Olía a hombre viejo. A casa vieja. No exactamente desagradable, pero a encerrado y a rancio.
Lukas decidió que limpiaría y se dirigió a la entrada para buscar un cubo y productos de limpieza en un armario. Hasta donde recordaba, también guardaban la aspiradora allí. Cuando reparó en que Yngvar Stubø estaba al llegar, cambió de decisión.
—Me parece que vamos a ventilar esto un poco —dijo en voz alta, y se dirigió hacia la ventana de la sala.
Maniobró la falleba; cuando finalmente logró abrirla, se lastimó el pulgar.
—¡Ostras! —dijo en voz baja, y se metió el dedo en la boca.
El que Yngvar Stubø estuviese ya de regreso en la ciudad podía ser una buena señal. Evidentemente la investigación se había acelerado. Lukas no había escuchado todavía la radio ni leído los periódicos, pero Stubø le había parecido optimista cuando llamó el día anterior por la mañana.
Sintió el regusto de hierro dulce en la lengua y examinó el pulgar herido. Cuando iba a buscar un vendaje en el armario de medicinas de su madre, sonó el timbre.
Fue a abrir la puerta con el dedo en la boca.
—¡Pase! —dijo Silje Sørensen, y miró hacia la puerta.
Inger Johanne la abrió con cuidado y asomó la cabeza.
—¡Pase! —repitió la subinspectora de Policía, alentándola con un gesto—. ¡Qué bien que haya podido venir personalmente! Estas cosas del
VG
me ponen totalmente paranoica, e Yngvar pensó que necesitaba tener un encuentro con usted para ponernos al día. No me atrevo ni a confiar en mi teléfono móvil.
—Es de lejos lo último en que debería confiar —dijo Inger Johanne, y se sentó en la silla de las visitas—. ¿Tienen idea de quién filtra la información?
—No. El que la prensa sepa mucho siempre fue un problema para nosotros, pero éste es el peor ejemplo que puedo recordar. De vez en cuando me pregunto si no es que los periodistas simplemente extorsionan. Que tienen algo sobre alguno de los nuestros, quiero decir.
Sonrió con brusquedad y colocó una botella de agua mineral y un vaso frente a Inger Johanne.
—Usted suele tener sed —dijo—. Y además me ha picado la curiosidad. Yngvar dijo que el caso de Bergen posiblemente tome una dirección totalmente nueva.
—Bueno, yo no...
El teléfono sonó.
Silje dudó un momento antes de hacer un gesto de disculpa con la mano, levantó el aparato y se lo llevó al oído.
—Sørensen —dijo rápida.
Quien fuera tenía mucho que contar. Inger Johanne comenzó a sentirse incómoda. La subinspectora hablaba muy poco, y de vez en cuando le arrojaba una mirada neutral, casi distraída. Finalmente Inger Johanne decidió salir al pasillo. La incomodidad de tener que asistir a una conversación de la que no se esperaba que fuese parte la hacía sudar. Estaba a punto de ponerse de pie cuando Silje Sørensen sacudió la cabeza con vehemencia y levantó una mano.
—¿Viene hacia aquí con eso, la mujer? —preguntó Silje—. ¿Ahora?
Otra vez quedó en silencio.
—De acuerdo —dijo Silje Sørensen—. Enseguida, por favor. Me quedaré en la oficina hasta que llegues.
Colgó. Una arruga de asombro apareció sobre la nariz estrecha y recta. Corría oblicua a la ceja izquierda.
—Un testamento —dijo pensativa.
—¿Qué?
—Una mujer, que al parecer es secretaria de un bufete de abogados aquí en la ciudad, llamó al teléfono de informaciones contando que tiene un testamento que beneficia a Niclas Winter y que podría tener significado para la investigación de su muerte.
—Sí... Sí, ¿y entonces?
—Por suerte atraparon la información a tiempo, y uno de mis muchachos encontró a la mujer. Está de camino, con el testamento.
—Pero ¿qué habría de...? Si la teoría de The 25'ers es cierta, ¿qué tendría que ver un testamento con el caso?
Silje se encogió de hombros.
—Ni idea. Pero está en camino, o sea, que lo miraremos. ¿Qué iba a decir? Yngvar me despertó una gran curiosidad, tengo que admitirlo.
Inger Johanne abrió la botella y escanció agua en el vaso. El ácido carbónico le burbujeó en los labios al beber.
—Eva Karin Lysgaard no sólo sentía simpatía por los homosexuales —dijo finalmente dejando el vaso—. A juzgar por todo lo que sabemos, era lesbiana. Visto así, esto refuerza la teoría de The 25'ers.
Por la expresión de la cara de Silje Sørensen, bien podría haber dicho que Jesús había regresado al mundo y se había acostado en la cama de Kristiane.
Marcus Koll se sentó confundido sobre la cama y murmuró algo que ni Rolf ni su hijo comprendieron.
—Dormilón —bromeó Rolf, apoyando sobre la mesa de noche la bandeja con café, zumo y dos rebanadas de pan blanco tostado con jamón y queso—. ¡Es más de la una!
—¿Por qué me habéis dejado dormir hasta tan tarde?
Marcus eludió los abrazos, estaba sudado e intentaba deshacerse del regusto amargo del sueño.
—Tenía la impresión de que no habías pegado un ojo en toda la noche —dijo Rolf—. Cuando por fin te dormiste, no tuve corazón para despertarte.
—Hicimos volar el helicóptero —dijo Marcus, ansioso—. ¡Es buenísimo!
—Con este frío —gimió Marcus—. Las instrucciones dicen que debe usarse con temperaturas por encima de cero grados. El aceite se congela.
—No podíamos esperar hasta la primavera —sonrió Rolf—. Y anduvo de maravillas. Lo tenía todo bajo control, Marcus.
—Y yo —dijo el muchacho—. ¡Logré hacerlo volar completamente solo!
—Por lo menos mientras está en el aire —agregó Rolf—. Aquí están los periódicos del día. ¡Un asunto feo, el de esa banda de asesinos! También hicimos las compras. Buena comida para esta noche. ¿Recuerdas que tenemos visitas?
Marcus no recordaba nada acerca de una visita.
Cogió el
VG.
La primera plana lo hizo soltar un sollozo.
—¿Estás enfermo, papá? ¿Por eso duermes tanto?
—No, no. Un poco resfriado, solamente. Muchas gracias por el desayuno. ¿Puedo disfrutarlo y leer un poco los periódicos? Luego bajaré.
No miró ni una vez a Rolf.
—Bien —dijo el muchacho, y se marchó.
—¿Va todo bien? —preguntó Rolf—. ¿Deseas alguna otra cosa?
—Todo está bien. Muy amable, esto. Bajo dentro de media hora, ¿vale?
Rolf dudó. Lo escudriñaba. Marcus forzó una expresión de felicidad y se lamió el dedo indicando la intención de seguir hojeando.
—Disfrútalo —dijo Rolf, que salió tras el muchacho.
No parecía que realmente lo deseara.
—Mi intención era en realidad hablar sólo con usted —dijo Yngvar Stubø, y miró alternadamente de Erik a Lukas—. Para serle sincero, me sentiría mucho más cómodo de ese modo.
—Para serle sincero —respondió Erik—, lo importante ahora no es si usted se siente cómodo o no.
—¡Caramba! —murmuró Yngvar.
Era evidente que Erik se había espabilado. La indolencia de la última entrevista había bordeado la apatía. Sin embargo ahora, el enjuto viudo tenía unos modales agresivos, casi hostiles. Yngvar dudó; se había preparado para hablar con un hombre con un ánimo del todo distinto al que Erik evidentemente tenía ahora.
—Me molesta bastante —dijo Erik— que usted aparezca constantemente por aquí sin tener nada que ofrecer. Hasta donde entiendo, por Lukas, han hecho un avance en la investigación. Uno creería que usted debe tener mejores cosas que hacer que venir aquí. Si me va a seguir importunando con el paseo de mi esposa, entonces...
Fue como si, de pronto, hubiese utilizado toda su energía. Se encogió, los hombros se hundieron e inclinó la cabeza hacia el pecho, plano y pobre.
—No diré nada, ya se lo dije. No lo haré.
—No será preciso —dijo Yngvar con calma—. Sé adónde iba Eva Karin.
Erik levantó la cabeza lentamente. Los ojos habían perdido su color. El blanco se había azulado y era como si todas las lágrimas hubiesen blanqueado el azul de los iris. Yngvar no había visto nunca una mirada tan vacía. No tenía idea de lo que debía decir.
—Lukas —dijo Erik, completamente sereno—. Ahora quiero que te vayas.
Por fin el tiempo podía seguir avanzando, pensó Martine Brække, y encendió un fósforo.
El retrato de Eva Karin, que solía estar sobre la mesilla de noche, ahí donde nadie entraba, lo había trasladado a la sala. Era el consejo del policía. Le había preguntado, al final, si no tenía uno. Ella lo había buscado sin pronunciar una palabra y el hombretón lo había sostenido en sus manos. Largamente. Casi pareció que iba a romper a llorar.
Aplicó el fósforo a la mecha de la gran vela blanca. La llama era pálida, casi invisible, y dio unos pasos para encender la lámpara del techo. Se detuvo un momento antes de agarrar una pequeña estrella de Navidad roja y colocarla al lado del retrato, sobre el marco de la ventana. El brillo de las hojas resplandeció bajo la luz pura.
Eva Karin le sonrió.
Martine acercó una silla a la ventana y tomó asiento.
Le sobrevino una gran placidez. Era como si, finalmente, al cabo de todos estos años, hubiese hallado una forma de reconocimiento. Hasta ahora había sobrellevado completamente sola la pena por la muerte de Eva Karin, del mismo modo que durante casi cincuenta años había sobrellevado la vida con Eva Karin. En soledad. Cuando Erik apareció al día siguiente del asesinato, ella lo dejó entrar. Enseguida se arrepintió. El había venido buscando compañía. Quería sufrir junto a la única otra persona que conocía a Eva Karin tal como era, pero ella se dio cuenta enseguida de que no tenían nada que compartir. Habían compartido a Eva Karin, pero ahora él no le concernía a ella, y lo rechazó sin que se le derramara una sola lágrima.
El policía grandote había sido otra cosa.
La había tratado con respeto, casi con admiración, mientras caminaba por la pequeña sala y le hablaba en voz baja y se detenía delante de alguna cosa que le llamaba la atención. De lo único acerca de lo que realmente tenía preguntas, y que como dijo era la razón de su visita, era sobre si ella le había contado alguna vez a alguna otra persona su relación con Eva Karin Lysgaard.
Por supuesto que no lo había hecho. Esa fue la promesa que dio una vez, un luminoso día de mayo de 1962, cuando Eva Karin prometió no abandonarla jamás. La condición fue que su amor sería su propio secreto, solamente de ellas dos.
Martine jamás rompería una promesa.
El policía la creyó.
Cuando le dijo que el entierro tendría lugar el miércoles y ella respondió que no quería estar presente, él se ofreció a regresar de visita una vez que la ceremonia hubiese finalizado. Para contarle. Para estar con ella.
Se lo había agradecido con una negativa, pero el pensamiento era bello.
Martine acercó la silla al marco de la ventana y dejó que su dedo se deslizase sobre la boca de Eva Karin. El vidrio se sentía frío contra la punta de su dedo. La piel de su cara siempre había sido tan suave, tan increíblemente suave y sensitiva.
El policía le dijo que harían todo lo posible para evitar que la historia se hiciese pública. Sería apenas necesario para el caso divulgar ese tipo de detalles, dijo, pese a que estaba de más decir que él no podía garantizarle nada.
Ahora, sentada frente a su propia ventana mientras observaba la ciudad detrás del retrato del único amor de su vida, sintió que ya no importaba tanto. Por supuesto que sería mejor para Erik si el secreto permanecía sellado. Para Lukas también. Se dio cuenta de que para ella no significaba nada. Asombrada, enderezó la espalda y lanzó un suspiro profundo.
Por su parte, no sentía ninguna vergüenza.
Había amado a Eva Karin de la forma más pura.
Ella, y sólo ella.
Se incorporó despacio y apagó la vela con un soplido.
Tomó el retrato entre las manos.
Martine cumpliría pronto sesenta y dos años. La vida, tal como había sido hasta ahí, había terminado. De todos modos podía haber todavía algo más que buscar; una vida totalmente nueva, de vejez y sensatez.
Sonrió ante la idea.
Vieja, sabia y libre.
Martine era por fin libre, y colocó de nuevo el retrato sobre la mesita de noche. Yngvar Stubø le había contado cosas acerca de su propio dolor al hallar a su esposa e hija muertas después de un accidente grotesco por el que aún se sentía culpable. La voz le había temblado cuando le refirió en voz baja cómo su vida había comenzado a ir en círculos, una danza circular en torno de un dolor del que no podía ver el final.
Cerró la puerta del dormitorio.
El tiempo podía avanzar otra vez, y rezó una plegaria en silencio por el buen policía que le había hecho comprender que nunca, nunca, es tarde para comenzar de nuevo.
El oficial Knut Bork saludó con la mano a Inger Johanne antes de entregarle el documento a Silje Sørensen.
—Aquí está —dijo—. No he tenido tiempo de analizarlo más a fondo.
Silje Sørensen abrió un cajón y extrajo un par de gafas para leer.
—Según la mujer que lo trajo, se trata de una fortuna bastante sustancial —continuó Knut Bork—. Y el testador habría muerto hace mucho tiempo sin que Niclas Winter viese nada de la herencia a la que tenía derecho según este testamento.
—¿Puedo verlo? —preguntó prudentemente Inger Johanne.
—Necesitamos un abogado —dijo Silje sin levantar la vista—. Esto es, por lo menos, sensacional.
—Yo soy abogada.
Knut Bork y su jefa la miraron asombrados.
—Yo soy abogada —repitió Inger Johanne—. Pese a que me doctoré en Criminología, tengo el título que me permite ejercer. No recuerdo especialmente gran cosa de derecho sucesorio, pero si tienen aquí un Código, podremos averiguar lo más relevante.
—Usted no deja de maravillarme —sonrió Silje Sørensen entregándole el testamento antes de ir hacia la estantería contigua a la ventana y coger de allí el grueso compendio legal rojo—. Pero si usted sabe tanto como yo sobre el testador, seguramente estará de acuerdo conmigo en que necesitamos un tropel de abogados.
Inger Johanne dejó que su vista recorriese la primera hoja antes de dársela y mirar la última.
—No —dijo—. Me recuerda algo, pero no sé qué es. No obstante, lo que puedo decir es que este testamento caduca dentro de... —levantó la vista— tres meses. Dentro de tres meses no valdrá, será papel mojado. Eso creo.
—¡Joder! —dijo Silje, tomando la hoja—. Ahora sí que no entiendo nada. Nada de nada.
Richard Forrester comprendió que se acercaba otro servicio de cabina. El aroma de comida caliente había hecho que se despertase. Le venía bien. Pese a que todavía estaba algo atolondrado por el sueño profundo, tenía hambre. El menú que la azafata había dejado atentamente en el asiento vecino y vacío, en lugar de despertarlo, parecía tentador. Lo examinó con atención y se decidió por el muslo de pato con salsa de naranjas, arroz salvaje y ensalada. Como entrada pidió los espárragos frescos. La mujer rubia se agachó para recoger el menú.