Naufragio (23 page)

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Authors: Charles Logan

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Naufragio
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Se sentó indeciso durante algunos minutos, y luego comenzó la marcha hacia el interior. Hora y media más tarde se encontraba junto a la ancha franja de la capa vegetal y se puso a preparar su fogata.

La empezó a cortar con el cuchillo, pero descubrió que tardaba demasiado tiempo en conseguir un montoncito de cintas cortadas. Luego pensó que mejor sería averiguar si ardería bien y cuánto duraría un montón de unos diez kilos de peso. Para conseguir una llama conectó dos cables al generador e intentó que formaran arco contra el trozo de cinta de aspecto más deteriorado. Todo lo que obtuvo fue un ligero chamuscado y un poco de humo, pero nada que ardiera en forma de llama.

Después de diez minutos de concentración intensa, manteniendo los cables a la distancia justa para que saltara la chispa, se encontró sudando y con la sensación de comportarse de nuevo como un estúpido o un inútil. No podía conseguir fuego, y se encontraba a kilómetros de distancia de la roca saliente, que había sido algo acogedor, porque tenía un poco de techo y una pared a su espalda. Dormir directamente al descubierto era ahora incluso peor, y el silencio era opresivo. Debería de haberse quedado cerca del mar, con su ruido ambiente agradable. La luz estaba ahora desvaneciéndose, y no sería capaz de regresar a la costa antes de que cayera la oscuridad total, y si llegaba entonces tampoco podría encontrar aquella roca.

Se sentó junto a la vagoneta sintiéndose deprimido y ridículo. Le costaba creer que realmente iba a tener que dormir al aire libre en esta inmensidad silenciosa y desolada. Un profundo abismo de soledad total se abrió ante él, y se sintió a punto de llorar. Su contacto con los extraños había debilitado sus defensas contra aquel viejo enemigo. Antes logró desarrollar una especie de costra, un hábito mental que había distanciado un tanto la soledad, pero ahora le asaltaba hasta el fondo de su corazón.

Llegó la oscuridad, y ya no podía distinguir nada excepto el resplandor apagado de su propio traje blanco, el bulbo oscuro de la capa de cintas a un lado, y un brillo grisáceo y verde en el cielo que no hacía sino separarlo de la tierra.

La alarma del traje sonó en su oído, indicándole que el suministro de aire se encontraba ahora en la reserva de emergencia y que necesitaba ser recargado. Conectó la lámpara del pecho, y con su luz deslumbrante dispuso el generador y el purificador de aire. Colocó dos depósitos adicionales y los conectó con su depósito de la espalda para ahorrarse la molestia de volverlos a cargar luego en la oscuridad. Al ir pasando el aire al interior de los depósitos dudó si debería quitarse el casco unos minutos. Había estado en el interior de él quince horas, mucho más tiempo que nunca; se notaba la cara sucia y los ojos viscosos, y tenía muchas ganas de frotarse la cara con las manos. Necesitaba también sonarse las narices, aclarar la garganta y escupir; con el casco quitado podría beber también un poco de la ración precintada que llevaba en la vagoneta.

La soledad y la ansiedad le pusieron nervioso, así que soltó los amarres del casco y se lo quitó. El viento frío le hacía boquear —olvidaba siempre el frío que hacía, ahora que se había acabado el verano—. Mientras respiraba a fondo sintió un cosquilleo en la garganta. Se frotó la cara vigorosamente y se limpió los ojos. Respiró otra vez y tosió; luego le dio un ataque de tos que vació sus pulmones. Esto le recordó que debía sonarse las narices, y entonces sintió el olor de la cubierta de cintas, un olor áspero, agudo, ocre, como de una tela ardiendo o de un metal caliente. No podía determinar a qué olía, pero el olor era horrible y en ese momento le sobrevino un ataque de tos durante varios minutos. Le costaba respirar, y el olor hacía que le picaran las narices por dentro.

Cuando se encontró parcialmente recobrado, volvió a ajustar el casco, habiendo decidido no respirar nunca más esa sustancia. El cosquilleo de la garganta le hacía toser de nuevo, aunque trataba de luchar contra la tos. Si todo esto se lo había causado el simple olor, si hubiera respirado el polen habría muerto. De todos los momentos que pudiera haber elegido para su primer olfateo, éste debía de haber sido el peor. Ya era bastante duro tener que dormir al aire libre y de mala manera para que ahora además tuviera un ataque de tos; así estaría seguro de no poder conciliar el sueño en absoluto.

Su malestar aumentó al recordar que se había olvidado de tomar un trago cuando tenía el casco quitado. La bebida tal vez le hubiera suavizado la garganta. Bebió casi todo el líquido que le quedaba en el suministro del traje, y decidió comer y beber de las raciones extra de la vagoneta cuando pudiera alejarse dos o tres kilómetros de la capa de cintas por la mañana. Entonces tendría que quitarse el casco como fuera, después de haber pasado dieciocho horas más enjaulado en él.

Se tendió sobre la cubierta de cintas. Eso era al menos una ventaja —tenía un lecho suave— pero tenía que tumbarse sobre el costado debido a la mochila de la espalda, que no podía quitar. Se puso en pie otra vez, buscó la pila de cintas cortadas que debieran haber sido su fuego de campamento, y con ellas hizo una almohada, no porque quisiera estar blando, sino para que el casco formara un ángulo recto con el cuerpo. Se puso en pie de nuevo para cavar un agujero a un lado, y así el saliente de la mochila podría encajarse bien y no le haría rodar. Luego se puso en pie una vez más para traer la vagoneta y ponerla a su lado. Lo hacía para que ese lugar se pareciera un poquito a su casa.

Nada más tumbarse se sintió inquieto, porque el traje no estaba preparado para que nadie durmiera dentro de él. Si pudiera dormir de pie como un caballo hubiera estado más cómodo. El cosquilleo de la garganta le volvía y la nariz le goteaba. Tenía que tragar los mocos continuamente, y eso no beneficiaría a su estómago. Intentó calmarse y dormir, pero sus pensamientos se agitaban y se sentía desesperadamente solo. Le parecía estar condenado: todo lo que había logrado hacer desde el naufragio era agarrarse de un clavo ardiendo, pero nadie podría salvarle de este mundo salvaje. ¿Acaso podría vencer él en su lucha contra todo un planeta? No podía unirse a aquellas extrañas criaturas ni vivir con ellas; tan sólo podía llamarlas a través de un abismo insalvable. La distancia entre las especies es tan amplia como la distancia entre las estrellas.

Se quedó adormilado y soñó con extraordinaria claridad. Eran sueños en colores vividos. Parecía estar volando y saltando por el aire sin ningún esfuerzo, totalmente exaltado. Se despertó para quedar dormido de nuevo; luego vinieron pesadillas aterradoras; se ahogaba en el mar, le aplastaba la roca saliente, le ejecutaban lenta y concienzudamente los oficiales de la nave. Durante varias horas alternaron los sueños bellos y apasionantes y las pesadillas terroríficas, en un ciclo mental que nada ni nadie podía alterar. Se despertaba para quedar otra vez dormido, y para soñar, y así continuaba hora tras hora: estaba atrapado sin remedio. Cuando despertaba, su desfallecimiento era tan grande que no podía ponerse en pie, e incluso cuando llegó la luz del día continuó allí tumbado, inmerso en sueños.

Era casi mediodía cuando finalmente se despertó y descubrió que podía levantarse. Se encontraba atontado y cansado, y el sabor de su boca le recordaba el olor de esa maldita cubierta de cintas. Los dos depósitos de repuesto tumbados en el suelo y enlazados por cables al depósito de aire del traje le impedían moverse y le recordaron que debería comprobar inmediatamente el aire. Si no hubiera acoplado el suministro doble de aire, estaría ya muerto a estas horas, y en realidad sólo lo hizo por pereza, porque no le apetecía molestarse en hacerlo a media noche. Comprobó la hora con el polarímetro. Había estado durmiendo casi veinticuatro horas, y era el peor sueño que jamás había tenido. Al recordar las pesadillas y el dolor de su cuerpo, se dio cuenta de que debió de estar enfermo o drogado. ¿Le habría drogado el olor de la capa de cintas? Se asustó al recordar que la capa de cintas estaba llena de alcaloides semejantes a los narcóticos de la Tierra. Sólo la había olido unos minutos, y ello le había bastado para emprender un «viaje» de veinticuatro horas.

Necesitaba desesperadamente beber un trago —nunca había sentido una sed tan intensa— y sabía que si no lo hacía nunca más regresaría a la nave. Puso todo el equipo en la vagoneta y emprendió la marcha hacia la costa más cercana, en el lado oriental. Se alejaría cinco kilómetros de la capa de cintas y unos veinte de la nave.

Antes de iniciar la marcha se encontraba ya cansado y enfermo debido a los efectos de los alcaloides en su sistema y por no haberse quitado el traje espacial durante casi dos días. El recorrido iba a ser una auténtica prueba de resistencia.

Cuando llegó a la orilla del mar notó, con alivio, que el viento venía del mar con dirección sur. Rápidamente se quitó el casco, bebió un largo y rápido trago y comió luego un poco, estornudó, se frotó los ojos y rápidamente se puso de nuevo el casco. Lo hizo todo en menos de medio minuto, y el estómago hizo ruidos y protestó por el esfuerzo repentino de tener que apechugar comida y bebida con esa prisa.

Tenía que descansar; estaba claro; no podía continuar. Por eso se tumbó en la arena unos minutos. Quedó inconsciente casi al instante.

Al despertar quedó totalmente desorientado durante varios segundos; no tenía idea de dónde se encontraba. Cuando lo recordó, apresuradamente verificó la hora. Estaba atardeciendo; dentro de tres horas sería otra vez de noche, y aún se encontraba a veinte kilómetros de la nave Quizá pudiera lograrlo. Estaba ahora en contacto por radio con la nave, y podía sintonizar el maser direccional. Llamó al computador y le ordenó que conectara las luces exteriores de la nave, para poder verlas en la oscuridad. Aún se sentía cansado, porque el último sueño no le había refrescado, y se notaba sucio, sudoroso, y olía a cerdo en el interior de su traje. Inició la marcha siguiendo la costa, decidido a llegar hasta la nave. Era ya de noche cuando llegó, pero no tuvo mayores desgracias; habían sido bastantes para un solo día.

A la mañana siguiente, con algo de tos y con una sensación de cansancio y de depresión, analizó con calma su situación. No podía vivir con la capa de cintas: eso era evidente. Aunque no fuera directamente tóxica, su olor era demasiado desagradable y dañaría su mente con sus efectos narcóticos; si viviera intoxicado en un mundo como éste, no duraría mucho. Así que no podía permitir que la nave quedara contaminada con las moléculas de aroma que desprendía, y, sin embargo, esto era lo que ocurriría cuando se agotara la película de aislamiento. Cuando saliera al exterior siempre podía llevar el traje espacial y respirar aire purificado, y cuando el traje se gastara le quedaban aún diecinueve más. No necesitaba respirar para nada el aire de este mundo directamente. La esclusa de aire continuaría funcionando mientras funcionara la nave, y el aire de la esclusa exterior continuaría vaciándose cada vez que él entrara; pero siempre que pasara al interior de la nave por la compuerta interna introduciría algunas moléculas y gérmenes extraños, y éstos tenderían a permanecer dentro del sistema de aire de la nave, de circuito cerrado, como una constante irritación y un constante peligro. El problema estaba en la película de aislamiento, y en el efecto devastador de que era capaz hasta un puñado de moléculas extrañas.

Tendría que alejarse lo más posible de la capa de cintas antes de que el aislamiento se acabara, lo que significaba dirigirse al extremo sur de la isla, donde la península en curva se adentraba en el mar. Allí se encontraría a unos trece kilómetros de la capa de cintas, y a más de tres kilómetros también de los «relojes de arena» más próximos.

Al volver a meditarlo, vio más ventajas en ese desplazamiento. Allá abajo estaría en el lado sur de la isla, y podría reunirse con las criaturas marinas sin tener que hacer viajes de cincuenta kilómetros. Duplicaría el rendimiento de los generadores de viento. Y había algo más: se encontraría cerca de un lugar donde crecían en abundancia las plantas marinas, y eso era lo único que valía la pena convertir en comida.

Su gran obstáculo era la torre de la nave, y la plataforma de la cima. Estaba muy orgulloso de ese trabajo hecho por sus propios medios, una victoria sobre este mundo lleno de frustraciones. No estaba unida a la nave que, por lo tanto, podría moverse sin ningún impedimento, pero tendría que dejarla atrás, y quedaría enhiesta e inútil en el desierto, como una especie de locura, o un monumento a las falsas esperanzas y a los esfuerzos desperdiciados.

La plataforma podría llevarla con la nave: en realidad, tendría que hacerlo porque no podría colocarla allá arriba sin la torre como andamiaje. Los generadores que estaban sobre la plataforma tendrían que quitarse antes del despegue, en prevención de accidentes, porque eran demasiado valiosos para correr el riesgo de perderlos, pero, ¿dónde los pondría? No podía llevarlos al interior de la nave porque no estaban aislados. Claro que… Veamos. Los podía entrar por la película de aislamiento, recubriendo cada uno de ellos por separado y depositándolos en los almacenes. Esto contradecía las ordenanzas, pero ¿qué más daba? Él era, aquí y ahora, quien dictaba las normas. A su llegada podría sacarlos de nuevo al exterior, cortar la película de aislamiento y volverlos a poner en marcha. En verdad, también podía hacer lo mismo con la vagoneta grande y con todo el equipo de la cueva bajo la capa de cintas, y con el equipo de perforación. Aquel depósito de protozoos tendría que abandonarlo, pese a todo; era demasiado grande para meterlo en la nave, y era también demasiado grande para hacerlo pasar incluso por la esclusa de aire.

Lo que más le molestaba era la idea de perder la torre. Era muy fácil subir por ella a la plataforma, y servía como de balcón exterior de la compuerta de aire, muy útil. Odiaba tener que perderla; además, ¿cómo colocaría los generadores otra vez en la plataforma?

Tendría que intentar llevársela con él.

Pidió al computador que calculara el peso de la torre, según los planos, y el peso específico de la madera. La respuesta instantánea fue: cincuenta y dos toneladas. Era demasiado peso para colgarlo de la nave. Preguntó de nuevo al computador cuál sería el peso sin el pie cónico sobre el que descansaba la torre. Veintiséis toneladas, fue su respuesta. No era extraño que a la torre nunca la balanceara el viento. Decidió separar los pies del resto de la torre, y atarla a la nave con cuerdas y con cables.

Saqueó los almacenes en busca de algo que pudiera servirle de cuerda. Había sesenta metros de cuerda de nylon en tiras de seis metros, treinta metros de cable eléctrico, un rollo de alambre, laminados de plástico fuerte que podría cortar en tiras y que luego uniría. Había sacos de dormir y ropa para la tripulación ausente, que podía rasgar y utilizar. Estuvo tres días haciendo cuerdas con esos materiales diversos, y dos días más atando la torre a la nave, anudando primero la cuerda o cable a los maderos de la torre, pasándolo luego alrededor de la nave y atándolo a los maderos del otro lado de la torre. Comenzó desde abajo, donde la nave era más ancha, y continuó atando hasta cubrir unos dos tercios de la altura de la nave. Más arriba el casco comenzaba a reducir su diámetro hacia el morro en punta y, en consecuencia, la torre quedaba separada de la nave. Necesitaba atar la torre a la nave para que quedara prieta, y en el casco habían pocos salientes que pudiera utilizar para anudar las cuerdas. Utilizó un torno de engranaje para que la cuerda quedara lo más tensa posible en cada vuelta en torno al casco de la nave, y esperaba que el engarce de la cuerda contra el metal resistiera los pocos minutos de vuelo.

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