—Mi padre echó sin contemplaciones a mamá —dijo Marcus, que tomó aliento.
«Tranquilo —pensó—. Cuenta tu historia y haz lo que debes hacer.»
—Pero alcanzó a contarle que había redactado un testamento a beneficio de..., del bastardo, como le llama mamá. Ella supo de su existencia todo el tiempo. Mi padre tampoco tenía ninguna relación con él. Sólo quería castigarnos. Castigar a mamá, ésa es mi conclusión.
Uno de los setters se levantó de su cesto. El material trenzado crujió y el animal bostezó con pereza antes de acercarse hasta Marcus y apoyar la cabeza en sus rodillas.
—Cuando llegué a la conclusión de que el tipo decía la verdad, no supe qué hacer.
Apoyó la mano sobre la cabeza suave del perro.
Rolf respiraba con la boca abierta. Le raspaba la garganta, como si estuviese a punto de sufrir un ataque de asma.
—Resumiré la historia —dijo Marcus, y empujó al perro.
Despacio, como si fuese un anciano, se levantó del sillón. Dio un paso al frente y se quedó parado, vuelto a medias hacia Rolf. El perro se sentó al lado de él como si los dos estuviesen mirando juntos la misma cosa allí afuera, en la oscuridad.
—Tres días después yo estaba en los Estados Unidos —dijo Marcus; la voz había adquirido una resonancia metálica—. Era
business as usual,
pero no lo pasé bien. Una noche me emborraché junto con uno de los directores de Lehman Brothers que acababa de perder su trabajo. La idea era que... —La pausa fue larga—. Olvídalo. La cosa es que le conté la historia. Él tenía una solución.
Una pausa más larga todavía.
El perro gimió y barrió el suelo con el extremo de la cola.
Hacia el sur, la luz parpadeante de un avión se movía lenta contra el cielo.
—¿Qué...? —Rolf se aclaró la garganta—. ¿Qué solución?
—Contratar a un asesino —dijo Marcus.
—¿Contratar a un asesino?
—Sí. Contratar a un asesino. Yo estaba, como te dije, borracho.
—Y al día siguiente, por supuesto, le dijiste que era una broma.
El perro miró a su amo. Gimió otra vez antes de levantarse y arrastrar las patas otra vez hasta el cesto.
—Marcus. Contéstame. Al día siguiente los dos estabais con resaca y os desdijisteis bromeando. ¿No es cierto? ¿No es cierto, Marcus?
Marcus no contestó. Se quedó quieto, los brazos a los lados y los hombros caídos, en traje y corbata y totalmente apático.
—Liberé un monstruo —susurró sin tono—. No podía tener ni idea de que dejaba libre un monstruo.
Rolf completó por fin su salto y agarró a Marcus del brazo.
—¿Qué estás diciendo? —rugió.
Marcus no se dejó inmutar ni por el dolor en el brazo ni por la violenta explosión de Rolf.
—¡No encargaste un jodido asesinato, Marcus!
—Me lo iba a quitar todo. Niclas Winter iba a robarme todo de lo que me he hecho acreedor. Todo. La fortuna de Anine. La de Mathias. La nuestra. Todo lo que será del pequeño Marcus.
La voz era ahora totalmente monótona, inexpresiva, como si cada palabra estuviese siendo leída por separado en una grabación, para después unirlas todas en oraciones. Rolf levantó la otra mano y apretó el puño hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Era más alto que Marcus. Más fuerte. Estaba mucho más en forma.
—¡Si me dices que pagaste por un asesinato, te mato! ¡Te mato, Marcus, te lo juro! ¡Dime que mientes!
—Dos. Millones. Dólares. Por dos millones de dólares, mi problema desaparecería. Pagué. El hombre de Lehman Brothers se ocupó del resto. Todo fue tan... impersonal. Una transferencia a las islas Caimán y ni el dinero ni el... encargo tuvieron que ver conmigo nada más.
Rolf le soltó el brazo de pronto.
—Esta noche —siguió Marcus sin notar que el perro había comenzado a dar vueltas emitiendo gemidos y ruidos—, obtuve la confirmación que necesitaba. Ahora se escribe sobre The 25'ers, y mucho de lo que se dice no es fiable. Pero los sitios serios de Internet me dieron la confirmación que necesitaba.
—¿De qué? —sollozó Rolf, retrocediendo despacio como si no quisiese a estar más al lado de Marcus, o como si no se animase a ello—. ¿Qué te confirmaron?
—The 25'ers realizan asesinatos por encargo, a cambio de dinero. Exactamente como el Ku Klux Klan y La Orden y... —Aspiró con fuerza—. Ganan dinero matando a personas que liquidarían de todos modos — susurró—. Así es como yo los traje aquí. Mi contacto, o ese al que él contactó, debe de haber descubierto que la persona que yo quería ver muerta era homosexual, y debe de haber puesto a The 25'ers en el caso. Tan fácil. Tan... clínico. Es como si yo hubiese financiado el asesinato de seis noruegos. Yo ni siquiera sabía que Niclas Winter..., mi hermano..., también era homosexual. Liberé un monstruo. Yo...
Se tambaleó hacia atrás cuando el enorme ventanal panorámica se abrió con un estruendo. El viento helado irrumpió dentro de la habitación. Había cristales por todas partes, como grandes pedazos de hielo. Los perros aullaban. Rolf estaba todavía con la lámpara de pie en las manos, listo para levantar la pesada base para asestar un nuevo golpe.
—¿Mataste a alguien por eso? —gritaba—¿Elegiste contratar a un asesino por dinero? ¿Por una puta y rejodida madriguera nazi en Holmenkollen? ¿Por tus coches caros y una ridícula cava de vinos? ¡Te has convertido en eso, Marcus! ¡Te has convertido en un maldito avaricioso!
Con un rugido, levantó la lámpara de dos metros de altura con seis kilos de plomo en la base y la arrojó con todas sus fuerzas contra la ventana vecina.
—¡Podríamos habernos arreglado sin nada de esto! ¡Yo soy veterinario, coño! ¡Tú tienes una educación! Hubiéramos estado igual de bien sin...
Estaba a punto de emprenderla contra la otra ventana cuando sonó el timbre de la puerta.
Se quedó como congelado.
El timbre sonó otra vez.
Marcus no oyó nada. Se había desplomado sobre el sillón, entre los trozos de cristal y los pedazos de una pantalla de lámpara rota. Los perros corrían ladrando hacia la puerta. Uno se había lastimado seriamente una pata. La sangre dibujó una línea discontinua sobre el suelo cuando el aterrado animal desapareció hacia la entrada.
—Liberé un monstruo —susurró Marcus cerrando los ojos.
Oyó voces en la entrada, pero no oía lo que decían.
—Un monstruo —susurró otra vez, y comenzó a caminar.
—Es la Policía —gritó Rolf desde la puerta—. ¡Marcus! La Policía está aquí.
Pero Marcus ya no estaba allí. Había caminado hasta su oficina y se había sentado en la silla tapizada en piel de becerro, detrás del escritorio de abedul pulido. La puerta estaba cerrada, pero sin llave. Cuando oyó a Rolf, que lo llamaba otra vez, abrió el cajón superior, donde esa misma noche había colocado la pistola que había sacado del armario de las armas.
Quitó el seguro y se dirigió el cañón a la sien.
—Cuéntales toda mi historia —dijo sin que nadie lo oyese—. Y cuida bien de nuestro hijo.
Lo último que Marcus Koll junior escuchó fue el grito de Rolf y el comienzo, apenas, de un estallido súbito.
Un hombre pequeño seguido por un afroamericano enorme se aproximó a Richard Forrester cuando éste se acercaba al control de pasaportes en el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy. La cola parecía no terminar nunca y, por un momento, se le ocurrió que quizá le ofrecerían algún servicio especial como pasajero de primera clase. Hacerlo pasar por delante de todos los demás viajeros, probablemente. Sonrió animadamente cuando el más bajo lo miró y preguntó:
—¿Richard Forrester?
—¿Sí?
El hombre extrajo un comprobante de identificación que era fácilmente reconocible. Comenzó a hablar. La voz desapareció para Richard; le silbaban los oídos y sintió calor. Demasiado calor. Se aflojó la corbata y le costaba respirar.
—... the right to remain silent. Anything you say can and will be used against you in...
Tiene derecho a permanecer en silencio. Richard Forrester cerró los ojos y escuchó el
Miranda warning
monástico como si estuviese siendo emitido desde un lugar muy lejano. Algo había salido mal, y por su vida que no podía entender qué había sido. No había huellas de él en ningún lado. Nada. Ninguna foto. Había estado solamente en Inglaterra, de viaje por cuenta de su pequeña pero bien manejada agencia de viajes.
—Do you understand?
Abrió nuevamente los ojos. Era el más alto quien preguntaba. La voz era potente y profunda, y los ojos lo miraban desconfiados cuando repitió:
—Do you understand?
—No —dijo Richard Forrester, que alargó las manos como el más bajo le pedía—. No entiendo nada.
—Yngvar —susurró Inger Johanne trepando sobre el cuerpo dormido—, ¿no hay nada que pudiéramos haber hecho para evitar ese suicidio?
—No —murmuró él, y se dio la vuelta—. ¿Qué podríamos haber hecho?
—No sé.
Eran las dos y treinta y cinco, la noche del domingo 18 de enero de 2009. Yngvar chasqueó un poco la lengua y se sentó a medias para beber agua.
—No puedo dormir —susurró ella.
—Me doy cuenta —sonrió él—. Ha sido un día bastante intenso.
—Estoy tan contenta de que hayas podido coger el último vuelo de regreso a casa.
—Yo también.
Ella lo besó en la mejilla y se acurrucó en el hueco de su brazo. El pequeño y gastado libro de cuero reposaba todavía en la mesita de noche de Yngvar. Se lo había mostrado sin que ella pudiese leer nada. Nadie más, aparte de ella, sabía que existía. El contenido profundamente personal lo había impresionado. Especulaciones religiosas, reflexiones filosóficas e historias cotidianas. Relatos de cómo un hombre homosexual había tenido un hijo con una mujer lesbiana, de la alegría de ello, del dolor. De la vergüenza. Todo en una caligrafía elegante, pequeña, casi femenina. Apenas aterrizó en Gardermoen, Yngvar decidió escribir un informe personal sobre los aspectos más relevantes relacionados con el asesinato de Eva Karin; lo redactó como si Erik Lysgaard se lo hubiese contado todo. Nadie tendría ese libro.
—No creo que se convierta después de esto —dijo despacio.
Ya en su segundo encuentro, Lukas le había hablado de la fascinación de Erik por el catolicismo. De hecho, el joven había sonreído un poco cuando le habló del viaje de sus padres a Boston el otoño anterior. Mientras Eva Karin era delegada ante un congreso ecuménico mundial, Erik había recorrido las iglesias católicas de la ciudad. Lo que ni Eva Karin ni Lukas supieron era que se había confesado. Había sido educado de un determinado modo y podía hacerse pasar por católico cuando quería. La conversación con el padre en el confesionario estaba reproducida con detalle en el librito de cuero marrón. Había sido la primera conversación sincera de Erik acerca de la gran mentira de su vida.
—¿El cura, crees? ¿Estará relacionado con The 25'ers?
Inger Johanne susurraba, pese a que había dejado que las niñas se quedasen en casa de sus padres. Las habían cuidado mientras ella estaba con Silje Sørensen, y ambas se habían negado de plano a salir cuando llegó para buscarlas, casi sin aliento.
—¿Por qué no? El cura está relacionado con él. Los católicos tienen algo así como una... tradición por lo ilegal, por decirlo así. En todo caso está claro que Erik no habló jamás con nadie más acerca de esto. Que Eva Karin tuviese alguna otra confidente, además de Martine, me parece improbable. Conocí a Martine. Eva Karin no necesitaba a nadie más, créeme. Una mujer fantástica. Muy sabia. Cálida. —Él sonrió en la oscuridad—. En todo caso, los norteamericanos se encargan de solucionar todo esto a partir de ahora. Parece que el FBI tenía bastante información desde antes. Necesitaban sólo esta... clave. Les dimos tanto material que posiblemente puedan desmantelar toda la organización. Aquí en casa, la investigación continúa a toda vela. Vamos a registrar todos los movimientos de ciudadanos norteamericanos en los últimos meses. Vamos a cruzar la información de los seis asesinatos, ahora que sabemos que están relacionados. Vamos a...
—El retrato —lo interrumpió Inger Johanne—. El retrato robot abrió todo el caso. Tanto para nosotros como para los norteamericanos. Silje me contó que al FBI le llevó sólo nueve horas identificar al asesino. Los permisos de conducir, conectados con la información de viajes entre Europa y los Estados Unidos en los últimos meses, fueron suficientes para deducir la identidad del tipo. Fue el dibujo lo que desencadenó todo.
—Sí. Realmente asusta comprobar cómo trabaja la vigilancia. Esto será el punto de partida para quienes quieren más cosas de este tipo. —Yngvar le besó el cabello—. El retrato fue importante —continuó él—. Tienes razón en eso. Pero es mérito tuyo, querida, por encima de todo.
Ambos se quedaron ambos en silencio.
—Yngvar...
—Sí.
—Si acaban con The 25'ers, tarde o temprano aparecerá otra organización que defienda lo mismo. Con el mismo mensaje. Que haga lo mismo.
—Sí. Seguramente.
—¿Aquí en Noruega, también?
—En cierto modo, eso lo decidimos nosotros.
El silencio duró tanto que la respiración de Yngvar cayó en un ritmo lento y más profundo.
—Yngvar...
—Ahora deberíamos dormir, mi vida.
—¿Has creído alguna vez en Dios?
Ella pudo oír que él sonreía.
—No.
—¿Por qué no? ¿Ni siquiera cuando Elisabeth y Trine murieron y...?
Él levantó el brazo con cuidado y la empujó con cautela alejándola de sí.
—En serio, ahora me encantaría dormir. Y tú deberías hacer lo mismo.
La cama se bamboleó cuando él se recostó de lado, dándole la espalda. Ella se acercó y lo sintió como una gran pared cálida contra su propio cuerpo desnudo. A él le llevó menos de un minuto volver a dormirse.
—Yngvar —susurró ella tan bajo como pudo—. De vez en cuando yo creo en Dios. Un poquito.
Él sonrió, pero fue en sueños.
Eva Karin acaba de cumplir dieciséis años y lleva un vestido de poliéster celeste.
Lo ha confeccionado su madre, al igual que cada uno de los vestidos que Eva Karin ha tenido a lo largo de toda su vida. Éste es el más bonito y el primero con corte de adulto; un vestido Jackie Kennedy que ella no alcanzó a desear. No alcanzó a desear nada de nada. No pensó en su cumpleaños.
No ha habido lugar para otra cosa que esa cuestión única, colosal: esa cosa terrible debe desaparecer.