Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
Me aparta de la frente los mechones sueltos con un gesto fluido.
Desde un rincón oscuro y profundo de mi mente una voz me dice que debería temerlo… hasta odiarlo. Pero no recuerdo el porqué. ¿Cómo odiar a alguien tan guapo, dulce y sensible? Quiere hacer que me sienta mejor. Quiere ayudarme.
—¿Lo ves? —dice Sebastian Drake mientras me levanta una de las manos y se la lleva tiernamente a los labios—. No soy tan terrible, ¿a que no? En realidad, soy como tú. El hijo, reconozcámoslo, de una persona formidable, alguien que pretende encontrar su lugar en el mundo. Tenemos nuestros problemas, tú y yo, ¿verdad? Tu madre te envía saludos, por cierto.
—¿Mi… mi madre? —tengo la cabeza sumida en niebla, la misma que campa por el jardín. Porque, a pesar de que puedo recordar el rostro de mi madre, he olvidado que Sebastian Drake la conozca.
—Sí —comenta Sebastian, que me recorre con los labios la piel del brazo hasta llegar al codo. Siento que ese contacto es como fuego líquido—. Te echa de menos, como te imaginarás. No entiende por qué no estás con ella. Ahora es muy feliz… Ya no padece el dolor de la enfermedad… o la indignidad de la vejez… o la congoja de una existencia solitaria —sus labios me tocan el hombro. Me falta el aire, pero me siento bien—. Vive en medio de la belleza y el amor… tal y como podrías vivir tú, Mary, si quisieras —me acaricia el cuello con la boca. Su aliento, tan cálido, ha provocado que la espina dorsal se me quede sin fuerzas. Pero no pasa nada, porque me sostiene por la cintura con un brazo firme, y es que el cuerpo, como si hubiera cobrado voluntad propia, se me arquea y le ofrece una perspectiva despejada del desnudo cuello—. Mary —susurra con la boca pegada a mi piel.
Me siento inundada por tal calma, por tal serenidad —algo que no he sentido desde hace años, desde que mi madre se marchó—, que los párpados se me cierran…
De pronto, noto que algo frío y húmedo me golpea el cuello.
—¿Qué…? —exclamo, abriendo los ojos y tanteándome la zona del impacto… Al examinarme los dedos veo que están húmedos.
—Lo siento —anuncia Adam, que está a unos pocos metros con los brazos extendidos, encañonándome con su Beretta de nueve milímetros—. He fallado.
Un segundo después, una espesa nube de humo acre y abrasador me golpea el rostro y me deja sin aire. Tosiendo, trastabillo para apartarme del hombre que, hace tan sólo unos momentos, me había estado sosteniendo con tanta ternura, pero que ahora se está agarrando el pecho, en llamas.
—¿Cómo…? —inquiere Sebastian Drake entre jadeos, manoteando para apagar el fuego que le sale del pecho—. ¿Qué es esto?
—Pues un poquitín de agua bendita, tío —le responde Adam mientras continúa disparándole—. No creo que te moleste. A no ser, claro, que seas un no muerto. Lo cual, por desgracia para ti, es lo que empiezo a pensar que eres.
Tardo un momento en recuperar el juicio y busco la estaca bajo la falda.
—Sebastian Drake —siseo al tiempo que el vampiro se arrodilla frente a mí, aullando de dolor y también de ira—. Esto es por mi madre.
Y, con todas mis fuerzas, le clavo la estaca de fresno tallada a mano en donde debió de haber tenido un corazón.
Si es que alguna vez lo tuvo.
—Ted —dice Lila con voz melosa, sentada en un banco de plástico con la cabeza de su novio en el regazo.
—¿Sí? —pregunta Ted, adorándola con la mirada.
—No —le corrige Lila—. Me refiero a que eso es lo que voy a poner en el tatuaje, la próxima vez que vaya a Cancún. En la base de la espalda. La palabra «Ted». De modo que, desde ese momento en adelante, todo el mundo sepa que te pertenezco.
—Ah, cariño —dice Ted, antes de darle un beso en la boca.
—Dios mío —exclamo, apartando la mirada.
—Te entiendo —Adam acaba de lanzar una bola de seis kilos en la pista de la bolera, iluminada como si de una discoteca se tratara—. Casi la prefiero cuando estaba bajo el hechizo de Drake. Aunque supongo que es mejor que las aguas hayan vuelto a su cauce. Ted es bastante más inofensivo que Sebastian. Por cierto, acabo de hacer un pleno, por si no te habías dado cuenta —se sienta en el banco, a mi lado, y, a la luz de una lámpara que tengo sobre la cabeza, examina la hoja en que llevamos cuenta de las puntuaciones—. ¿Qué te parece? Voy ganando.
—No te hagas el chulo —le digo. Sin embargo, tiene bastante de lo que presumir. Y no sólo por ir ganando, la verdad—. Déjame preguntarte algo —le pido, cuando al fin se acomoda y se afloja la pajarita. Adam está irresistible aun bajo la extraña iluminación del Bowlmor Lanes, la bolera a la que nos hemos retirado tras la fiesta, a sólo unos nueve dólares en taxi desde el Waldorf—. ¿Dónde conseguiste el agua bendita?
—Le diste una buena cantidad a Ted —dice Adam, mirándome con expresión de sorpresa—. ¿No te acuerdas?
—¿Pero cómo se te ocurrió cargar la pistola con esa agua? —insisto. Los acontecimientos de la noche todavía me dan vueltas en la cabeza. Jugar a los bolos a estas horas está muy bien, claro. Pero no hay nada que pueda compararse con borrar del mapa a un vampiro de doscientos años de edad en el baile de fin de curso.
Lástima que quedase reducido a cenizas en el jardín, en donde sólo nos encontrábamos Adam y yo. De otro modo, nos habrían elegido rey y reina del baile en lugar de a Lila y Ted, quienes todavía llevan puestas las coronas… de medio lado, eso sí, después de tanto besuqueo.
—No sé, Mare —dice Adam, que apunta sus tantos—. Me pareció una buena idea y ya está.
Mare. Nadie me ha llamado Mare hasta ahora.
—¿Y cómo te diste cuenta? —le pregunto—. ¿Es decir, de que Drake me había… bueno, eso? O sea, ¿cómo pudiste estar seguro de que yo no estaba fingiendo? ¿No se te ocurrió que podría estar dándole una falsa sensación de seguridad?
—¿Contando con que estaba a punto de morderte en el cuello? —Adam alza una ceja—. ¿Y también con que tú no estabas haciendo nada para remediarlo? Pues sí, lo cierto es que era bastante evidente lo que estaba ocurriendo.
—Yo ya me había librado del hechizo —le aseguro, con una confianza que no me queda más remedio que simular—. En cuanto sentí sus dientes.
—No —persevera Adam, sonriéndome, iluminado tan sólo por la luz de la mesa de puntuaciones. El resto de la bolera está en penumbra, a excepción de las bolas y bolos, de los que emana una fluorescencia sobrecogedora—. No te habías librado. Admítelo, Mary. Fue necesario que yo acudiera.
Está muy cerca de mí, mucho más de lo que lo estuvo Sebastian Drake.
Sin embargo, en lugar de tener ganas de sumergirme en sus ojos, me derrito bajo su mirada. El corazón me late con fuerza.
—Sí —digo, incapaz de dejar de mirarle los labios—. Supongo que tienes razón.
—Somos un buen equipo —dice Adam. Advierto que tampoco él deja de mirarme los labios—, ¿no te parece? Sobre todo, cuando tengamos que hacerle frente al apocalipsis por venir, cuando el papá de Drake se entere de lo que hemos hecho esta noche.
La idea me corta la respiración.
—Es verdad —grito—. ¡Ah, Adam! No sólo va a venir a por mí. ¡También querrá vérselas contigo!
—Ya, bueno —dice Adam, recorriéndome con los ojos—. Pero a mí me gusta mucho tu vestido. Y va a juego con los zapatos para bolos.
—Adam —rezongo—. ¡Esto es muy serio! Drácula puede dejarse caer por Manhattan en cualquier momento, ¡y nosotros perdiendo el tiempo en la bolera! ¡Tendríamos que empezar a prepararnos ya! Es necesario que ideemos una estrategia de contraataque. Hace falta…
—Mary —me interrumpe Adam—, Drácula puede esperar.
—Pero…
—Mary —insiste—. Cállate.
Y yo me callo. Porque estoy demasiado ocupada besándolo como para pensar en cualquier otra cosa.
Además, tiene razón. Drácula puede esperar.
Lauren Myracle
¡Atención, lectores! El siguiente cuento se basa en La pata de mono,
escrito por W. W. Jacobs y publicado por primera vez en 1902, relato que, en mi adolescencia, me puso los pelos de punta. ¡Tened cuidado con lo que se os ocurra desear!
Lauren Myracle
El viento azotaba la casa de Madame Zanzíbar y hacía que un caño suelto golpease los tablones. Pese a que sólo fuesen las cuatro de la tarde, el cielo estaba oscuro. En la sala de espera, decorada con escaso gusto, había tres lámparas irradiando una luz brillante, todas ellas envueltas en sendos pañuelos de fantasía. Los tonos verde rubí bañaban el redondo rostro de Yun Sun mientras que los reflejos azules y púrpuras le daban a la cara de Will el aspecto jaspeado de alguien recién fallecido.
—Cualquiera diría que te acabas de levantar de la tumba —observé.
—Frankie —me dijo Yun Sun con tono de regañina. Inclinó la cabeza en la dirección de la oficina de Madame Z, cuya puerta estaba cerrada. Supongo que temió que nos oyera y se ofendiese. Del pomo colgaba un mono de plástico rojo que servía para indicar que Madame Z se encontraba atendiendo a un cliente. Nosotros éramos los siguientes.
Will puso los ojos en blanco.
—Soy un ladrón de cuerpos —gimió. Extendió los brazos hacia nosotros—. Dadme vuestros corazones y vuestros hígados.
—¡Oh, no! El ladrón de cuerpos ha tomado posesión de nuestro querido Will —me aferré al brazo de Yun Sun—. Rápido, dale tú lo que pide; ¡así a mí me dejará en paz!
Yun Sun sacudió el brazo.
—No me hace gracia —dijo con un tono de voz cantarín y a la vez amenazador—. Y si os seguís metiendo conmigo, acabaré por marcharme.
—Vamos, no seas idiota —respondí.
—Pues mírame bien, porque mis muslos y yo nos largamos de aquí.
Debido al ajustadísimo vestido de noche que llevaba, que enseñaba un poquito demasiado, Yun Sun estaba obsesionada con que tenía las piernas rechonchas. Pero al menos no le faltaba el vestido de noche. Ni tampoco la oportunidad para llevarlo.
—¡Bah! —exclamé.
Sus malos humos estaban amenazando la buena marcha de nuestros planes, los cuales, por cierto, constituían la única razón para hallarnos en aquel lugar. La noche del baile de fin de curso estaba cada vez más cerca, y yo, desde luego, no iba a ser la típica muermo que se quedaba en casa mientras las demás chicas se rebozaban en purpurina y salían a bailar subidas a unos espectaculares y aparatosos taconazos de más de siete centímetros de altura.
De ninguna manera porque, además, muy en el fondo, sabía que Will quería pedirme que fuese su pareja. Para que lo hiciese sólo le hacía falta un empujoncito.
Bajé la voz y le dediqué una sonrisa a Will con la que quise decirle algo como «Bla, bla, bla… Cosas de chicas. ¡Nada importante!».
—Haber venido hasta aquí fue idea de las dos, Yun Sun. ¿Recuerdas?
—No, Frankie. La idea fue tuya —respondió ella. Y, por añadidura, en voz alta—. Yo ya tengo con quién ir, aunque se me vaya a asfixiar entre los muslos, el pobrecillo. Tú eres la única que necesita un milagro de última hora.
—¡Yun Sun! —miré a Will, que se había puesto colorado. Pero qué mala, Yun Sun. Mira que soltarlo así, de buenas a primeras. ¡Yun Sun era perversa!
—¡Ay! —gritó. Le acababan de dar un porrazo, yo.
—Estoy bastante cabreada contigo —le informé.
—Basta de andarse por las ramas. Tú lo que quieres es que él te pida que vayáis juntos al baile, ¿o no…? ¡Ay!
—Oye, calma —intervino Will. Estaba haciendo eso que hacía cuando se ponía de los nervios, lo de bajar y subir la nuez, qué adorable. Aunque, claro, también qué perturbador. Me hacía pensar en cosas que, por el momento, quedaban un paso más allá de lo probable.
En cualquier caso, Will estaba en posesión de una nuez y, cuando la movía arriba y abajo, me parecía delicioso. Le daba aspecto de vulnerabilidad.
—Me ha pegado —se quejó Yun Sun.
—Se lo merecía —contraataqué. Sin embargo, prefería no seguir con el tema, que, a aquellas alturas, se había vuelto demasiado indiscreto. Así que le di una palmada en la pierna y añadí—: Pero te perdono. Ahora, cállate.
Lo que Yun Sun no acababa de entender —o, mejor dicho, lo que entendía perfectamente pero se negaba a llevar a la práctica— era que no todas las cosas deben decirse en voz alta. Sí, yo quería que Will viniera conmigo al baile, y deseaba que no tardase demasiado en pedírmelo, porque sólo quedaban dos semanas para «La primavera es del amor».
Y sí, el nombre que le habían puesto a la fiesta era estúpido, pero no por ello menos cierto. La primavera, indiscutiblemente, era del amor. Tampoco era menos cierto que Will era mi príncipe azul, siempre, claro, que dejase atrás aquella persistente timidez suya y, de una vez por todas, se atreviera a dar el paso. ¡Ya valía de tanta palmada amistosa en el hombro, tanta risita y tanta guerra de cosquillas! ¡Bastaba de toqueteos y grititos aprovechando el visionado de copias para alquiler de
Los ladrones de cuerpos
o
Bajaron de las colinas!
¿Cómo no se daba cuenta de que, si me quería, allí me tenía?
El fin de semana anterior, había faltado muy poco para que me hiciera la pregunta; estaba segura al noventa y cinco por ciento. Habíamos estado viendo
Pretty Woman,
un empalague de tomo y lomo que, aun así, no deja de ser entretenido. Yun Sun se había ido a la cocina en busca de comida. Estábamos solos.
«
Oye
, Frankie —había dicho Will. Golpeteaba el suelo con los pies y se retorcía las manos en el interior de los bolsillos—. ¿Te importa si te hago una pregunta?»
Cualquier memo sabría de qué iba el asunto, y si lo único que quería era que subiese el volumen, pues con haber dicho «Eh, Franks, sube el volumen» habría sido suficiente. Natural. Directo al grano. Sin necesidad de comentarios introductorios. Sin embargo, dado que los comentarios introductorios estaban allí… pues ¿qué otra cosa querría preguntarme que no fuese «¿Vienes al baile conmigo?» El gozo eterno estaba al alcance de la mano, a sólo unos segundos.
Pero entonces metí la pata. Su evidente nerviosismo hizo que yo también perdiera los papeles, y en lugar de dejar que las cosas siguieran su curso, resolví cambiar de tema por puro y simple capricho. Qué idiota.
—Fíjate, ¡eso sí que es de libro! —exclamé, señalando el televisor.
Richard Gere iba galopando en su caballo blanco, que en realidad era una limusina, hacia el castillo de Julia Roberts, que en realidad era un edificio de ladrillo bastante cochambroso. Bajo nuestra atenta mirada, Richard Gere salió por el techo solar del coche y remontó la escalera de incendios, todo ello para ganarse el favor de su amada.