Noche cerrada en Bergen (50 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaca

BOOK: Noche cerrada en Bergen
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—¿Puedo traerle algo más? —preguntó la atractiva azafata en voz baja, inclinándose sonriente sobre el asiento vacío que tenía al lado—. ¿Café? ¿Té? ¿Algo de comer?

Él le devolvió la sonrisa y sacudió la cabeza.

Durante tres meses después de la catástrofe, anduvo casi siempre en pantuflas. Como regla, borracho como una cuba y poseído constantemente de una furia incandescente que lo abarcaba todo. Una noche lo echaron sin más de un bar en Dallas. Quedó tirado en un callejón, semiinconsciente, hasta que un tipo apareció de la gran nada y le ofreció un encuentro con Dios. Como no tenía a nadie más a quien encontrar, dejó que lo pusiesen en pie y lo condujesen hasta una capillita que estaba a sólo dos calles de allí.

Esa noche encontró al Señor, tal como el extraño le había anunciado.

Richard Forrester se pasó la mano por el pelo. Era bueno dejarlo crecer otra vez, pese a que todavía eran sólo unos milímetros de pelusa sobre la calva. Estaba bendecido con abundante cabello, aunque lo llevaba siempre corto. Cuando se lo afeitaba, toda su apariencia cambiaba notablemente.

Se acomodó mejor, apagó la luz sobre la cabeza y bajó la cortina de la ventanilla.

El Dios que encontró en Dallas una noche de noviembre de 2002 era totalmente distinto al que había tenido en su casa. Sus padres eran metodistas, como la mayor parte del vecindario del pueblecito donde creció. De niño, Richard había entendido su religión más como una presencia social en la parroquia que como una relación personal con Dios. Se celebraba misa todos los domingos, y en la parroquia siempre organizaba alguna que otra actividad. Había un equipo de fútbol y se organizaban mercadillos, parrilladas y banquetes navideños. Richard fue criado fundamentalmente con un Dios simpático que nunca le había dejado una gran huella.

Cuando el extraño lo llevó a la capillita, Richard se encontró con el Todopoderoso. Esa noche tuvo una revelación. Dios se le apareció con una violencia que al principio le hizo pensar que moriría, pero que al final lo sumió en un estado de paz y devoción absolutas. La noche en la capilla fue la catarsis de Richard Forrester. Cuando finalmente llegó la mañana, había nacido de nuevo.

Su vida como soldado de la patria de sus padres, como marido y padre, había terminado.

Empezaba su vida como soldado de Dios.

No tocaba el alcohol.

Richard Forrester escuchó el rumor de baja frecuencia de los motores y vio ante sí a la bella niñita.

Ella lo había visto. Cuando la mujer que debía morir desapareció sola en el sótano, a él se le presentó una posibilidad que no debía desaprovechar. Cuando la niña apareció, por un momento se desesperó ante lo que estaba obligado a hacer.

Entonces comprendió que se trataba de una niña ingenua.

Como Anthony, que había nacido prematuramente y con una lesión cerebral que no le permitiría alcanzar la madurez intelectual. La niña era así. Así lo entendió al cabo de pocos segundos.

La dejó escapar del sótano.

Para estar bien seguro, la mantuvo bajo vigilancia. Cuando la salvó del tranvía, fue fácil obtener su nombre de uno de los testigos estremecidos y elegantes. Richard sólo se había quedado allí, al otro lado de la calle, hasta que la madre se llevó adentro a la niña. Un hombre que estaba en el lugar y que entretenía a los fumadores con dramáticas descripciones de testigo ocular le dio alegremente el nombre de la madre, cuando él mencionó que le gustaría mandarle unas flores. Halló la dirección en Internet.

Desgraciadamente, la niña le impidió matar a la mujer como estaba planeado originalmente; en principio, tenía que parecer un accidente. Pero no era culpa de la criatura. Afortunadamente él tuvo la sangre fría suficiente para registrar a la víctima y su bolso, dar con los billetes para viajar a Australia y llevarse el teléfono móvil. Después fue hasta la habitación que ella había reservado, forzó la puerta, se llevó el equipaje y pagó la cuenta. El caos en la recepción del hotel le vino de perlas; entre los asistentes a la fiesta y los borrachos, pasó inadvertido. Escondió la maleta de la mujer al fondo de un armario de limpieza que estaba sin llave, bajo una enorme caja de cartón tan polvorienta que bien podía hacer años que nadie la tocaba. La desaparición no debía descubrirse enseguida, y provocó la necesaria demora mediante mensajes de texto cortos y carentes de significado, tecleándolos en el móvil durante los días que siguieron. Cada minuto que pasaba entre un asesinato y el comienzo de la investigación reducía las posibilidades de que se resolviera.

—¿Puedo traerle una almohada? —oyó de pronto que le decía la azafata.

Sin abrir los ojos, sacudió la cabeza.

La madre de la criatura era una histérica. Una cosa fue que le diera un tortazo cuando salvó a la niña. Después de Navidad, además, él se paró en una ocasión a un par de cientos de metros de la casa blanca donde vivía la familia. Un hombre había salido de una de las propiedades vecinas y se aproximó a la cerca para hablar amigablemente con las dos niñas que jugaban en el jardín. La madre estaba de pie al lado de la ventana y las vio. Se asustó mucho y parecía estar realmente fuera de sí cuando salió para buscarlas y llevarlas dentro.

Casi como Susan, pensó él, pese a que no se permitía pensar mucho en Susan. Ella estaba siempre preocupada por Anthony.

No era la primera vez que le sucedía que aquellos a quienes vigilaba tenían la inquietante sensación de ser observados. De más está decir que nunca lo vieron, del mismo modo que la madre de la niñita no lo vio cuando él las siguió hasta la escuela en su discreto automóvil de alquiler y confirmó definitivamente que la criatura era especial. Estaba demasiado bien entrenado como para que lo descubriesen. Pero ella lo sentía. El padre de la niña (le había llevado un tiempo entender quién era) se había angustiado desde el principio. Richard debió averiguar si la criatura se comportaba de manera diferente cuando no estaba en casa de su madre, y los había observado en tres circunstancias diferentes. El hombre comenzó a mirar por encima de su hombro.

Lo mismo había sucedido con el tipo que vivía en la colina que había sobre la ciudad, en ese arreglo tortuoso que remedaba una familia. Se sintió perseguido. Su amante parecía realmente histérico cuando supo que se había puesto a dar vueltas tomando fotos de las huellas del coche, ya casi hacía dos semanas. Por su parte, Richard se había sentado a buena distancia y lo había observado todo. Dos tipos de pelo oscuro habían pasado en un BMW grande. Paquistaníes, conjeturó. Oslo estaba infestado de esa gente. Obviamente tenían algo no resuelto entre ellos, porque condujeron el coche hasta el pequeño camino que había frente al portón donde vivía esa falsa familia y se quedaron allí un buen rato. Gesticulaban mucho y debían de haber fumado una pila de cigarrillos antes de seguir su camino.

Había seguido al sodomita, pero no lo había visto. Como los otros.

No vieron a Richard, y si lo pensaba bien, él tampoco los sintió.

Lo que sintió fue la cercanía del Señor, pensó Richard Forrester. Y si esa copia pervertida de padre de familia se escapó esa vez, ya llegaría su hora.

Richard Forrester sonrió levemente y se durmió.

La casa parecía estar recostada, como si durmiera una siesta sobre la cuesta escarpada. Las ventanas eran pequeñas, con cruces que dividían los vidrios en cuatro cuartos. La construcción de madera estaba situada entre dos casas similares, pero más grandes, y parecía retraída. Casi tímida. El vano estrecho de una puerta conducía a un patio trasero minúsculo. Una bicicleta de mujer se recostaba contra la pared alta de ladrillo y un colorido grupo de cazos de cerámica pasaba el invierno apilado en un rincón. Una escalera de piedra ascendía hasta una pequeña puerta verde. Allí colgaba un cartelito de porcelana. El nombre y la corola de flores campestres que lo enmarcaba se habían vuelto azules por el viento y la acción del clima.

«M. Brække», se leía en letras ornadas.

Yngvar Stubø dudó. Estaba parado en la escalera de piedra, de espaldas a la balaustrada de hierro forjado, e intentaba pensar en todo el asunto una vez más.

Iba a arrancar de una mujer un secreto que, al parecer, ella había mantenido oculto durante casi medio siglo. Al apoyar el dedo en el botón de bronce bajo el cartelito de la puerta, irrumpiría en una vida que ya había sido suficientemente difícil. La mujer que vivía en la pequeña casita blanca había hecho su elección y había vivido toda su vida a la sombra del matrimonio de otros.

La agente de la Policía de Bergen que había reconocido a la mujer del retrato lo había puesto al corriente de lo que ella sabía mientras conducían juntos desde Flesland. Martine Brække era maestra en un colegio de educación secundaria de Bergen. Era soltera y no tenía hijos. Llevaba una vida tranquila y retirada de casi todo, pero era una docente respetada, y también daba clases particulares de piano. En otros tiempos había sido una prometedora concertista de piano, pero a los diecinueve años desarrolló una forma de reumatismo que acabó con la brillante carrera que se le auguraba.

Unos tonos frágiles y cautelosos se escucharon de pronto desde el interior.

Yngvar ladeó la cabeza y escuchó la pieza. No la conocía. Era fácil y bailable, y le hizo pensar en la primavera.

Levantó la mano y tocó el timbre. La música cesó.

Cuando la puerta se abrió, él la reconoció enseguida. Todavía era bella, pero los ojos estaban enrojecidos y la boca tenía un aire serio y afligido.

—Mi nombre es Yngvar Stubø —dijo, y estiró una mano—. Soy policía. Lo lamento, pero debo hablar con usted sobre Eva Karin Lysgaard.

La angustia en los ojos de ella lo hizo mirar a un lado, como si pudiese todavía cambiar de opinión y desaparecer.

—Estoy solo —dijo en voz baja—. Como usted ve, he venido absolutamente solo.

Ella lo dejó entrar.

—Ahora quisiera evitar que hablemos más de ese testamento —le dijo la secretaria del abogado Faber a su marido, mientras preparaba los sándwiches para el almuerzo—. Simplemente no tienes nada que ver con eso.

Bjarne estaba sentado a la mesa de la cocina con una copia en la mano y observaba las letras pequeñas achicando los ojos por la miopía.

—¡Pero tienes que entender —dijo él, inusualmente irritado— que esto puede, de hecho, querer decir que al hombre lo despojaron de una herencia significativa!

—Niclas Winter está muerto. No tiene herederos. Eso ya apareció en los periódicos. A un hombre muerto no se lo despoja de nada. De nada que no sea la vida, claro.

Ella resopló, decidida, y colocó una generosa porción de salmón sobre una montaña de huevos revueltos.

—Ya está. Ahora a comer.

—No. ¡De verdad, Vera! —Él golpeó la mesa con el puño—. ¡Puede tratarse de un delito, todo esto! Aquí dice...

Manoteó con la otra mano el
VG
del día, que estaba abierto en un artículo a dos páginas sobre una terrible banda norteamericana que había asesinado a seis personas por un odio enloquecido hacia los homosexuales. Bjarne Isaksen estaba escandalizado. No era que le importasen en algo las porquerías que hacía ese tipo de gente, pero todo tenía un límite. Uno no puede andar dando vueltas en nombre de Dios y liquidar a otros porque no le gustan las vidas amorosas que llevan.

—¡Niclas Winter fue asesinado, según dice aquí!

Vera se volvió hacia él, se llevó las manos a las caderas y se aclaró la garganta, como para tomar impulso.

—Ese testamento de ahí no tiene nada que ver con la muerte de Niclas Winter. Ya te he leído el artículo tres veces y no dice una palabra de dinero, herencia o testamento. ¡Esos asesinos locos de los Estados Unidos sólo masacraban gente, Bjarne! ¡No tenían ni idea de que había un pedazo de papel en un armario de roble viejo y polvoriento en la oficina del abogado Faber! —Se irritó mientras hablaba—. ¡Escuchar semejantes disparates! —dijo, y se volvió de nuevo hacia la encimera de la cocina.

—Voy a llamar a la Policía —dijo Bjarne, obcecado—. Puedo llamar sin decir quién soy y pedirles que hablen con Faber para preguntarle sobre el testamento que beneficia a Niclas Winter. Tienen esos teléfonos para poder dar información,
¿
sabes?, a los que uno puede llamar sin tenerles que decir quién es. Lo voy a hacer, Vera. Lo voy a hacer ahora mismo.

Vera soltó un sollozo que no dejaba lugar a dudas y se pasó sus menudas manos por el cabello.

—No vas a llamar a la Policía. Si alguien en esta casa ha de hablar con las fuerzas del orden, ésa seré yo. En todo caso yo puedo aclarar por qué... —otra caricia nerviosa a la cabeza bien peinada— tengo acceso legal al testamento —completó.

—Entonces, hazlo —dijo Bjarne, sibilante—. ¡Llámalos!

Ella dejó el cuchillo de la mantequilla con violencia. Miró a su marido con la mirada más fiera que pudo encontrar, pero él no se rindió. Mudo como un muchachito, le mantuvo la mirada sin pestañear.

—Bien —dijo ella con aspereza, y caminó hacia el teléfono.

—Era Yngvar Stubø —dijo Lukas, algo sorprendido, y dejó el teléfono sobre la mesa del café—. Viene en camino.

—¿Para qué? Creí que habías dicho que había regresado a Oslo.

Su padre había comenzado a hablar de nuevo hacía poco.

—Al parecer ha regresado.

—¿Por qué ha llamado?

—Quería hablar contigo. Personalmente.

—¿Conmigo? ¿Para qué?

—Eso..., eso no lo sé. Pero dijo que era importante. Dijo que había intentado llamarte. ¿Desconectaste el teléfono fijo?

Lukas se agachó y miró tras del sillón de su padre.

—No debes hacer eso, papá. Es importante que sea posible ponerse en contacto contigo.

—Necesito que me dejen en paz.

Lukas no contestó. Una vaga inquietud hizo que empezase a caminar. Se percató de que nadie había limpiado la casa desde Navidad. Aparte de que la pila de periódicos a los que estaban abonados ya se elevaba un metro de altura al lado del televisor, todo estaba en orden. Su padre mantenía las cosas ordenadas, pero nada más. Cuando Lukas pasó un dedo sobre la superficie pulida del aparador, dejó una huella brillante. El pesebre estaba todavía sin desmontar. La bombilla en la caja de vidrio se había quemado, y la escena otrora tan inspiradora de atmósfera se había reducido al recuerdo sombrío de una Navidad que él nunca olvidaría. Cuando fue hasta el sofá doblando la esquina de la sala en ele, las bolas de pelusa se alborotaron contra los zócalos. Él se detuvo, fuera del campo visual de su padre, y olisqueó el aire.

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