Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
—¡Frankie! —intervino Yun Sun.
—Tú eres como todas las demás, ¿no es cierto? —me dijo Madame Z—. Estás dispuesta a cualquier cosa con tal de conseguir un novio. Necesitas enamorarte hasta el tuétano, cueste lo que cueste.
Las mejillas me ardían. Pero el tema ya estaba encima de la mesa. Novios. Amor. Creí ver un rayo de esperanza.
—Haz el favor de contárselo —rogó Yun Sun—, o de lo contrario no vamos a conseguir marcharnos.
—No —insistió Madame Z.
—No te extrañe que se lo calle. Es una invención suya.
Los ojos de Madame Z relampaguearon. Yo la había provocado, y aquello no estaba bien, pero algo me dijo que, fuera lo que fuese aquel ramillete, no era ninguna invención. Mi curiosidad fue en aumento.
La vidente puso el ramillete en el centro de la mesa, en donde se quedó sin que pudiera apreciársele nada especial.
—Tres personas, tres deseos cada una —informó Madame Z—. Ésa es su magia.
Yun Sun, Will y yo nos miramos los unos a los otros, y nos dio un ataque de risa. Era absurdo y al mismo tiempo perfecto: la tormenta, el vejete y, como colofón, aquel anuncio lanzado de un modo tan siniestro.
Sin embargo, la mirada de Madame Z provocó que cortáramos las carcajadas de inmediato. En concreto, la mirada que le dirigió a Will.
Will intentó recuperar el ambiente desenfadado.
—Bueno, ¿y por qué no la utilizas? —le preguntó con la actitud del buen chico que pretende mostrarse atento y cortés.
—Ya lo hice —contestó Madame Z. El pintalabios naranja parecía una mancha.
—Y… ¿se cumplieron los tres deseos? —quise saber.
—Punto por punto —respondió ella, lacónica.
Ninguno supo qué decir a aquello.
—¿Hay alguien más que lo haya hecho? —intervino Yun Sun.
—Una señora. Desconozco la naturaleza de los dos primeros deseos que formuló, pero el último duró hasta su muerte. Así es como el ramillete llegó a mis manos.
Nos quedamos embobados, sin saber qué hacer. La situación se había tornado irreal, pero, aun así, allí estábamos nosotros, y no era un sueño.
—Espeluznante —juzgó Will.
—Entonces… ¿por qué te lo quedas? —pregunté—. Si ya se han cumplido tus tres deseos…
—Buena pregunta —repuso Madame Z después de quedarse unos segundos observando el ramillete. Se sacó del bolsillo un mechero color turquesa y lo encendió. Cogió el ramillete con determinación, como si se preparase para llevar a cabo una acción hacía tiempo pospuesta.
—¡No! —chillé, arrebatándole el ramillete de las manos—. Si tú no lo quieres, ¡dámelo a mí!
—Nunca. Debo quemarlo.
Cubrí los pétalos de rosa con los dedos. Su textura era semejante a la de la arrugada mejilla de mi abuelo, que yo solía acariciarle cuando iba a visitarlo al hogar de ancianos.
—Estás cometiendo un error —me avisó Madame Z. Me quitó las flores con cierta brutalidad. Percibí la misma lucha interna que me había parecido notar en ella al insistirle para que hablara del ramillete, como si habitara en éste un poder con capacidad para dominarla. Lo cual era absurdo, desde luego—. Todavía queda tiempo para cambiar tu destino —afirmó.
—¿Y qué destino es ése? —inquirí. Se me quebró la voz—. ¿El de que un árbol se cae en el bosque y, pobre de mí, llevo puestos tapones en los oídos?
Los ojos de Madame Z, enmarcados en unas gruesas pestañas, se clavaron en mí. La piel que los rodeaba era tan fina como el papel pinocho, y comprendí que aquella mujer era mayor de lo que había creído en un principio.
—Eres una jovencita maleducada e irrespetuosa. Te hacía falta una buena zurra —se acomodó en la silla giratoria que ocupaba y tuve la impresión momentánea de que se había librado de la malsana influencia del ramillete. Podría ser, también, que fuera el ramillete el que la hubiese librado—. Quédatelo, si eso es lo que quieres. No me hago responsable de lo que pueda suceder a partir de ahora.
—¿Cómo funciona? —le pregunté.
Ella soltó un bufido.
—Por favor —le rogué. No era mi intención ponerme pesada. Pero el asunto tenía muchísima importancia—. Si no me lo cuentas, seguro que me sale mal. Yo qué sé… Seguro que destruyo el mundo.
—Frankie… déjalo ya —susurró Will.
Sacudí la cabeza. Era superior a mis fuerzas.
Madame Z chasqueó la lengua con actitud desdeñosa. Bueno, y a mí qué.
—Sostenlo en la mano derecha y pronuncia tu deseo —explicó—. Sin embargo, te lo digo una vez más: te vas a arrepentir.
—No es necesario que me asustes —dije—. No soy tan estúpida como crees.
—No, lo eres aún más —convino ella.
Will decidió intervenir para reconducir la conversación. Le molestaban las desavenencias.
—Así que… ¿no volverías a utilizarlo si tuvieras la oportunidad?
Madame Z alzó las cejas.
—¿Tengo aspecto de necesitar que se me cumplan más deseos?
Yun Sun profirió un sonoro suspiro.
—Ya, pues a mí sí que me vendría bien. ¿Por qué no pides que me sean concedidos los muslos de Lindsay Lohan?
Me encantan mis amigos. Son fantásticos. Levanté el ramillete, y Madame Z, con un grito ahogado, me aferró la muñeca.
—¡Por tu bien, niña! —gritó—. ¡Si vas a pedir un deseo, al menos que sea razonable!
—Estoy de acuerdo, Frankie —afirmó Will—. Piensa en la pobre Lindsay… ¿Quieres que pierda los muslos?
—Todavía le quedarían las pantorrillas —repuse.
—¿Y con qué las sostendría? ¿Y qué productor de cine contrataría a una actriz de la que sólo se puede filmar el torso?
Me dio la risa, y Will pareció quedarse satisfecho consigo mismo.
—Sois de lo que no hay —juzgó Yun Sun.
La respiración de Madame Z se había vuelto agitada. Tal vez fuera cierto que no se sentía responsable de mis actos, pero el susto que se había llevado al verme alzar el ramillete no era fingido.
Deposité el ramillete en mi bolso teniendo cuidado de no dañarlo. Y, tras sacar la cartera, le pagué a Madame Z el doble de lo acordado. No me molesté en dar explicaciones. Sencillamente, le puse los billetes en la mano. Ella los contó y, con hastío y labios color naranja incluidos, se permitió darme unos consejos.
Por su actitud deduje que se daba por vencida… pero insistió en que tuviese mucho cuidado.
Siguiendo el ritual de la noche de los viernes, fuimos a mi casa a tomar una pizza. Un ritual que, por cierto, solía repetirse los sábados y los domingos. Mis padres estaban en Botsuana, adonde habían ido a pasar un semestre sabático, y eso implicaba que «Casa Frankie» era nuestra sala de fiestas particular. Claro que tampoco hacíamos fiestas. La casa, alejada de la ciudad, situada junto a un descuidado camino de tierra y sin vecinos alrededor que pudieran quejarse, se prestaba a ello. Pero preferíamos estar los tres solos o, a lo sumo, aceptar la presencia ocasional de Jeremy, el novio de Yun Sun. Aun así, Jeremy consideraba que Will y yo éramos raros. No le gustaba la pifia en la pizza y no compartía nuestros gustos cinematográficos.
La lluvia se estrellaba con fuerza contra el techo de la furgoneta de Will, ocupado con las serpenteantes curvas de Restoration Boulevard. Dejamos atrás la bollería Krispy Kreme y la carnicería Piggly Wiggly, y pasamos junto al solitario depósito de agua del condado, que elevaba su gloria hacia los cielos. Íbamos bastante apretados, pero a mí no me importaba. Ocupaba el asiento de en medio. Cada vez que cambiaba de marcha, Will me rozaba la rodilla con la mano.
—Ah, el cementerio —anunció cuando vimos aparecer por el costado una verja de hierro forjado—. ¿Qué os parece si guardamos un minuto de silencio por Fernando?
El resplandor de un relámpago iluminó las sucesivas filas de lápidas, y comprobé lo espeluznantes y perturbadores que son los cementerios. Huesos. Piel putrefacta. Ataúdes, algunos de los cuales, a veces, salían a la superficie.
Respiré aliviada cuando llegué a casa. Mientras Will llamaba a la pizzería y Yun Sun examinaba lo que el videoclub nos había deparado para la semana, fui encendiendo las luces de todas las habitaciones.
—Algo agradable, ¿vale? —dije, desde el vestíbulo.
—Entonces nada de
Night Stalker,
¿no? —respondió Yun Sun.
Me uní a ella en el estudio e inspeccioné la pila de películas.
—¿Qué tal
High School Musical
? Es lo menos horripilante que se me ocurre.
—Estás de broma —afirmó Will, colgando el teléfono—. Piensa en Sharpay y su hermano haciendo ese baile sexy con maracas. ¿No te parece eso horripilante?
Me reí.
—Pero adelante, chicas —dijo—. Elegid la que os venga en gana. Tengo que ir a hacer un recado.
—¿Te vas? —le preguntó Yun Sun.
—¿Y la pizza? —inquirí yo.
Abrió su cartera y dejó un billete de veinte dólares sobre la mesa.
—Estaré de vuelta en media hora. Lo prometo.
Yun Sun sacudió la cabeza.
—Te lo voy a volver a preguntar: ¿te vas? ¿Ni siquiera te quedas a cenar?
—Es que tengo que ir a hacer una cosa —repuso él.
Se me encogió el corazón. Deseaba que se quedase, aunque sólo fuera un poquito más. Corrí a la cocina y saqué del bolso el ramillete de Madame Z o, mejor dicho, el mío.
—Bueno, pues, al menos, espera a que haya pedido mi deseo —le dije.
Mi ocurrencia le hizo gracia.
—Está bien. Anda, pide el deseo.
Titubeé. El estudio era cálido y acogedor, la pizza venía de camino y me encontraba con los mejores amigos del mundo. ¿Qué otra cosa podría querer?
La parte avariciosa de mi cerebro protestó. El baile, desde luego. Yo quería que Will me pidiese que fuéramos juntos. Tal vez fuese muy egoísta de mi parte tener lo que tenía y querer más, pero decidí no pensarlo demasiado.
«Porque míralo», me dije. Los amables ojos castaños, la sonrisa torcida, los rizos angelicales, toda la dulzura y bondad que, en suma, lo caracterizaban.
Will simuló el ruido de un redoble de tambor. Levanté el ramillete.
—Quiero que cierto chico me invite a ir al baile con él —pronuncié.
—¡Acaban de oírlo, queridos amigos! —gritó Will. Estaba eufórico—. ¿Y quién no soñaría con acompañar a nuestra fabulosa Frankie al baile? Tendremos que esperar unos momentos para ver si su deseo…
—¿Frankie? —intervino Yun Sun, interrumpiendo a Will—. ¿Frankie, estás bien?
—Se ha movido —dije, lanzando el ramillete al suelo. Me invadió un sudor frío—. Os lo juro por Dios. Se movió en el momento en que pedí el deseo. ¡Y esta peste! ¿No la oléis?
—No —me respondió Yun Sun—. ¿Qué olor?
—Tú sí lo hueles, ¿no, Will?
Will sonreía, todavía de aquel extraño humor que había manifestado desde que… en realidad, desde que Madame Z le había aconsejado mantenerse alejado de las alturas. Restalló un trueno, y él me dio un empujón en el hombro.
—Ya, y ahora vas a decir que la tormenta es cosa del maleficio de tu deseo, ¿no? —se mofó—. O, aún mejor, mañana, cuando te levantes, dirás que has encontrado una criatura jorobada y maliciosa escondida en el edredón, ¡a que sí!
—Como a flores podridas —dije—. ¿De verdad que no lo oléis? ¿No me estaréis tomando el pelo?
Will extrajo las llaves del bolsillo de su pantalón.
—Nos vemos en el segundo acto, compañeras. Oye, Frankie.
—¿Qué?
Un nuevo trueno sacudió la casa.
—No pierdas la ilusión —afirmó—. Lo bueno se hace esperar.
Lo observé desde la ventana caminar hacia la furgoneta. Caían cortinas de agua. Luego, mientras una idea penetraba en mi cabeza y apartaba todo lo demás, me volví y miré a Yun Sun.
—¿Has oído lo que acaba de decir? —le agarré las manos—. Dios mío, ¿crees que significa lo que creo que significa?
—¿Y qué otra cosa iba a significar? —repuso Yun Sun—. ¡Te va a pedir que vayas al baile con él! Es sólo que… No sé. ¡Está intentando que sea una gran sorpresa!
—¿Qué piensas que va a hacer?
—Ni idea. ¿Alquilar una valla publicitaria? ¿Enviarte una banda de música?
Chillé. Ella chilló. Nos pusimos a saltar como locas.
—Tenías razón. Lo del deseo ha sido una gran idea —dijo—. Era lo que faltaba para darle a Will el último empujón… ¿Y lo de las flores podridas? ¡Emocionante!
—Lo del olor era cierto, de verdad —insistí.
—Ya, claro.
—En serio.
Me miró con expresión burlona y meneó la cabeza.
—Pues, entonces, supongo que habrán sido imaginaciones tuyas —aventuró.
—Puede ser —convine.
Recogí el ramillete del suelo sujetándolo cautelosamente con el dedo gordo y el índice. Lo llevé a la estantería y lo coloqué detrás de una fila de libros. Deseaba apartármelo de la vista.
A la mañana siguiente, bajé trotando por la escalera con la estúpida esperanza de encontrar… No lo sé. ¿Cientos de M&Ms formando las letras de mi nombre? ¿Corazones de serpentina adornando las ventanas?
Nada más lejos de eso. Encontré un pájaro muerto. Su cuerpecito yacía en el felpudo, como si, durante la tormenta nocturna, se hubiese abierto la cabeza contra la puerta.
Lo envolví en una servilleta de papel y lo llevé al contenedor de basura intentando no sentir su levísimo peso.
—Lo siento mucho, pajarito lindo y dulce —dije—. Vuela hacia el cielo —tiré el cadáver, y la tapa del contenedor se cerró con gran estruendo.
Regresé de inmediato. El teléfono estaba sonando. Debía de ser Yun Sun, con el propósito de que la pusiera al día. La noche anterior, se había marchado con Jeremy a eso de las once, pero antes me había hecho prometerle que la avisaría en el momento en que Will diese el paso.
—Hola, cielo —dije, después de ver que no me había equivocado—. Todavía no tengo noticias… Lo siento.
—Frankie… —dijo Yun Sun.
—Pero he estado pensando en Madame Z. En esa obsesión suya con lo de no jugar con el destino.
—Frankie…
—En fin, ¿cómo va a perjudicarme que Will me pida que vaya con él a la fiesta? —me acerqué al congelador y saqué la caja de gofres helados—. ¿Por el intercambio de fluidos, tal vez? ¿Me va a traer flores, y una abeja va a salir de ellas y va a picarme?
—Frankie, cállate. ¿No has visto las noticias esta mañana?
—¿Un sábado? Qué va.
Oí que Yun Sun tragaba saliva.
—Yun Sun, no me digas que estás llorando.
—Anoche… Will escaló el depósito de agua —dijo.
—¿Cómo? —el depósito de agua podría tener unos cien metros de altura, y al pie había un cartel que prohibía subir. Will siempre había hablado de ascender hasta la parte alta, pero, dado que era un amante de las normas, nunca lo había hecho.