Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
—Porque le gusta jugar con la comida —responde Mary sin un atisbo de emoción en su voz—. Igual que a su padre.
Me estremezco. No puedo evitarlo. A pesar de que no sea mi tipo, no es agradable imaginarse a Lila transformada en piscolabis nocturno de un vampiro.
—¿No te preocupa —le pregunto con la esperanza de cambiar el cariz de la conversación— que Lila le diga a Drake que no se presente en el baile porque vamos a estar esperándolo?
He utilizado el plural y no el singular porque tengo muy claro que no voy a permitir que Mary vaya a por ese tipo ella sola. Lo cual, no hay duda, Verónica también lo calificaría de sexista.
Pero Verónica no conoce la sonrisa de Mary.
—¿Me tomas el pelo? —replica Mary. No parece haber prestado atención a lo del plural—. Eso es justo lo que espero que haga. De ese modo, es seguro que Drake decidirá acudir.
La miro durante un momento.
—¿Y por qué?
—Pues porque matar a la hija de la exterminadora lo catapultará al estrellato en la jerarquía de la cripta.
Me quedo parpadeando.
—¿La jerarquía de la cripta?
—Claro —dice, pasándose una mano por los cabellos—. Es como la jerarquía de una banda callejera. Sólo que entre los no muertos.
—Ah —por extraño que pueda parecer, tiene sentido. Tanto como cualquiera de las muchas cosas que he oído esta noche—. ¿Y a tu padre lo llaman «exterminadora»? —me cuesta un poco imaginar al padre de Mary blandiendo una ballesta como su hija.
—No —responde, y su sonrisa se desvanece—. A mi mamá. Al menos… así era. Y además no sólo exterminadora de los vampiros, sino también de cualquier ser maligno: demonios, licántropos, duendes, fantasmas, hechiceros, genios, sátiros, trasgos, grifos, quimeras, titanes, leprechauns…
—¿Leprechauns? —mascullo, desconcertado.
Pero Mary se limita a encogerse de hombros.
—Si era perverso, mi madre lo mataba. Tenía un don para eso… Un don —agrega a media voz— que ojalá haya heredado yo.
Me quedo allí sentado durante un rato. Tengo que admitir que lo que ha ocurrido en las últimas dos horas me tiene anonadado. ¿Ballestas, vampiros, exterminadoras? ¿Se puede saber qué es un leprechaun? No estoy seguro de querer enterarme. Oye. Espera. Sí sé que no quiero saber. Noto un zumbido en la cabeza que a buen seguro no va a detenerse.
Lo raro es que hasta creo que me gusta.
—Y bien —dice Mary, alzando la vista para mirarme a los ojos—. ¿Me crees ahora?
—Te creo —contesto. En realidad, lo único que no me creo es que me lo esté creyendo. Es decir, que me esté creyendo lo que dice.
—Bien —celebra—. Es mejor que no se lo cuentes a nadie. Ahora, si no te importa, me conviene empezar a prepararlo todo…
—Genial. Dime qué debo hacer.
El rostro se le nubla.
—Adam —me dice. Y hay algo en el modo en que coloca los labios para pronunciar mi nombre que hace que me vuelva un poquito loco…, que me entren ganas de abrazarla y correr por la habitación al mismo tiempo—. Te agradezco el gesto. De verdad. Pero es demasiado arriesgado. Si mato a Drake…
—Cuando lo mates —corrijo.
—… lo más probable es que se presente su padre —continúa diciendo— con ganas de venganza. Puede que esta noche no. Y a lo mejor ni siquiera mañana. Pero pronto. Y cuando eso ocurra… las cosas van a ponerse feas de verdad. Va a ser espantoso. Una pesadilla. Un auténtico…
—Apocalipsis —apostillo, y un leve escalofrío me recorre la espina dorsal.
—Sí. Exacto.
—No te preocupes —afirmo, ignorando el escalofrío—. Estoy preparado para todo.
—Adam —me hace un gesto negativo—. No lo entiendes. No puedo… en fin, no estoy segura de poder protegerte. Y, desde luego, no estoy dispuesta a que arriesgues tu vida. En mi caso es diferente, porque… bueno, por mi madre. Pero tú…
La interrumpo.
—Tú dime a qué hora quieres que pase a recogerte.
Se me queda mirando.
—¿Cómo?
—Lo siento —le digo—, pero no vas a ir al baile sola. Fin de la historia.
Y he debido tener un aspecto amenazador mientras lo decía, porque, tras hacer ademán de discutir, guarda silencio, me mira y dice:
—Vale. Está bien.
Aun así, se ve en la necesidad de añadir:
—Ha llegado tu último día.
Quería tener la última palabra, imagino.
A mí me parece bien. La última palabra es suya.
Porque sé lo que he descubierto en Mary: la compañera que arrimará el hombro en la inevitable lucha por la supervivencia que habrá de producirse en el Estados Unidos postapocalíptico.
Mary
El corazón me late al ritmo de la música. Noto el bajo en el pecho: pum, pum. A causa de la neblina producida por la nieve carbónica y los haces de luz intermitente que caen desde el techo de la discoteca, es difícil distinguir algo en la estancia, plagada de cuerpos que se contorsionan.
Sin embargo, sé que él está aquí. Lo percibo.
Y luego lo veo, acercándoseme a través de la pista de baile. Trae dos vasos llenos de un líquido color sangre, uno en cada mano. Cuando llega junto a mí, me ofrece uno de los vasos y dice:
—No te preocupes. No es de garrafón. Me he cerciorado.
Prefiero no contestar. Bebo un sorbo del ponche y el líquido —a pesar de su dulzor excesivo— me alivia la sequedad de la garganta.
De todas maneras, sé que estoy cometiendo un error. Me refiero a haber accedido a que Adam esté aquí.
Sin embargo… hay algo en él. No sé qué es. Algo que lo diferencia del resto de los cachas tontuelos que pueblan el instituto. Tal vez tenga que ver con el modo en que me salvó en la discoteca, cuando me habían vencido las circunstancias, cuando le disparó a Sebastian Drake —retoño del mismísimo diablo— con una pistola de agua cargada con salsa de tomate.
O tal vez esté relacionado con lo sensible que fue con respecto a lo de mi padre, con el hecho de que no haya bromeado diciendo que se parece a Doc, el de
Regreso al futuro,
y que, lo que es más, lo haya tratado de usted. O con cómo sostenía la fotografía de mi madre y cómo reaccionó cuando le conté lo ocurrido con ella.
O a lo mejor todo se reduce al aspecto con que se presentó esta noche, a las ocho menos cuarto, increíblemente guapo con su esmoquin —y hasta con un ramillete de rosas rojas para regalarme—, a pesar de que hacía menos de veinticuatro horas ni siquiera supiera que iba a asistir al baile (menos mal que vendían entradas en la puerta).
En fin. Papá estaba extasiado y, por una vez, actuó como un padre normal: sacó un sinnúmero de fotos —«Para que las vea tu madre cuando esté mejor», decía sin cesar— e intentó que Adam le aceptase varios billetes de veinte dólares mientras le susurraba: «Después de la fiesta, quiero que la trates como a una reina».
Lo cual, con franqueza, me hizo comprender que prefiero los momentos en que papá no sale del laboratorio.
Y aun así. Sabía que era una equivocación no mandar a Adam a paseo. Este no es un trabajo para aficionados. Es… es…
… hermoso. O sea, me refiero a la sala de baile. Cuando entré del brazo de Adam casi me quedé sin aire. (Insistió en ese detalle. Para parecer una «pareja normal» en el caso de que Drake estuviese mirando.) Este año, el comité del baile de fin de curso del instituto Saint Eligius se ha superado a sí mismo.
Lo de que hayan conseguido un salón enorme en el Waldorf Astoria es un auténtico hito, pero lo verdaderamente milagroso es que lo hayan convertido en un romántico y reluciente país de las maravillas.
Sólo espero que todas esas escarapelas y serpentinas sean ignífugas. Lamentaría que se quemaran con las llamas que prenderán cuando, una vez haya apuñalado a Drake en el pecho, su cadáver se incendie.
—Y bien —dice Adam mientras nos mantenemos al borde de la pista de baile, bebiendo ponche en medio de un silencio que, la verdad, se estaba volviendo un poco incómodo—. ¿Qué es lo que vas a hacer? No veo la ballesta por ningún lado.
—Me llega con una estaca —le respondo, dejándole ver una pierna a través de la abertura del vestido. En ella llevo una pieza de fresno tallada a mano, que he guardado en la vieja funda de pistola de mamá—. Sencillo y eficaz.
—Ah —exclama Adam, tras ahogarse un poco en su ponche—, vale.
Me doy cuenta de que sigue mirándome el muslo. Sin perder un instante, vuelvo a colocarme la falda en su sitio.
Y se me ocurre —por vez primera— que es posible que Adam esté en esto por razones distintas a la de querer contribuir a que la novia de su mejor amigo se libere del encantamiento con que la retiene un demonio succionador de sangre.
Sin embargo… ¿cómo va a ser eso posible? Es decir, se trata nada menos que de Adam Blum. Y yo soy la chica nueva. Le caigo bien, eso sí, pero no le gusto. No puede ser. Es probable que sólo me resten diez minutos de vida. A no ser que algo cambie lo que a buen seguro está por ocurrir.
Azorada, me ocupo en observar las parejas que dan vueltas frente a nosotros. La señora Gregory, de Historia de Estados Unidos, es una de las carabinas. Se pasea por la estancia con la intención de que las chicas no se rocen demasiado con sus parejas. A lo mejor hasta intenta que no salga la luna.
—Creo que sería mejor que te dedicaras a distraer a Lila —digo, con la esperanza de que no note que las mejillas se me han puesto tan encarnadas como el vestido— mientras yo esté con la estaca. No quiero que se le ocurra salvarlo y se entrometa.
—Para eso he traído a Ted hasta aquí —responde Adam, señalándome a Teddy Hancock con un gesto de cabeza. Está sentado junto a una mesa cercana y contempla la pista de baile con expresión de aburrimiento. Como nosotros, está esperando a Lila (y a su acompañante).
—Da igual —afirmo—. No quiero que estés a mi lado cuando… Ya sabes.
—Me ha quedado claro después de que lo hayas dicho nueve millones de veces —murmura Adam—. Sé que puedes cuidar de ti misma, Mary. Me lo has asegurado por activa y por pasiva.
No puedo evitar responderle con una mueca. Es evidente que no se lo está pasando demasiado bien.
Bueno, ¿y qué? ¡Si está aquí no es porque yo se lo haya pedido! ¡Se ha invitado a sí mismo! Además, ¡no hemos venido a bailar! ¡Nada de eso! Lo sabe desde el primer momento. Es él quien quiere cambiar las normas, no yo. O sea, ¿quién engaña a quién? Yo no puedo tener novio. Tengo un legado que perpetuar. Soy la hija de la exterminadora. Debo…
—¿Te apetece bailar? —me pregunta Adam.
—Oh —exclamo, un tanto estupefacta—. Me encantaría. Pero, en realidad, tendría que…
—Genial —dice interrumpiéndome, y, tras tomarme del brazo, me conduce hacia la pista de baile.
Estoy tan abrumada que no soy capaz de hacer nada para detenerlo, la verdad. Bueno, cuando empiezan a pasárseme los efectos de la sorpresa inicial, descubro que no me apetece detenerlo. Pasmada, me doy cuenta de que… en fin, de que me gusta lo que siento estando en brazos de Adam. Me siento bien. Me siento a salvo. Me siento cómoda. Me siento… vamos, casi como si, por variar, fuese una chica corriente.
No la chica nueva. No la hija de la exterminadora. Sólo… yo. Mary.
Es una sensación a la que podría acostumbrarme.
—Mary —dice Adam. Es mucho más alto que yo y su respiración agita los mechones que se me han soltado del moño. Pero no me importa, porque el aroma que exhala es agradable.
Lo miro, como si estuviera en un sueño. Es increíble que nunca me haya fijado en lo guapo que es. Bueno, ayer por la noche empecé a darme cuenta. Es decir, tomé nota por primera vez, pero hasta ahora no lo había valorado en su justa medida, porque ¿qué pinta un chico como él con alguien como yo? Ni en un millón de años se me habría ocurrido pensar que acabaría yendo a la fiesta de fin de curso con Adam Blum…
Y sí, cierto, me lo pidió sólo porque siente pena por mí por lo de que mi madre sea un vampiro y todo eso. Pero aun así.
—¿Mmm? —digo, sonriéndole.
—Eh… —por algún motivo, Adam parece un poco incómodo—. Pues me estaba preguntando… ya sabes, cuando todo esto termine, y tú hayas acabado con Drake, y Lila y Ted vuelvan a estar juntos… querrías, esto…
Dios. ¿Qué está pasando? ¿No estará pidiéndome lo que creo que está pidiéndome? O sea, ¿salir conmigo? ¿Sin que haya objetos afilados y punzantes de por medio, como ahora?
No. Esto no está sucediendo. Es un sueño o algo parecido. Dentro de un minuto, me voy a despertar y todo habrá desaparecido. Porque ¿cómo iba a ser posible algo así? Mejor no respirar, para que no se esfume el hechizo que nos envuelve a ambos…
—¿Qué, Adam? —le pregunto.
—A ver —ya no es capaz de mirarme a los ojos—. Si querrías, no sé, que fuésemos por ahí a dar una vuelta…
—Discúlpame —conozco demasiado bien esa voz grave que interrumpe a Adam—. ¿Te importa si bailo un poco con ella?
Cierro los ojos, frustrada. Como mi vida siga así, jamás lograré que un chico quiera salir conmigo. Nunca, jamás de los jamases. Voy a ser una rarita —hija de raritos— el resto de mi vida. ¿Por qué alguien como Adam Blum querría salir conmigo, vamos? ¿Con la niña de un vampiro y un científico pirado? Las cosas como son. Es imposible.
Y ya me he hartado. Hasta aquí podíamos llegar.
—Oye, mira —digo, volviéndome hacia Sebastian Drake, cuyos ojos se agrandan como consecuencia de la rabia que lee en mi expresión—. ¿Pero cómo te atreves a…?
Me quedo sin habla. De repente veo esos ojos…
… esos hipnotizadores ojos azules, que me llaman de pronto para sumergirme en ellos y que su calor me meza con olas dulces y suaves.
No se parece en nada a Adam Blum, no hay duda. Pero el modo que tiene de mirarme me da a entender que lo sabe, que lo lamenta, que va a hacer todo lo posible para caerme bien… e incluso más allá…
Al recuperar el sentido me veo en brazos de Sebastian Drake, que me está llevando, con delicadeza infinita, hacia una cristalera tras la que se insinúan la noche y un jardín bañado por la luz titilante de los farolillos y la luna…
El lugar perfecto al que llegar de la mano del rubio descendiente de un conde transilvano.
—Me alegra mucho que al fin hayamos tenido oportunidad de conocernos —me dice Sebastian con una voz que parece acariciarme como el borde de una pluma. Todo y todos quedan atrás: las demás parejas, Adam, una estupefacta Lila, que nos dedica una mirada celosa, Ted, que le dedica una mirada celosa a Lila, e incluso las escarapelas y las serpentinas… Las cosas se funden como si todo lo que existiese en el mundo se redujera a mí, a este jardín en el que me encuentro y a Sebastian Drake.