Napoleón en Chamartín (24 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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Por estos caminos siguió nuestra conversación, hasta que me entró gana de dormir. Mi amigo pidió permiso al prior para que me quedase allí todo el día y aun toda la noche, refugiado contra una injusta persecución, y me llevaron a una celda vacía, donde en lecho muy blando me acomodé, rindiéndome de tal modo el sueño, que hasta el siguiente día no di acuerdo de mí.

- XXI -

Cuando me levanté, y hube despachado el desayuno que con sus propias caritativas manos me llevó el padre Salmón, salí al claustro alto, donde mi amigo me dijo:

—Hay grandes novedades. Ayer a eso de las diez, se entregó la plaza a los franceses, una vez firmada la capitulación por el Emperador en su cuartel general de Chamartín.

—¿Y ha habido algo en los Pozos? —pregunté acordándome pesaroso del Gran Capitán.

—Creo que es el único punto donde hubo alguna resistencia, pues de todos los demás se apoderó sin dificultad el general Belliard, gobernador de la plaza.

Salió al encuentro de Salmón un fraile pequeño y viejo, que se apoyaba en un palo; hombre al parecer enfermo y de mal genio, que dijo:

—¿Sabe su merced, Sr. Salomón jaulista, las bases de la entrega?

—Hermano Palomeque, no las sé; pero creo que ha llegado fray Agustín del Niño Jesús, el cual dicen tiene una copia que le suministró un individuo de la Junta.

—¿Qué vuelta por el claustro, padre Palomeque? —dijo un frailito joven, barbilindo, ancho de cuello, pulcro de rostro, arrebolado de nariz, nimio de cerquillo y con cierto aire galán, el cual de improviso se unió a nuestro grupo.

—Lo que hay —contestó Palomeque con rabia, dando un fuerte bastonazo en el suelo—, es que anoche me han robado una gallina, de las seis que tenía en el corral, y ¡ay del pícaro zorrón si le descubro, que por nuestro santo hábito, si fuera cierta la sospecha que tengo de un fraile madamo y almibaradillo, yo le juro que me la ha de pagar!


¡Oh curas hominum! ¡Oh quantum est in rebus inane! ¡Oh cupidinitas gallinacea!
¿Y todo ese enfado es por una polla seca y encanijada, con cuyo caldo se podía administrar el bautismo?

—Basta de bromas; y si era encanijada, no la tenía yo para ningún zángano —exclamó Palomeque—. Pero a otra, y díganme de una vez en qué términos se ha hecho esa maldita capitulación. Por ahí asoma fray Agustín del Niño Jesús.

Llegó en efecto con paso grave el tal Niño Jesús, que era un fraile altísimo de estatura, moreno, de pelo en pecho, de aspecto temeroso, ojos fieros y una voz, por raro contraste, tan infantil y atiplada, que parecía salir de otra garganta que la suya. Seguíanle otros dos frailes.

—Vamos a ver, señor músico, ¿qué dice esa minuta? —le preguntó el fraile barbilindo.

—Ahora lo veredes dijo Agrages —fue la contestación del padre Agustín—. Creo que Napoleón ha aceptado todos los artículos, excepto dos o tres de los menos importantes.

—El primero —dijo Salmón—, habla de la conservación de la religión católica, sin que se consienta otra.

—Justo —respondió el Niño Jesús sacando un papel—; y el segundo de
la libertad y seguridad de las vidas y propiedades de los vecinos de Madrid
. Igualmente establece el respeto a
las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares y regulares de ambos sexos, conservándose el respeto debido a los templos, todo con arreglo a nuestras leyes
.

—Como no lo han de cumplir —indicó Palomeque—, excusado es que lo digan. Siga adelante.

—¿Para qué ha de leer más? Lo que sigue poco interés tendrá y apuesto a que habla de que si las tropas saldrán de Madrid con los honores de la guerra o no.

—Justo —dijo fray Agustín—, y también hay otro artículo en que se establece que no se perseguirá a persona alguna por opinión ni escritos políticos.

—Eso está muy mal pensado y peor resuelto —dijo otro de los presentes que era el padre Rubio, fabricador y artífice de acertijos—, porque si no quitan de en medio a los franc-masones y diaristas…

Luego el frailito almibarado, que era nada menos que maestro de teología, llegose a Salmón y le dijo:

—¿Se atreve Vuestra Paternidad a echar dos tantos a la barra esta tarde después de la siesta?

—¿Pues no me he de atrever?— contestó—. Y tú, Gabriel, ¿juegas a la barra?

—Este joven —dijo el maestro de teología con bondad—, ¿es aquel portento de las humanidades, aquel consumado latinista de quien Vuestra Merced me habló?

—El mismo que viste y calza, o por mejor decir, el segundo Pico de la Mirandola. Puede examinarlo Vuestra Merced y verá lo que son castañas.

Yo repetí que no sabía palabra de latín, y que toda mi fama en dicha lengua provenía de una equivocación.


Modestus es
—dijo el teólogo—. Y puesto que es Vd. tan gran latino, contésteme a esto: ¿qué quiere decir
Vino a lo que vino
?

—Eso no es latín, sino castellano —dijo Salmón.

—¡Oh! —exclamó el otro batiendo palmas—. Los dos se atascaron. ¿Conque castellano? Pues es tan latín como el
Arma virumque.
Vino a lo que vino
, o lo que es lo mismo
vi no aloque vino
, que traducido literalmente, quiere decir
con fuerza nado y me alimento con vino
.

—Este fray Jacinto de los Traspasos de María es un pozo de ciencia —dijo Salmón—. Gabriel, te atascaste.

—Y díganme ustedes —prosiguió el otro—, qué quiere decir
Archiepiscopi toletani onerati sunt mulieribus
?

—Eso más claro es que el agua, mi señor don teólogo —repuso Salmón—. Es una blasfemia y calumnia; pero valga lo que valiere, quiere decir, salva la intención, que los arzobispos de Toledo están cargados de mujeres.

—¡Oh gansos, oh acémilas! Ya les cogí otra vez —dijo fray Jacinto—. El
archiepiscopi
que parece nominativo plural, es genitivo singular. De la palabra que suena
mulieribus
hago dos, a saber;
muli æribus
y resulta:
los mulos del arzobispo de Toledo están cargados de riquezas
. ¡Ajajá! Pues y lo de
tú comes caracoles
, ¿qué significa?

—¡Oh! No estoy para quebraderos de cabeza —replicó Salmón—. Dejemos eso, y ya que en el latín me ha vencido, esta tarde le venceré a la barra.

—Esta tarde no —dijo Rubio—, pues fray Jacinto ha prometido venir conmigo a ver a las Constantinoplas, que están locas por conocerle.

—Y Castillo, ¿dónde está? —preguntó Palomeque.

—En misa.

—¡Oh
patres conscripti
! —dijo otro fraile que vino a toda prisa por el claustro adelante—. ¡Grandes y estupendas novedades! Han llegado tres consejeros de Castilla, y están en conferencia con el prior.

—¿Y a qué vienen esos consejeros del diantre?

—Según he olido, les manda Napoleón para que nos emboben, por ver si consigue que una diputación de regulares de todas las ordenes vaya a cumplimentarle y hacerle
randibú
en su cuartel de Chamartín.

—Antes al demonio.

—¿Conque
randibú
al azote de los pueblos, al enemigo de la religión, al carcelero de nuestro Rey? Muy bien; tras de cornudo aporreado, y vengan palos, que con besar la mano que nos los da, todo queda concluido.

—Como se han de levantar contra Napoleón hasta las piedras, y al fin ha de marcharse con su hermano, excusado es andarse con mieles.

A esta sazón llegó el padre Castillo, que venía de decir su misa, aquel discreto y agudo fraile que en casa de la señora condesa había hecho el expurgo de libros.

—Padre Castillo, ¿conque tenemos visita de consejeros de Castilla, para que nos humillemos ante Napoleón?

—No sé nada de esto.

—Yo estoy determinado a salir de Madrid e irme por esas provincias a predicar la guerra, juntando gente armada —dijo Rubio.

—Y yo, como me suelte por tierra del Barco de Ávila y eche allá cuatro sermones, levanto hasta las piedras —afirmó el Niño Jesús.

—Yo no me moveré de aquí —dijo Castillo—. En esta casa me mandan los estatutos que resida, y aquí residiré mientras no me echen. Fundose nuestra orden para redimir cautivos, no para predicar guerra ni armar soldados.

—Muy bien dicho; mas tampoco se fundópara que la patearan Emperadores y la escupieran Juntas.

—Dios hará de nuestra orden lo que fuese servido —repuso Castillo—. En tanto, nosotros nos estamos mejor en nuestra casa, que por montes y valles incitando a los hombres a matarse. Y no es que dejemos de ser patriotas. Más harán las oraciones de un fraile piadoso en pro de nuestros ejércitos, que los sermones furibundos y crueles de esos desgraciados que con los hábitos al cinto se han lanzado a la guerra. Y dígame el buen Niño Jesús, ¿le parece meritoria y digna de un cristiano y de un sacerdote la conducta de ese dominico que no quiero nombrar y que se ha señalado por sus sanguinarias excitaciones a la matanza de franceses? No, nada que sea contrario a las generales leyes de la caridad debe sacarnos de nuestra ordinaria vida.

—Con buenas retóricas se viene ahora el padre Castillo —dijo otro de los presentes—. No, si no hagámonos miel, para que nos papen imperiales moscas.

—Dígame —preguntó un tercero—, ¿ha oído decir el Sr. D. Librote y Cata-pergaminos, que Napoleón va a reducir el número de regulares a la tercera parte? Pues sí, eso está muy bonito. Apláudalo el padre Castillo. Y nosotros veámoslo y callemos, ¿no? ¡Pues me gusta! De modo que si un conquistador atrevido pone en peligro nuestro instituto, lo daremos por bien hecho.

—¿Conque reducirnos a una tercera parte? —dijo Salmón—. ¡Bonita invención! Esas son las tan decantadas novedades de los filósofos y de todos esos masones a la francesa que hay ahora.

—No disputaré sobre si es conveniente o no reducir el número de conventos —dijo Castillo—. Cuestión es esta delicada y sobre la que se podría hablar mucho. Lo que sí afirmo es que la reducción del número de regulares, y las ideas de poner coto a tantas fundaciones son bastantes antiguas, y se han ocupado de ello mil eminentes repúblicos. Ya saben todos que en el siglo pasado se ha clamoreado bastante sobre esto. ¿Y qué más? A principios del décimo sétimo siglo, cuando aún no se soñaba en enciclopedias, ni en revoluciones, ni en logias, ni en filosofías, personajes respetables y entre ellos algunos españoles sapientísimos se expresaron en igual sentido. Como me dedico a buscar papeles viejos, ¡vean mis caros hermanos la casualidad! en estos días he encontrado dos que vienen como de molde a terciar en esta contienda.

Y al punto fue a su celda, que muy cerca estaba, y volviendo con dos libros viejos, los mostró a sus hermanos.

—Aquí están —dijo—. Uno es el
Memorial que al Rey D. Phelipe III dio en su consejo de Estado fray Luis de Miranda, lector jubilado de la orden de San Francisco, acerca de la ruyna y destrucción que amenazaba a la república y monarquía de España, si con presteza no se acude al remedio.
Las causas y razones que expone son: PRIMERA,
la muchedumbre de hacienda que de secular se está convirtiendo en eclesiástica.
SEGUNDA,
las innumerables personas,
que por sus particulares fines, de seglares se hacen religiosos, sin aver de ello necesidad, antes con daño de las mismas religiones.
Esto se escribía en los primeros años del siglo décimo sétimo, y si el mal era cierto, juzguen vuestras paternidades si habrá aumentado, no habiendo nadie acudido al remedio. El otro libro se titula
Discurso del doctor D. Gutiérrez, marqués de Careaga, en que intenta persuadir que la monarquía de España se va acabando y destruyendo a causa del estado eclesiástico, fundación de Religiones, Capellanías, Aniversarios y Mayorazgos.
Esto está impreso en 1620. De modo, hermanos míos —añadió con zunga el buen Castillo—, que hace doscientos años hubo quien ya dio en la flor de decir que éramos muchos. Ahora, pues, carísimos, cada uno meta la mano en su pecho, consulte a su conciencia y pregúntese a sí mismo si cree estar de más:
intelligenti pauca
. ¿Y esas gallinas, padre Palomeque, cuántos huevos han puesto en la semana? ¿Y cómo van esas jaulas, padre Salmón? ¿Qué me dice Vuestra Paternidad de aquellos enigmillas tan reservados que le enviaron ayer las Constantinoplas, padre Rubio? ¿Halos acertado ya? ¿Y qué tal van esos toques de flauta, fray Agustín del Niño Jesús?

Y así fue dirigiendo a todos graciosas pullas, si bien ellos no se irritaban por esto, gracias al respeto que le tenían. Con esto y con la retirada de Castillo se desbarató el corro y casi todos fueron a husmear a la puerta de la celda del prior por ver si descubrían cuál era la misteriosa comisión de los consejeros de Castilla. Cuando Salmón y yo íbamos a espaciarnos un poco por la huerta, vimos un fraile anciano que leyendo devotamente su libro de oraciones se paseaba en el claustro bajo. Pregunté a mi amigo quién era aquel venerable sujeto, y me dijo:

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