Napoleón en Chamartín (20 page)

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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

BOOK: Napoleón en Chamartín
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Densa niebla envolvía la tierra, y no se percibían los lejos, lo cual hizo que figurándonos nosotros tener enfrente un formidable ejército, disparásemos cañones y fusiles en ruidosísima salva sin resultado alguno, pues los franceses no soñaban con atacar los Pozos, y las detonaciones oídas eran las de la artillería que empezaba a embestir la puerta de Recoletos.

—Cese el fuego —dijo nuestro jefe—. No nos atacan ni hay enemigos en la Mala de Francia.

—¿Pues cómo ha de haber? —dijo el Gran Capitán dando fuerte patada en el suelo—, ¿cómo ha de haber si han huido todos?

—No hay tal trinchera ni cosa que lo valga en Chamberí. Los franceses están hacia la Fuente Castellana.

—A mí no me vengan con músicas —exclamó el Gran Capitán preparando su arma—. Favorecidos de la niebla, esos miserables quieren engañarnos. Haré fuego mientras me quede un cartucho.

Seguía disparando como si quisiera acribillar la espesa cortina de niebla, por cuyo insensato acaloramiento pronto se quedó sin municiones. Y como continuaran oyéndose tiros de cañón hacia nuestra derecha, Fernández exclamaba, volviéndose a sus amigos:

—Van en retirada, valientes compañeros. Gracias a vuestro arrojo temerario, todo se acabará felizmente.

Por largo tiempo estuvimos quietos y mudos esperando con la mayor ansiedad a que de una vez se nos atacara; pero pasaban horas, y como no fuera D. Santiago, nadie veía enemigos enfrente, ni lejos ni cerca. Entre ocho y nueve el fuego de cañón y de fusilería arreció tanto por Recoletos que no dudamos era este sitio teatro de una vigorosa lucha; y al mismo tiempo como comenzase a disiparse la niebla, vimos que cesaba poco a poco aquel desdeñoso abandono en que el Emperador nos tenía, porque corrían de Oriente a Poniente algunas columnas con apariencia de tener en respeto a las cuatro puertas septentrionales.

—Gracias a Dios —dijo Fernández—, que se atreven a atacarnos. Por detrás del parador del Norte me parece que avanza un cuerpo de artillería de batalla.

No tardaron en romper el fuego contra las trincheras de los Pozos, y nuestros seis cañones, que ya rabiaban por tomar formalmente la palabra, contestaron con precisión; mas para que todo fuera desastroso, mientras la bala rasa de sus piezas nos deterioraba los espaldones, nuestros proyectiles, lanzados por la carretera adelante o hacia la derecha, apenas llegaban hasta ellos: tan inferior era la artillería española en aquel trance. Entonces comenzó una lucha, que antes que lucha debería llamarse simulacro, harto deslucida para nosotros, pues más nos hubiera valido ser destrozados por el enemigo que soportar tan cruel situación; y fue que los franceses nos cañoneaban desde muy lejos con sus piezas de superior calibre, y mientras recibíamos cada poco rato la visita de una bala rasa o de una granada, a nosotros no nos era posible hacerles daño alguno.

—Pero esos cobardes, canallas, ¿por qué no se acercan? —decía Fernández bufando de cólera—. Eso no es de caballeros, no señor; cañonearnos sin piedad destruyendo los parapetos con tanto trabajo levantados, y ponerse en donde no alcanzan las balas de aquí; eso no es de gente hidalga, y bien dicen que Napoleón ha hecho siempre la guerra de mala fe.

—¡Malditos sean! —dijo el oficial que nos mandaba—. Esta era ocasión para hacer una salida, si tuviéramos un puñado de gente de la buena que yo conozco.

—¿Pues y nosotros, pues y mis amigos, todos estos bravos muchachos de la compañía de
honrados
? —dijo el Gran Capitán dando un fuerte golpe en el suelo con la culata—. ¿Pues qué desean ellos, si no es salir para que esa canalla se marche de ahí o se ponga al alcance de nuestros fuegos?

—Lo que es eso, buenos tontos serán si lo hacen pudiendo foguearnos a pecho descubierto.

—Saldremos, sí, saldremos —insistió mi amigo—. Muchachos, os conozco en la cara el ardor sublime y el generoso patriotismo que os inflama. Rabiando estáis por cebaros en esa gentuza. ¿Salimos, señor coronel?

El coronel se rió con lástima y pena al ver la bravura del anciano. Uno de los honrados, a quienes Fernández llamaba
muchachos
, aseguró que no podía dar un paso porque el reúma se lo impedía; otro dijo que el ruido de los cañonazos le habían vuelto completamente sordo, y un tercero se tendió en el suelo de largo a largo, lamentándose de haber cogido una pulmonía por razón del mucho frío y desabrigo en que toda la noche estuvieran. Entre los demás
honrados
, había alguna gente fuerte y valerosa; pero casi todos los del grupito que rodeaba a D. Santiago, se componía de unos Matusalenes tan mandados recoger, que daba compasión verles. Cuando algunas mujeres de Maravillas y del Barquillo vinieron tumultuosamente a los Pozos y pidieron con gritos y chillidos que les dieran las armas de los ancianos, yo creo que se hizo mal en no acceder a su petición, y aunque todos ellos rechazaron indignados tan deshonrosa propuesta, sospecho que alguno pedía interiormente a la Virgen Santísima que lograran su objeto aquellas valientes semidiosas de San Antón y de la Chispería.

La defensa de aquella posición continuó por espacio de más de una hora, sin más accidentes que los que he referido. Hacíamos fuego de cañón ineficazmente, y lo sufríamos de los franceses sin poder causarles daño. Indudablemente su intención era entretenernos, mientras se verificaba el ataque formal por Recoletos; y seguros de su triunfo, no querían sacrificar hombres inútilmente, lanzándolos contra posiciones que al fin se habían de rendir. Cerca de las diez, el que nos mandaba recibió aviso de enviar a Recoletos la gente de infantería que no necesitase, y así lo hizo, tocándome a mí marchar entre los cien hombres destinados a aquella operación.

Por el camino, mientras atravesamos las calles de San Opropio y de las Flores hasta llegar a la plazuela de las Salesas, encontramos mucha gente que corría alarmadísima, dando a entender con sus gritos y agitación que la cosa iba mal. Extendiéndonos luego por la calle de los Reyes Alta
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, bajamos por la del Almirante a la ronda de Recoletos, donde reinaba gran confusión. Fuerte cañoneo se oía por detrás de la Veterinaria, edificio que Vds. habrán conocido en el solar de la comenzada Biblioteca, y también por detrás de los Hornos de Villanueva y del Pósito, hacia la puerta de Alcalá. El convento de Recoletos estaba ocupado por tropa española; pero en el momento en que nosotros llegamos casi toda la fuerza salía por ser más necesaria fuera que dentro. En el principio del ataque, la batería puesta detrás de laVeterinaria rechazó con tanta energía el empuje de los franceses, mandados en persona por el mismo Emperador, que este tuvo que retroceder a toda prisa.

Suprimid con la imaginación el barrio de Salamanca y todos los jardines y palacios del costado oriental de la Castellana: figuraos aquella casi desnuda planicie poblada por numerosas tropas francesas de todas armas, con dos frentes que operaban uno contra el Retiro y la Plaza de Toros, otra contra la Veterinaria y Recoletos, y tendréis completa idea de la situación. En el centro de aquellas tropas y en lo que hoy es parte de la calle de Serrano, poco más o menos entre el jardín llamado del Pajarito y las casas de Maroto, estaba Napoleón sereno y tranquilo, montado en aquel caballejo blanco que había pateado el suelo de las principales naciones del continente; allí estaba disponiendo los movimientos de sus soldados, y sin quitarse del ojo derecho el catalejo con que alternativamente miraba ya a este punto ya al otro. Como es fácil comprender, yo no le vi en aquella ocasión; pero me lo figuraba y me lo figuro por lo que me contara quien lo vio muy de cerca; y por cierto que aquel testigo ocular observó detenidamente algunos pormenores muy curiosos de su persona, que no nombra la historia, cuales eran ciertos monosílabos o gruñiditos que emitía mientras miraba por el anteojo, un movimiento maquinal de apretarse el vientre con la mano izquierda, repentinos fruncimientos de cejas y algunas veces una sonrisa dirigida a su mayor general Berthier. Con su anteojo, su tosecilla, sus mugidos, sus golpes en la barriga, sus polvos de tabaco y sus delgadas y finas sonrisas, el
ogro de Córcega
nos estaba partiendo de medio a medio.

Y digo esto porque la batería de la Veterinaria, después de una defensa heroica, caía en poder de los franceses, precisamente en el momento en que llegamos, refuerzo tardío, los de la puerta de los Pozos. Ya no había nada que hacer allí. ¿Podía prolongarse aún la resistencia en el Retiro? Así lo creímos en el primer momento; pero no tardamos en perder esta ilusión, porque atacado aquel sitio por treinta cañones, no tardó en entregar sus débiles tapias, que lo eran de jardín y no de fortaleza. Así es que mientras un regimiento de voluntarios y otro de ejército recibían a tiros con admirable arrojo en Recoletos a la primer columna francesa que se destacó a apoderarse de la puerta, los defensores del Retiro, faltos de recursos, de armas y de jefes, retrocedían al Prado, fiando la defensa a las barricadas de la calle de Alcalá. El momento aquél lo fue de gran pánico y de consternación; pero la verdad es que entre mucha gente apocada, la hubo también resuelta y decidida.

Perdido al fin Recoletos, corrimos todos por la calle del Barquillo hacia la de Alcalá, y cuando llegamos, ya los franceses eran dueños del Pósito, del palacio de San Juan, y procuraban apoderarse de San Fermín y de la casa de Alcañices. Fue muy mala idea la de construir la gran barricada más arriba del Carmen Calzado, dejando al descubierto la calle del Turco y todos los edificios del extremo de aquella gran vía; así es que los imperiales, apoderáronse fácilmente de estos y abriéndose paso después por el interior a la citada calle del Turco, dominaron de tal modo la posición, que al cabo de un cuarto de hora de estéril tiroteo, vimos que era preciso buscar la nuestra un poco más arriba, entre Vallecas y el callejón de Sevilla.

Se hacía fuego tenazmente desde los balcones de ambos lados de la calle, y no había casa alguna que no fuese improvisada fortaleza, pues la tenacidad de nuestros paisanos era tanta, que no les acobardaba ver la creciente ventaja del enemigo, su inmensa fuerza y arrogancia. La población, antes indecisa, cobraba ánimos al verse invadida, y un furor parecido al del 2 de Mayo inflamaba el pecho de sus habitantes. Escenas parciales de encarnizada y cruel lucha se repetían a cada rato en las casas invadidas; batíanse con ferocidad a arma blanca los que no la tenían de fuego, y el Emperador pudo ver muy de cerca aquella enajenación popular, y aquel divino estro de la guerra, que varias veces mostró no comprender en paisanos y menos en mujeres.

En medio de esta refriega se hizo la tercera intimación, y cuando creímos que nuestros jefes contestarían a ella mandando redoblar el fuego, observamos que este cesaba en la gran barricada, y que a todo escape corría a caballo el marqués de Castelar hacia la casa de Correos, donde estaba la Junta permanente.

—¿Qué hay, Sr. D. Diego? —pregunté a este viéndole venir hacia mí, con su escarapela de
honrado
—. No sabía que también estaba usted entre nosotros.

—He estado en el Retiro desde el amanecer —me contestó—. Pero ¿qué se había de hacer, con tan mala y tan poca artillería?

—¿Pero por qué ha cesado el fuego?

—El marqués de Castelar ha pedido una tregua para consultar a la Junta. Creo que habrá capitulación. ¿Has visto a Santorcaz?

—¿Yo?… Ni ganas.

—Pues te andaba buscando ayer tarde con mucho empeño.

—¿También se ha batido D. Luis?

—Vaya: en el Retiro estaba hace poco gritando como un furioso y jurando matar a los que nos han hecho traición. Pero luego nos ha aconsejado que nos retiremos a nuestras casas, porque es imposible pelear contra los franceses.

Subía la calle arriba mucha gente del bronce, gran número de honrados, voluntarios y algunas mujeres, y según las imprecaciones que oí en boca de todos, se comprendía que los defensores de Madrid no habían recibido bien la suspensión de armas.

—¡Como que les han untao! —decía un majo de trabuco y charpa.

—¡Que nos han vendío! —exclamaba una mujer, en quien me pareció reconocer a la viuda de Chinitas.

—Si cojo a Castelar por delante me lo como.

—Ya me percataba yo que el Tomasillo Morla estaba vendido al Tuerto. ¿Cuánto va a que él puso los cartuchos de arena?

—¡Más vale morir que rendirse! Canallas, cobardes: si tenéis miedo, quitaos de en medio, y dejadnos a nosotros.

—Compañeros, antes que la corte de las Españas y la mapa del mundo, que es Madrid, caiga en poder de los gabachones, tuertos, botelludos, dejémonos matar tras esas piedras.

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