Read Noches de baile en el Infierno Online
Authors: Meg Cabot Stephenie Meyer
Tags: #Infantil y juvenil, Fantastica, Romántica.
—Si —chilla, exultante, con un tono de voz que conozco muy bien—. Me lo ha contado. Y también me ha hablado de las personas como tú, Mary. Gente que no entiende, que es incapaz de entender que procede de una estirpe tan antigua y noble como la de un rey…
—Dios mío —me dan ganas de abofetearla. Si no lo hago es porque Adam, como si me hubiese leído el pensamiento, me está sujetando el brazo—. Lila, ¿lo sabías? ¿Y aun así vas con él?
—Por supuesto —responde Lila—. A diferencia de ti, Mary, yo he abierto la mente. No tengo los prejuicios que tú tienes con respecto a los de su género…
—¿Los de su género? ¿Los de su género? —de no ser por Adam, que me sujeta susurrándome «Oye, tranquila», me habría lanzado sobre ella y habría intentado meter un poco de sentido común en su insípida y anodina cabezota—. ¿Y se le ocurrió mencionar de qué modo sobreviven los de su género? ¿Habló de lo que comen o, más bien, de lo que beben para vivir?
Lila adopta una actitud desdeñosa.
—Sí —afirma—. Así es. Y me parece que estás exagerando. Sólo bebe la sangre que compra en un banco de sangre. No mata a nadie…
—¡Vamos, Lila! —no doy crédito a lo que oigo. O, bueno, teniendo en cuenta que es Lila la que habla, sí que se lo doy. Con todo, nunca la habría creído tan ingenua como para tragarse semejante cosa—. Eso es lo que dicen todos. Han estado yéndole con ese cuento a las jovencitas durante siglos. Es una sarta de mentiras.
—Para un momento —Adam me ha soltado el brazo. Por desgracia, ahora que tengo la libertad de hacerlo, ya no me apetece darle un sopapo a Lila. Estoy demasiado asqueada—. ¿Qué pasa aquí? —exige Adam—. ¿Quién bebe sangre? Estáis hablando… ¿de Drake?
—Si, de Drake —respondo lacónicamente.
Adam me mira sin acabar de creérselo, mientras que, a su lado, su amigo Ted comienza a silbar.
—Tío —exclama Ted—. Ya sabía yo que había algo sucio en ese tipo.
—¡Dejadlo ya! —grita Lila—. ¡Todos vosotros! ¡Prestad atención a lo que estáis diciendo! ¿Os hacéis una idea de lo intolerantes que sois? Si, Sebastian es un vampiro… ¡pero eso no implica que no tenga derecho a existir!
—Ya —contesto—. Teniendo en cuenta que es un enemigo de la humanidad viviente y que se ha estado alimentando de niñas inocentes como tú durante siglos, pues entérate de que no, no tiene derecho a existir.
—Espera un momento —Adam sigue sin salir de su asombro—. ¿Un vampiro? ¿De qué vais? Eso es imposible. Los vampiros no existen.
—¡Bah! —Lila se le acerca y patea el suelo—. ¡Tú eres aún peor que los demás!
—Lila —tercio, ignorando la intervención de Adam—, no puedes volver a encontrarte con él.
—No ha hecho nada malo —insiste Lila—. Ni siquiera me ha mordido… a pesar de que yo misma se lo pidiese. Dice que no puede, porque me ama demasiado.
—Dios mío —exclamo con repugnancia—. Ese es otro de sus cuentos, Lila. ¿Es que no te das cuenta? Todos dicen lo mismo. Y que sepas que no te ama. O, por lo menos, no te ama más de lo que una garrapata estima al perro del que se alimenta.
—Te quiero —interviene Ted con voz quebrada—. ¿Y tú vas y me plantas por un vampiro?
—No lo entendéis —Lila se echa el rubio cabello hacia atrás—. No es una garrapata, Mary. Sebastian me ama demasiado para morderme. Además, sé que puedo hacerlo cambiar. Porque desea estar conmigo para siempre, al igual que yo con él. Estoy convencida. Y a partir de mañana por la noche, estaremos juntos para siempre.
—¿Qué pasa mañana por la noche? —pregunta Adam.
—El baile —le respondo con voz monocorde.
—Eso es —dice Lila, retomando su cháchara—. Voy a ir con Sebastian. Y aunque todavía no lo sabe, él me morderá; sólo un mordisco, y me dará la vida eterna. Vamos, reconocedlo: ¿imagináis algo mejor? ¿No querríais vivir para siempre? Es decir, ¿si pudierais?
—No de ese modo —afirmo. Hay algo dentro de mí que se resiente. Por Lila, y también por todas aquellas que la han precedido. Y también por las que la seguirán, si no consigo remediarlo.
—¿Va a encontrarse contigo en el baile? —me obligo a preguntarle. Me cuesta hablar; todo lo que me pide el cuerpo es dejarle paso a las lágrimas.
—Si —dice Lila. Le asoma a la cara el mismo gesto ausente que tenía en la discoteca y también en el comedor—. No podrá resistírseme… No si me pongo mi nuevo vestido de Roberto Cavalli, con el cuello expuesto a la luz plateada de la luna llena…
—Creo que voy a devolver —anuncia Ted.
—Nada de eso —digo—. Vas a llevar a Lila a casa. Toma —hurgo en la mochila y saco un crucifijo y dos pequeños recipientes con agua bendita y se los doy—. Si aparece Drake, aunque no lo creo posible, defiéndete con esto. Luego ve a tu casa después de haber dejado a Lila en la suya.
Ted examina lo que acabo de ponerle en las manos.
—Espera. ¿Esto es todo? —pregunta—. ¿Vamos a permitir que la mate?
—No va a matarme —le corrige Lila con aire jovial—. Va a convertirme en uno de los de su raza.
—No vamos a hacer nada —decido—. Vosotros os vais a casa y me dejáis esto a mí. Lo tengo bajo control. Ocúpate de que Lila llegue sana y salva. No debe ocurrirle nada hasta la hora del baile. Los espíritus malignos no pueden entrar en una casa habitada sin que se les invite a hacerlo —le endoso a Lila una mirada inquisitiva—. No lo has invitado, ¿verdad?
—Qué más da —responde Lila, sacudiendo la cabeza—. Además, no creo que mi padre fuese a poner el grito en el cielo por encontrar a un chico en mi habitación.
—Vale. A casa. Y tú también —le ordeno a Adam.
Ted toma del brazo a Lila y ambos comienzan a alejarse. Pero, para mi sorpresa, Adam se queda donde está con las manos metidas en los bolsillos.
—Bien —murmuro—. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Sí —responde Adam con tranquilidad—. Puedes empezar por el principio. Quiero saberlo todo. Porque si lo que dices es cierto, de no haber sido por mí, ahora mismo serías una mancha de sangre en la columna de la discoteca. Así que empieza a hablar.
Adam
Si alguien me hubiese dicho hace una hora que acabaría la noche yendo al ático de Mary, la de clase de Historia de Estados Unidos, en East Seventies… lo habría creído un desvarío.
Pero resulta que me encuentro justamente en ese lugar, siguiendo a Mary, quien, tras pasar junto al amodorrado portero (que, viendo la ballesta, se limita a levantar una ceja), se mete en el ascensor, adornado, según creo, al estilo Victoriano de mediados del siglo diecinueve, a juzgar por el parecido que tiene con los decorados de una de esas soporíferas miniseries que a mi madre tanto le gusta ver, una de ésas plagadas de jovencitas que se llaman Violeta u Hortensia.
Hay libros por todas partes; y no ediciones de bolsillo de Dan Brown, sino tomos grandes y pesados, con títulos tales como
Demonología en la Grecia del siglo diecisiete
o
Una guía de necromancia
. Miro alrededor, pero no veo una tele de plasma ni una pantalla de cristal líquido. Ni siquiera un televisor corriente.
—¿Es que tus padres son profesores o algo así? —le pregunto a Mary, quien se deshace de la ballesta y se encamina a la cocina. Abre la puerta de la nevera, coge dos coca-colas y me da una a mí.
—Algo así —responde Mary. Esta es la actitud que ha tenido de camino hasta aquí: no muy rebosante de explicaciones.
De todos modos, tampoco me importa mucho, ya que tiene claro que no voy a marcharme hasta haber oído la historia completa. La verdad es que, por el momento, no sé qué pensar. Por un lado, me alivia que Drake no sea quien yo pensaba que era: el ex de Mary. Por el otro… ¿un vampiro?
—Ven —me insta Mary, y me dispongo a seguirla porque… ¿qué otra cosa puedo hacer? No sé qué pinto aquí. No creo en los vampiros. Me parece, en cambio, que Lila se ha liado con uno de esos extravagantes góticos que salen a veces en los programas de televisión de baja estofa.
Sin embargo, la pregunta de Mary —«¿Entonces cómo te explicas que haya desaparecido de la pista de baile de ese modo?»— me intranquiliza. ¿Cómo lo hizo el tipo ese?
Bien es cierto que hay toneladas de preguntas para las que no tengo respuesta. Como una que se me ha ocurrido: ¿cómo lograr que Mary me mire como Lila miraba a ese tío, Drake?
La vida es rica en misterios, como le gusta decir a mi padre, y muchos de esos misterios están envueltos en enigmas.
Mary me conduce por un oscuro pasillo hasta una puerta abierta, por cuyo vano se derrama un chorro de luz. Le da unos golpecitos y dice:
—¿Papá? ¿Podemos pasar?
—Cómo no —responde una voz ronca.
Y así es como, precedido por Mary, entro en la habitación más rara que haya visto en mi vida. Por lo menos, en un ático del Upper East Side.
Es un laboratorio. Hay tubos de ensayo, recipientes varios y frasquitos desparramados por todas partes. De pie, frente a algunos de ellos, hay un hombre de cabellos blancos y albornoz, con aspecto de científico, ocupado con una cubeta de cristal que contiene un líquido de color verde claro y emite un humo espeso. El vejete alza la vista y, al entrar Mary en la habitación, sonríe. Me mira de arriba abajo con unos ojos verdes muy semejantes a los de Mary.
—Bueno, pues hola —dice el hombre—. Veo que has traído a un amigo. Me alegro. De un tiempo a esta parte me parece que pasas demasiado tiempo sola, jovencita.
—Papá, éste es Adam —le explica Mary—. Se sienta detrás de mí en la clase de Historia de Estados Unidos. Vamos a ir a mi habitación a hacer los deberes.
—Qué bien —juzga el padre de Mary. Por lo visto, no se le ocurre pensar que lo último que un chico de mi edad haría con una chica en una habitación a las dos de la madrugada es ponerse a hacer los deberes—. No estudiéis demasiado, niños.
—Descuida —contesta Mary—. Vamos, Adam.
—Buenas noches, señor —le digo al padre de Mary, que me dedica una sonrisa antes de volver a concentrarse en su humeante cubeta—. Pues vale —le digo a Mary mientras volvemos a recorrer el pasillo, esta vez para dirigirnos a su habitación… la cual, curiosamente, es bastante espartana para tratarse del cuarto de una chica, pues sólo cuenta con un cama grande, un armario y una mesa. A diferencia de la habitación de Verónica, no hay nada a la vista, excepto un portátil y un reproductor de MP3. Mientras se ausenta en el lavabo por unos instantes, aprovecho para examinar los títulos de la lista de reproducción. Rock en su mayor parte, un poco de rythm & blues y otro poco de rap. Pero nada de emo. Menos mal—. ¿Qué pasa en esta casa? ¿Qué hace tu padre con todos esos chismes?
—Busca una cura —responde Mary desde el baño.
Cruzo la ornamentada alfombra persa y me acerco a la cama. Hay una foto enmarcada en la mesilla de noche. En ella veo a una mujer muy hermosa, sonriente y bañada en luz solar. La madre de Mary. No sé por qué lo sé. Sólo que lo sé.
—¿Una cura para qué? —pregunto, tomando la foto entre las manos para inspeccionarla de cerca. Sí, helos aquí. Los labios de Mary. Los cuales, según no he podido dejar de fijarme, se tuercen hacia arriba en los extremos. Incluso cuando se cabrea.
—Vampirismo —me informa Mary. Sale del baño portando un vestido largo de color rojo, todavía metido en el envoltorio plástico de la lavandería.
—Ah —articulo—. Lamento tener que decirte esto, Mary, pero los vampiros no existen. Ni tampoco el vampirismo. Ni nada que se le parezca.
—¿Ah, sí? —los labios de Mary se curvan aún más.
—Los vampiros son una invención del tío ese —se ríe de mí. Pero me da igual, porque es Mary. Prefiero eso a que me ignore, que es lo que ha hecho la mayor parte del tiempo desde que la conozco—. El que escribió
Drácula
, ¿no?
—Bram Stoker no inventó los vampiros —dice Mary mientras su sonrisa va languideciendo—. Ni siquiera a Drácula, quien, por cierto, es un personaje histórico.
—Sí, bueno, pero ¿me estás hablando de un tío que bebe sangre y se convierte en murciélago cuando le apetece? Por favor.
—Los vampiros existen, Adam —me asegura Mary. Me gusta cómo pronuncia mi nombre. Me gusta tanto que tardo en darme cuenta de que está mirando la foto que todavía tengo entre las manos—. Y también sus víctimas.
Sigo la dirección a la que apunta con los ojos. Me falta poco para que se me caiga la fotografía.
—Mary —digo. Eso es todo lo que puedo decir por el momento—. Tu… tu madre. Ella… ¿está…?
—Sigue viva —contesta Mary, que se vuelve y deja el vestido sobre la cama—. Si es que a eso se le puede llamar vida —añade, casi como si hablara para sí misma.
—Mary —insisto, cambiando el tono de voz. No puedo creerlo.
Y, no obstante, lo creo. Hay algo en su expresión que me convence de que dice la verdad. Algo, también, que me hace tener ganas de estrecharla entre los brazos. Maniobra que Verónica calificaría de sexista. En fin, vamos allá.
Dejo de morderme el labio.
—Por eso tu padre…
—Antes no era así —afirma sin mirarme—. Cuando estaba mamá, era diferente. Está… convencido de que puede descubrir una cura —se deja caer en la cama, junto al vestido—. No está dispuesto a creer que sólo hay un modo de hacerla volver. Consiste en matar al vampiro que la convirtió.
—Drake —aventuro, sentándome junto a ella. Las cosas empiezan a tener sentido. Supongo.
—No —me corrige Mary, sacudiendo la cabeza—. Su padre. Quien, por cierto, pertenece a la familia de Drácula. Pero su hijo es de la opinión de que «Drake» resulta menos pretencioso y más acorde con los tiempos.
—Así que… ¿por qué querías matar al vástago de Drácula, si fue su padre el que…? —no soy capaz de terminar la frase. Por suerte, no hace falta que lo haga.
La espalda de Mary se encorva.
—Si matar a su único hijo no provoca que Drácula salga de su escondrijo para que también pueda matarlo a él, no sé qué otra cosa puede hacerlo aparecer.
—¿Y eso no es un poco… peligroso? —le pregunto. Me resulta increíble encontrarme hablando de este tema. También es increíble encontrarme en la habitación de Mary, la de Historia de Estados Unidos—. Porque, claro, ¿no es verdad que Drácula es el mandamás de todo esto?
—Sí —admite Mary, mirando la fotografía, que he dejado entre nosotros—. Y cuando haya desaparecido, mamá recuperará su libertad.
«Y el padre de Mary no tendrá que preocuparse por hallar una cura para el vampirismo», pienso, pero no me animo a decirlo.
—¿Y por qué Drake no decidió convertir a Lila esta misma noche? —se me ocurre preguntar. Es una de las muchas cosas que no acabo de entender—. En la discoteca, sin ir más lejos.