascuas.
—¿Vd. se retirará a su aposento? Hablaremos un poco y luego me marcharé.
—¡A estas horas! No… aquí te has de quedar. No dudes que vendrá la condesa mañana temprano. Hablaremos todo lo que quieras; pero después que yo vaya al salón, y haga por ver si S. M. I. me mira otra vez, y me entera de todo lo que se dice… ¿Qué sabes tú si el rey José querrá llamarme como anoche, para que le dé un poco de conversación?
—Antes hablemos los dos de un asunto que nos interesa… es cosa de pocas palabras.
—Entremos en mi cuarto —dijo cuando llegamos al salón donde me recibió la vez primera.
—No, aquí mismo —repuse—. Ahora caigo en que tengo que marcharme, en cuanto hablemos dos palabras.
—¡Qué singular! Hombre, aquí me hielo de frío. Entremos en mi cuarto.
En efecto, pasamos a otra pieza, nos sentamos, pero aún no se habían arrellanado nuestros cuerpos en el sofá, cuando entró un criado diciendo:
—Aquí está un gentil-hombre que viene a decir a usía que el señor conde de Cabarrús quiere verle al momento.
—Al instante, corro al instante. ¡Oh, ministro amabilísimo! —exclamó el diplomático con súbita e inmensa alegría—. Primo, ahí te quedas. Vendrá Inés a hacerte compañía.
—No… que no se moleste —repuse yo con inquietud—. Esperaré solo.
—Que venga la señorita Inés —dijo el diplomático al criado.
El criado me miraba atentamente.
—Que venga mi hija —repitió el marqués—. Dile que está aquí el señor duque de Arión, su pariente; que venga al instante a hacerle compañía, porque el Emperador… digo, el rey José… digo, el ministro Cabarrús, me ha mandado llamar para consultarme un grave asunto.
Y sin esperar más, porque su impaciencia era febril, salió dejándome solo. Yo estaba tan agitado que no me era posible apreciar la extensión del tiempo que iba pasando mientras permanecía en la soledad de aquel cuarto, sin percibir otro ruido que el tic-tac de un reloj de chimenea, y el chisporroteo de los leños que en ella se quemaban. Yo no cabía en mi mismo de inquietud, de ansiedad y desasosiego, y juntamente se me representaban en espantosa lucha, la inefable felicidad de ver a Inés y el pesar de mi conciencia turbada por quebrantar una leal promesa. A veces me parecía que los minutos corrían con inconcebible rapidez, y a veces que se estaban quietos delante de mí, mirándome como geniecillos desvergonzados. Mi espíritu a ratos impaciente y lleno de amorosas ansias, me impulsaba a penetrar en las habitaciones interiores, buscando a la que no parecía; y a ratos me venían deseos de abrir la ventana, echarme por ella al jardín inmediato, y huir para siempre de aquella casa.
Sentado estaba mal, y mal estaba en pie y mal también paseándome de un ángulo a otro en la reducida estancia: el pulso y las sienes me latían con furia, y aquel violento y acompasado golpear determinó bien pronto en mí una viva calentura que me inflamaba todo. Inés tardaba mucho. «Si no viene, me muero», dije para mí, olvidándome al fin de todas las consideraciones que al principio me habían hecho temer su llegada. Pasaron no sé si horas o minutos; sólo sé que muchas ideas mías se iban quedando atrás y que venían otras a sustituirlas, para marcharse luego. De este modo apreciaba el transcurso del tiempo. El reloj avanzó mucho sin que Inés pareciese. Aquella soledad empezó a hacérseme insoportable, y la idea de que ella no vendría, se representó en mi pensamiento produciéndome un dolor inmenso. Después de mis primeras dudas, habíase entregado mi espíritu al gozo de suponer que vendría, y su tardanza me ponía en estado febril.
Arrastrado por una fuerza irresistible, sir reparar en mi situación ni en circunstancia alguna, casi ignorando lo que hacía, abrí la pequeña puerta que comunicaba aquella pieza con la inmediata. Al pasar a esta, halleme en una sala sin luz; pero como entraba alguna claridad por la puerta recién abierta, pude ver por dónde andaba. Con pasos muy quedos atravesé aquella sala, y al ver reflejada oscuramente mi imagen en los espejos, sentía miedo de mí mismo. En el testero del fondo vi otra puerta que cedió al punto a mi mano, y encontreme en una tercera sala más pequeña.
Profunda oscuridad reinaba en ella, pero al poco tiempo de estar allí, distinguí en el fondo negro una perpendicular raya de luz. Al mismo tiempo creí que sonaban voces de mujer por aquel lado, y esto, con la débil claridad, impeliome más hacia allí. Andaba muy lentamente, extendiendo las manos para no tropezar con los muebles; andaba como un ladrón, conteniendo el aliento, apagando el ruido de los pasos, creyendo que hasta las oscilaciones del aire a mi tránsito iban a delatar mi presencia a los de la casa. Yo había perdido todo dominio sobre mí mismo, y en nada reparaba más que en llegar pronto a aquella raya luminosa, tras la cual sentía más claramente ya la voz de Inés. Al fin llegué. Por la estrecha rendija no se veía nada; pero se oía. Dos mujeres hablaban.
Al poco rato una de las voces dijo algo como despidiéndose; sentí el ruido de una puerta, y todo quedó en completo silencio. Aguardé un poco. Puse luego la mano en el picaporte, y con mucha, muchísima lentitud lo fui levantando, levantando, de modo que no hiciera ruido. Cuando me pareció bastante, empujé y la puerta cedió; empujé más, y la fui abriendo poco a poco, cuidando de que no rechinara. Durante esta operación, toda mi sangre se paró dentro de mí. A medida que la puerta se abría, iba viendo todo lo que había dentro de aquella estancia. Primero vi un lecho con cortinas blancas, luego una mesa con labores de mujer, y por último, vi una figura puesta de rodillas delante de un reclinatorio, con la cabeza inclinada y oculta enter las manos en actitud de profundo recogimiento. Vuelta hacia mí aquella figura, que apoyaba la frente en el reclinatorio, no era fácil reconocerla, pues de su cabeza no se veía sino el cabello; pero yo la reconocí, y era ella misma; era Inés.