No abras los ojos (19 page)

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Authors: John Verdon

Tags: #novela negra

BOOK: No abras los ojos
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Justo a las 17.00, bajo un cielo plomizo, Gurney giró por el camino de tierra y grava que subía por la colina a su casa de campo. A más de un kilómetro del camino, atisbó un coche por delante de él, un Prius de color verde grisáceo. Al subir por aquella senda polvorienta, le fue quedando cada vez más claro que los ocupantes del coche eran los misteriosos invitados a la cena.

El Prius redujo cautelosamente la velocidad al entrar en el camino bacheado que atravesaba el prado hasta la zona de hierba apelmazada contigua a la casa que servía de aparcamiento informal. Un segundo antes de que salieran, Gurney lo recordó: George y Peggy Meeker. George, profesor de Entomología retirado, de sesenta y pocos años: una mantis religiosa larguirucha de hombre; y Peggy, una trabajadora social cargada de vitalidad de cincuenta y pocos que había convencido a Madeleine para que aceptara su actual trabajo a tiempo parcial. Cuando Gurney aparcó, los Meeker sacaron del asiento de atrás una fuente y un cuenco cubierto con papel de aluminio.

—¡Ensalada y postre!—gritó Peggy—. Siento que lleguemos tarde. ¡George perdió las llaves del coche!—Al parecer le resultaba al mismo tiempo exasperante y entretenido.

El hombre levantó la mano en un gesto de saludo, acompañado por una mirada agria a su mujer. Gurney solo logró esbozar una pequeña sonrisa de bienvenida. La forma de comportarse de George y Perry, cómo se trataban, le incomodaba porque se parecía demasiado a lo que ocurría entre sus padres.

Madeleine salió a la puerta, dirigiendo su sonrisa a los Meeker.

—Ensalada y postre—explicó Peggy, entregándole los platos tapados a Madeleine, quien hizo sonidos apreciativos y marcó el camino hacia la gran cocina de la granja—. ¡Me encanta!—exclamó Peggy, mirando a su alrededor con los ojos bien abiertos en una expresión de aprecio, la misma reacción que había tenido en sus dos visitas anteriores, y añadió, como siempre hacía—: Es la casa perfecta para vosotros dos. ¿No crees que encaja perfectamente con sus personalidades, George?

Él asintió en señal de conformidad, mirando las carpetas del caso que había sobre la mesa, inclinando la cabeza para leer las descripciones del contenido abreviadas de las cubiertas.

—Pensaba que estabas retirado—le dijo a Gurney.

—Sí. Es solo un breve trabajo de asesoría.

—Una invitación a una decapitación—dijo Madeleine.

—¿Qué clase de trabajo de asesoría?—preguntó Peggy con interés real.

—Me han pedido que revise las pruebas de un caso de asesinato y sugiera alternativas para la investigación, si parecen justificadas.

—Suena fascinante—dijo Peggy—. ¿Es un caso que ha salido en las noticias?

Vaciló un momento antes de responder.

—Sí, hace unos meses. Los periódicos sensacionalistas se refirieron a él como el caso de la novia masacrada.

—¡No! Vaya, ¡es increíble! ¿Estás investigando ese asesinato horrible? La mujer joven que fue asesinada con su vestido de boda. ¿Qué pasó exactamente…?

Madeleine intervino, con un volumen demasiado alto dada la proximidad de sus invitados.

—¿Qué puedo traeros de beber?

Peggy no apartó la mirada de Gurney.

Madeleine continuó, en voz alta y alegre.

—Tenemos un pinot gris de California, un Barolo italiano y un Finger Lakes no se cuántos con un nombre bonito.

—Barolo para mí—dijo George.

—Quiero oír los detalles de este asesinato—declaró Peggy, que añadió, como si fuera una ocurrencia de última hora—: cualquier vino está bien. Menos el del nombre bonito.

—Yo tomaré Barolo, como George—dijo Gurney.

—¿Puedes despejar la mesa ahora?—preguntó Madeleine.

—Por supuesto—dijo Gurney. Se volvió y empezó a juntar las muchas pilas de papeles en unas pocas—. Debería haberlo hecho esta mañana antes de mis reuniones en Tambury. Ya no puedo recordar nada.

Madeleine sonrió amenazadoramente, cogió un par de botellas de la despensa y se dispuso a extraer los corchos.

—¿Entonces…?—dijo Peggy, todavía mirando a Gurney con expectación.

—¿Cuánto recuerdas de las noticias?—preguntó.

—Una mujer exuberante asesinada con un hacha por un jardinero mexicano loco unos diez minutos después de casarse nada menos que con Scott Ashton.

—O sea, que sabes quién es.

—¿Saber quién es? Dios, todo el mundo… Espera, deja que lleve eso. En el mundo de las ciencias sociales todos conocen a Scott Ashton, o al menos su reputación, sus libros, sus artículos de periódico. Es el terapeuta más puesto en temas relacionados con los abusos sexuales.

—¿El más apuesto?—bromeó Madeleine, acercándose con dos copas de vino tinto.

George se carcajeó, un extraño sonido de su cuerpo, que era como un palillo.

Peggy hizo una mueca.

—No he elegido bien las palabras. Debería haber dicho el más famoso. Muchas terapias de vanguardia. Estoy seguro de que Dave puede contarnos un montón de cosas más. —Aceptó la copa que Madeleine le ofreció, dio un sorbito y sonrió—. Buenísimo, gracias.

—Así que mañana es el gran día, ¿eh?—dijo Madeleine.

Peggy pestañeó, confundida por el cambio de tema.

—El gran día—repitió George.

—Un hijo no se va a Harvard todos los días ¿verdad?—dijo Madeleine—. ¿Y no nos has dicho que iba a especializarse en biología?

—Ese es el plan—dijo George, siempre un científico cauto. Ninguno de los dos mostró mucho interés por el tema, quizá porque era el tercero de sus hijos en seguir esa senda y todo lo que se podía decir ya se había dicho.

—¿Todavía das clases?—Peggy dirigió la pregunta a Gurney.

—¿Te refieres a la academia?

—Conferenciante invitado, ¿no?

—Sí, lo hago de vez en cuando. Un seminario especial sobre operaciones secretas.

—Da un curso sobre la mentira—dijo Madeleine.

Los Meeker rieron con incomodidad. George apuró su copa de Barolo.

—Enseño a los buenos cómo mentir a los malos para que los malos les digan a los buenos lo que necesitamos saber.

—Esa es una definición—comentó Madeleine.

—¡Tendrás grandes historias que contar!—dijo Peggy.

—George—dijo Madeleine, colocándose entre Peggy y Gurney—, deja que te llene la copa. —Él se la pasó, y Madeleine retrocedió hacia la isleta de la cocina—. Tiene que ser agradable que tus hijos sigan tus pasos.

—Bueno…, no enteramente mis pasos. Biología, sí, en un sentido general, pero hasta el momento ninguno de ellos ha manifestado el menor interés por la entomología, y mucho menos por mi propia especialidad de aracnología. Por el contrario…

—Eh, si no recuerdo mal—lo interrumpió Peggy—, ¿vosotros tenéis un hijo?

—David tiene un hijo—dijo Madeleine, volviendo a la isleta y sirviéndose un pinot grigio.

—Ah, sí. Tengo el nombre en la punta de la lengua, algo con L…, ¿o era con K?

—Kyle—dijo Gurney, como si fuera una palabra que rara vez pronunciaba.

—Está en Wall Street, ¿no?

—Estaba en Wall Street; ahora está en la Facultad de Derecho.

—¿Una víctima del estallido de la burbuja?—preguntó George.

—Más o menos.

—Un desastre clásico—entonó George desde la atalaya del intelectual—. Un castillo de naipes. Hipotecas de un millón de dólares repartidas como caramelos a niños de tres años. Millonarios y peces gordos saltando desde las torres de las altas finanzas. Grandes banqueros que cavan sus propias tumbas. Lo único malo es que nuestro Gobierno en su infinita sabiduría decidió resucitar a los cabrones idiotas, devolverles la vida con el dinero de nuestros impuestos. Debería haber dejado que la escoria de la Tierra de los directores generales se pudriera en el Infierno.

—¡Bravo, George!—dijo Madeleine levantando la copa.

Peggy lo fulminó con una mirada gélida.

—Estoy segura de que no incluye a tu hijo entre los malvados.

Madeleine sonrió a George.

—¿Estabas diciendo algo sobre las carreras de tus hijos en el campo de la biología?

—Ah, sí. Bueno, en realidad no. Estaba a punto de decir que el mayor no solo no está interesado en la aracnología, sino que afirma que sufre aracnofobia—dijo como si fuera el equivalente a la fobia a la tarta de manzanas—. Y eso no es todo, ni siquiera…

—Por el amor de Dios, no pongas a George a hablar de arañas—intervino Peggy, interrumpiéndolo por segunda vez—. Me doy cuenta de que son las criaturas más fascinantes de la Tierra, con beneficios sin fin, y etcétera, etcétera, pero ahora mismo preferiría oír algo más del caso de asesinato de Dave que de la araña peruana.

—Yo votaría por la araña peruana. Pero supongo que puede esperar—dijo Madeleine, que tomó un largo trago de vino—. ¿Por qué no os sentáis todos junto a la chimenea y acabáis el tema de las decapitaciones mientras doy los últimos toques a la cena? Solo serán unos minutos.

—¿Puedo ayudar?—preguntó Peggy. Parecía que estaba tratando de sopesar el tono de Madeleine.

—No, todo está listo. Gracias de todos modos.

—¿Estás segura?

—Sí.

Después de otra mirada inquisitiva, se retiró con los dos hombres hacia las tres sillas acolchadas del otro extremo de la sala.

—Muy bien—le dijo a Gurney en cuanto se acomodaron—, cuéntanos la historia.

Cuando Madeleine los llamó a la mesa para cenar, eran casi las seis y Gurney había relatado una historia razonablemente completa del caso hasta la fecha, incluidos sus giros y cabos sueltos. Su narración había sido dramática sin ser sangrienta; había insinuado posibles enredos sexuales sin asegurar que eran la esencia del caso, y había sido tan coherente como le permitían los hechos. Los Meeker habían escuchado con atención y sin decir nada.

Ya en la mesa—a medio camino de la ensalada de espinacas, nueces y queso Stilton—empezaron a llegar los comentarios y las preguntas, sobre todo por parte de Peggy.

—Así que si Flores fuera homosexual, el motivo de matar a la novia serían los celos. Pero el método suena psicótico. ¿Es creíble que uno de los psiquiatras más destacados del mundo no se haya fijado en que el hombre que vivía en su propiedad era un loco de remate capaz de cortarle la cabeza a alguien?

—Y si Flores no era homosexual—dijo Gurney—, ese motivo desaparecería, pero todavía tendríamos que tratar con la parte del «loco de remate» y el problema de que Ashton no se diera cuenta de ello.

Peggy se inclinó hacia delante en su silla, haciendo un gesto con el tenedor.

—Por supuesto, que no fuera homosexual encaja con que estuviera teniendo una aventura con la mujer de Muller, y que huyeran juntos, pero deja el hecho de que estuviera «loco de remate» como única explicación del asesinato de la novia.

—Además—dijo Gurney—, tenemos a Scott Ashton y a Kiki Muller sin darse cuenta de que Flores está chiflado. Y hay otro problema: ¿qué mujer iba a huir voluntariamente con un hombre que acaba de cortarle la cabeza a otra mujer?

Peggy se estremeció al pensarlo.

—No me lo imagino.

Madeleine habló con un suspiro de aburrimiento.

—No pareció molestarles a las mujeres de Enrique VIII.

Hubo un silencio momentáneo, roto por otro suspiro de George.

—Supongo que podría haber una diferencia—aventuró Peggy—entre el rey de Inglaterra y un jardinero mexicano.

Madeleine estudió una de las nueces de su ensalada y no contestó.

George intervino en la pausa de la conversación.

—¿Qué hay del tipo con los trenes eléctricos, el
Adeste fideles
y demás? Supongamos que los mató a todos.

Peggy puso mala cara.

—¿De qué estás hablando, George? ¿Quiénes son todos?

—Es una posibilidad, ¿no? Supongamos que su mujer es un poco zorra y se acostaba con el mexicano. Y quizá la novia era un poco zorra y también se había acostado con el mexicano. Quizás el señor Muller decidió matarlos a todos, deshacerse de la basura: dos zorras y su Romeo barato.

—¡Dios mío, George!—gritó Peggy—. Parece como si te resultara bien lo que les ocurrió a las víctimas.

—Todas las víctimas no son necesariamente inocentes.

—George…

—¿Por qué dejó el machete en el bosque?—intervino Madeleine.

Después de una pausa durante la cual todos la miraron, Gurney preguntó:

—¿Es la pista lo que te preocupa? La senda de olor que va hasta un punto y luego se detiene.

—Me molesta que dejaran el machete en el bosque sin razón aparente. No tiene sentido.

—En realidad—dijo Gurney—, es una gran cuestión. Examinémosla más de cerca.

—Mejor que no. —La voz de Madeleine era controlada, pero iba subiendo de volumen—. Siento haberlo mencionado. De hecho, toda esta discusión me está revolviendo el estómago. ¿Podemos hablar de otra cosa?—Se hizo un silencio en torno a la mesa—. George, háblanos de tu araña favorita. Apuesto a que tienes una favorita.

—Oh…, no podría decirlo. —Parecía un poco desorientado, ausente.

—Vamos, George.

—Ya has oído que me han advertido de que no toque ese tema.

Peggy miró a Madeleine con nerviosismo.

—Adelante, George. No pasa nada.

Ahora todos lo estaban mirando. La atención parecía complacerle. Era fácil imaginar al hombre detrás de un atril: el profesor Meeker, respetado entomólogo, fuente de sabiduría y anécdotas pertinentes.

«Ten cuidado, Gurney, cualquier juicio de él puede aplicarse a ti. ¿Qué estás haciendo en la Academia de Policía, si no?»

George levantó la barbilla con orgullo.

—Las saltarinas—dijo.

Los ojos de Madeleine se ensancharon.

—¿Arañas que saltan?

—Sí.

—¿De verdad saltan?

—Sí, de verdad. Pueden saltar cincuenta veces la longitud de su cuerpo. Es como si un hombre de un metro ochenta saltara la longitud de un campo de fútbol y lo sorprendente es que prácticamente no tienen músculos en las piernas. Así que, podríais preguntar, ¿cómo logran hacer un salto tan prodigioso? ¡Con bombas hidráulicas! Las válvulas de sus patas sueltan chorros de sangre a presión, haciendo que las patas se extiendan y las propulsen en el aire. Imaginad un depredador letal que cae sin previo aviso sobre su presa. No hay esperanza de huida. —Los ojos de Meeker destellaron. De manera no muy distinta a la de un padre orgulloso.

La idea del padre intranquilizó a Gurney.

—Y luego, por supuesto—continuó Meeker con excitación—, está la viuda negra, una máquina de matar verdaderamente elegante. Una criatura letal para adversarios mil veces más grandes que ella.

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