Se retiró de la consola y examinó la cubierta de vuelo, dando un círculo de ciento ochenta grados.
—¿Qué te pasa, Eph? —preguntó Jim.
Eph llevaba mucho tiempo tratando con cadáveres como para sentir nervios. Pero había algo allí… en algún lugar cercano.
Dejó de sentir la extraña sensación, como si hubiera sido apenas un simple mareo. Eph trató de ignorar lo sucedido.
—Nada. Tal vez sea claustrofobia.
Luego miró al otro hombre que estaba en la cabina. Tenía la cabeza hacia abajo, el hombro derecho contra la pared lateral y el cinturón desabrochado.
—¿Por qué no tenía el cinturón abrochado? —se preguntó Eph en voz alta.
Oyó la voz de Nora:
—Eph, ¿estás en la cabina? Voy para allá.
Eph miró el alfiler de corbata del hombre muerto con el logo de Regis Air. La placa en su bolsillo decía
REDFERN
. Eph se arrodilló frente a él y lo tomó de las sienes para levantarle la cabeza. Tenía los párpados abiertos y los ojos hacia abajo. Eph le examinó las pupilas y creyó ver algo: un rayo de luz. Lo miró de nuevo, y el capitán Redfern se estremeció y emitió un gruñido.
Eph retrocedió, cayendo entre los asientos de los dos capitanes y chocando contra la consola de control. El primer oficial se desplomó sobre él, y Eph lo apartó con un empujón. Por un momento quedó atrapado debajo del peso muerto y desmadejado del cadáver.
Jim lo llamó con urgencia.
—¿Eph?
La voz de Nora denotaba pánico.
—¿Qué te pasa, Eph?
El epidemiólogo hizo un esfuerzo para dejar el cadáver del primer oficial en el asiento, y se puso de pie.
—¿Estás bien, Eph? —le preguntó Nora.
Eph miró al capitán Redfern, quien estaba tendido en el suelo con los ojos abiertos y la mirada perdida. Sin embargo, su garganta se movía, y su boca abierta parecía atragantarse con el aire.
Eph dijo con los ojos completamente abiertos:
—Tenemos un sobreviviente.
—¿Qué? —exclamó Nora.
—Aquí hay un hombre vivo. Jim, necesitamos una camilla hermética para este hombre. Que la suban al ala. ¿Nora? —Eph hablaba con rapidez, mirando al piloto que temblaba en el piso—. Tendremos que examinar a todos los pasajeros, uno por uno.
Abraham Setrakian
E
l anciano estaba solo en el abigarrado piso de su casa de empeños en la calle 118 Este, en Harlem Latino. Una hora después de cerrar, y con el estómago vacío, se resistía a subir al segundo piso. Las persianas metálicas estaban cerradas delante de las puertas y ventanas como si fueran pestañas de acero, y los habitantes de la noche se habían apoderado de las calles. No era aconsejable salir a esa hora.
El anciano se dirigió a los interruptores y apagó cada una de las luces. Estaba de un humor melancólico. Miró su tienda, las vitrinas de cromo y de vidrio veteadas, los relojes de pulsera exhibidos en estuches de felpa y no de terciopelo, la plata labrada que no había logrado vender, las joyas de diamante y oro, el juego completo de té debajo del cristal, los abrigos de cuero y las pieles que en esta época resultaban polémicas; los nuevos reproductores de música ya obsoletos, y las radios y televisores que ya no se molestaba en recibir. Y allí estaban sus tesoros, a ambos lados de la sala: un par de hermosas cajas fuertes recubiertas de asbesto —mucho cuidado con ingerirlo—, una videograbadora Quasar de los años setenta de madera y acero del tamaño de una maleta y un antiguo proyector de dieciséis milímetros.
En última instancia, una gran cantidad de basura con poco movimiento. Una casa de empeño tiene algo de bazar, de museo y de anticuario de barrio. El prestamista ofrece un servicio que nadie más puede prestar. Es el banquero de los pobres, alguien al que la gente puede acudir y pedir veinticinco dólares prestados sin preocuparse por su historial de crédito, empleo ni referencias. Y en medio de una recesión económica, veinticinco dólares era una suma considerable para muchas personas. Con veinticinco dólares se pueden comprar medicamentos para prolongar la vida. Siempre y cuando un hombre o una mujer tengan un colateral, algo de valor para obtener un préstamo, él o ella podrán salir de su tienda con dinero en efectivo en la mano: era algo sencillamente hermoso.
Subió al segundo piso y apagó las luces. Tenía suerte de ser el propietario de ese lugar, que compró a comienzos de los años setenta por siete dólares y algunos centavos. Está bien, tal vez no fue por tan poco, pero ciertamente tampoco por mucho. En aquella época la gente incendiaba edificios para calentarse. Préstamos y curiosidades Knickerbocker (el nombre que ya tenía la tienda) nunca fue una fuente de riqueza para Setrakian, sino más bien un conducto, una puerta de entrada al mercado subterráneo y anterior a Internet, allí, en la capital del mundo, para este hombre interesado en herramientas, artefactos, curiosidades y otros objetos misteriosos del viejo mundo.
Había pasado treinta y cinco años negociando joyas baratas durante el día, y acumulando herramientas y armas durante la noche. Treinta y cinco años ofrendando su tiempo; treinta y cinco años de preparación y espera. Pero ahora el tiempo se le estaba acabando.
Tocó la mezuzá de la puerta y se besó las yemas de sus dedos torcidos y arrugados antes de entrar. El antiguo espejo del corredor estaba tan rayado y opaco que tenía que estirar el cuello para encontrar un fragmento de superficie en el que pudiera ver su reflejo. Su cabello blanco de alabastro, que nacía en lo alto de su frente arrugada, deslizándose hacia atrás de las orejas y el cuello, necesitaba un corte desde hacía mucho tiempo. La piel del rostro le colgaba, y su mentón, lóbulos de las orejas y ojos sucumbían ya a ese enemigo llamado gravedad. Sus manos tan maltrechas y precariamente curadas desde hacía tantas décadas, se habían transformado en muñones artríticos que él ocultaba siempre bajo unos guantes con incisiones en las puntas de los dedos. Sin embargo, detrás de la ruinosa figura de este hombre, aún había fortaleza, fuego y energía.
¿Cuál era el secreto de su fuente interior de la juventud? Un factor simple: la venganza.
Muchos años atrás, en Varsovia y luego en Budapest, vivió un profesor llamado Abraham Setrakian, un renombrado catedrático de literatura y folclore de Europa oriental. Un sobreviviente del Holocausto que había sorteado el escándalo de haberse casado con una estudiante, y cuyo campo de estudio lo había llevado a algunos de los lugares más remotos del planeta.
Y ahora que era un prestamista envejecido en América, aún tenía un asunto pendiente.
Tenía una deliciosa sopa de pollo con
kreplach
y fideos de huevo que un conocido le traía directamente desde Liebman's, en el Bronx. Introdujo la taza en el microondas y se aflojó el nudo de la corbata con sus dedos torcidos. Tras escuchar el timbre del horno llevó la taza caliente a la mesa, sacó una servilleta de lino —¡nunca de papel!— de la cómoda y se la acomodó en el cuello de la camisa.
Sopló la sopa. Era un ritual de bienestar y de consuelo. Recordó a su abuela, a su
bubbeh
—pero más que un simple recuerdo era una sensación, un
sentimiento
—, soplándole la sopa cuando él era un niño, sentada a su lado en la desvencijada mesa de madera en la fría cocina de su casa en Rumanía. Antes de que empezaran los problemas. El aliento de la anciana desviaba el vapor que se elevaba sobre su rostro imberbe, la magia silenciosa de ese acto tan simple como insuflándole vida al niño. Y ahora que soplaba él, que ya también era un anciano, observó la forma que el vapor le confería a su aliento y se preguntó cuántas bocanadas de aire le restaban.
Sacó una cuchara de un cajón lleno de utensilios extravagantes y dispares con los dedos contraídos de su mano izquierda. Introdujo la cuchara en la sopa y la sopló, meciendo el caldo exiguo antes de llevárselo a la boca. Los sabores iban y venían, las papilas de su lengua moribundas como soldados viejos, víctimas de muchas décadas de fumar en pipa, un antiguo vicio de profesor.
Encontró el mando del antiguo televisor Sony, un modelo de cocina de color blanco, y la pantalla de trece pulgadas se calentó, iluminando el cuarto. Se puso en pie y fue a la despensa, hurgando con sus manos en las pilas de libros amontonados en una hilera estrecha sobre la alfombra raída del corredor. Los libros estaban por todas partes, apilados a gran altura contra las paredes; había leído muchos y le era imposible desprenderse de ellos. Levantó la tapa de un recipiente para sacar el último pedazo de pan de centeno que había guardado. Llevó el pan envuelto en papel a la silla mullida de la cocina, se sentó pesadamente y comenzó a retirar los pequeños, pedazos de moho mientras disfrutaba de otro delicioso sorbo de caldo.
Lentamente, la imagen de la pantalla captó su atención: un avión jumbo estacionado en la pista de algún aeropuerto, iluminado como una pieza de marfil sobre la felpa negra de un joyero. Tomó los lentes de aros negros que le colgaban del pecho y entrecerró los ojos para descifrar la leyenda del recuadro inferior de la pantalla. La noticia crítica de aquel día estaba ocurriendo al otro lado del río, en el aeropuerto JFK.
El viejo profesor miró y escuchó, concentrado en la aeronave de aspecto prístino. Un minuto se convirtió en dos, luego en tres, y la habitación se desvaneció a su alrededor. Quedó transfigurado —realmente transportado— por la primicia noticiosa, sosteniendo la cuchara con la mano que ya le había dejado de temblar.
La imagen del aeroplano detenido pasó frente a los cristales de sus anteojos como un futuro anunciado. El caldo de la taza se enfrió, el vapor se disipó, y el pedazo de pan de centeno permaneció intacto sobre la mesa.
Él lo
sabía.
Pic-pic-pic.
El anciano lo sabía.
Pic-pic-pic.
Sus manos deformes comenzaron a dolerle. Lo que vio frente a él no era un presagio, sino una incursión. Era el acto en sí mismo. La cosa que había estado esperando, aquello para lo cual se había preparado durante toda su vida.
Cualquier alivio que hubiera sentido inicialmente —de estar vivo en ese instante, de tener esta oportunidad de venganza en el último minuto—, se vio nublado de inmediato por un miedo agudo y semejante al dolor. Las palabras salieron de su boca con una bocanada de vapor.
Él está aquí… Él está aquí…
C
omo la pista de rodaje del JFK necesitaba estar despejada, la aeronave fue remolcada hacia el espacioso hangar de mantenimiento de Regis Air una hora antes del amanecer. Nadie abrió la boca mientras el infortunado
777
lleno de pasajeros muertos pasaba como un enorme ataúd blanco.
Una vez les colocaron los seguros a las ruedas y el avión se detuvo, los empleados extendieron lonas negras impermeables para cubrir el piso de cemento manchado. Instalaron cortinas prestadas por un hospital para demarcar una amplia zona de contención entre el ala izquierda y la nariz de la aeronave. El avión estaba aislado en el hangar como un cadáver en una morgue inmensa.
Por petición de Eph, la Oficina Principal del Forense de Nueva York despachó a varios funcionarios veteranos de Manhattan y Queens, que llevaron consigo varias cajas con bolsas de plástico. La OCME, la oficina de exámenes forenses más grande del mundo, tenía experiencia en el manejo de desastres con un elevado número de víctimas, y ayudó a implementar un plan para evacuar los cadáveres.
Los oficiales de HAZMAT de la Autoridad Portuaria, vestidos con trajes de seguridad completamente aislados, extrajeron el cadáver del agente federal aéreo primero —permitiendo que solemnes oficiales le rindieran homenaje a su compañero enfundado en una bolsa cuando éste apareció por la puerta del ala— y luego a los pasajeros que estaban sentados en la primera fila de la cabina principal. A continuación, retiraron los asientos vacíos a fin de obtener el espacio necesario para facilitar la labor de enfundar cadáveres. En el avión, cada cuerpo fue amarrado a una camilla de uno en uno y bajado al piso cubierto de lonas.
El proceso fue cuidadoso y horripilante en ciertas ocasiones. Habían bajado alrededor de treinta cadáveres, cuando uno de los oficiales de la Autoridad Portuaria trastabilló súbitamente y se alejó de la fila gimiendo y agarrándose el casco. Dos oficiales de HAZMAT acudieron en su ayuda, pero él los lanzó contra las cortinas, irrumpiendo en la zona de contención. Todos entraron en pánico y le abrieron paso a aquel oficial que posiblemente estaba envenenado o infectado, y que se arañaba su traje de protección mientras salía del hangar cavernoso. Eph se encontró con él en la pista, donde, a la luz del sol matinal, el oficial consiguió quitarse el casco y arrancarse el traje como si fuera una piel opresora. Eph lo agarró, pero el hombre se desplomó en la pista y permaneció sentado con lágrimas en los ojos.
—Esta ciudad —dijo el oficial en medio de sollozos—. Esta maldita ciudad.
Posteriormente se propagó la historia de que ese oficial de la Autoridad Portuaria había trabajado en la Zona Cero durante las primeras semanas infernales, primero como integrante de la misión de rescate, y luego en las tareas de recuperación. El espectro del 11-S todavía acechaba a muchos oficiales de la Autoridad Portuaria, y la intrigante situación actual de bajas masivas había despertado nuevamente aquel espectro.
U
n equipo «especial» de analistas e investigadores de la junta de la Seguridad Nacional del Transporte en Washington llegó a bordo de un Gulfstream de la FAA. Viajaron para entrevistar a todos los que habían participado en el «incidente» del vuelo 753 de Regis Air, inspeccionar los últimos momentos de navegabilidad de la aeronave, y extraer la caja negra con las grabaciones de los tripulantes. Los investigadores del Departamento de Sanidad de la ciudad de Nueva York, quienes habían sido relegados a un segundo plano por el CDC durante esta crisis, fueron informados de los pormenores del incidente. Sin embargo, Eph rechazó sus reclamaciones en torno a la supuesta jurisdicción que tenían, pues sabía que debía continuar con el plan de contención si quería hacer las cosas bien.